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De la esperanza al abismo; de la sublevación a la transición


2019-12-23

Juan del Granado, El País

La caída de Evo Morales fue resultado de un proceso largo. Podría decir que se transitó durante 14 años de la esperanza al vaciamiento, de este al prorroguismo, violando la Constitución, de ahí al fraude y al abismo.

De esta manera se liquidó la mayor oportunidad histórica que tuvo el país para resolver problemas centenarios. El fracaso del Movimiento al Socialismo (MAS) se visibilizó recién en el referéndum del 21 de febrero de 2016, cuando el prorroguismo fue derrotado en las urnas. Esa mayoría le dijo a Evo Morales que, luego de una década, los grandes problemas permanecían irresolutos, que se había defraudado la esperanza nacional. Desde el Gobierno no se leyó el mensaje de las urnas y se enrumbó al abismo.

Entonces a la fractura de la ética, las libertades, lo indígena y las instituciones se sumó la fractura de la Constitución cuando decidieron no respetar el veredicto popular. Utilizando el Tribunal Constitucional y el Tribunal Electoral, Evo Morales se habilitó como candidato para un cuarto mandato en las elecciones del 20 de octubre. La mayoría del país nunca aceptó esta imposición y durante 3 años se pasó de la impotencia a la bronca. Había una conciencia de no aceptar el prorroguismo y ésta se expresó el 20 de octubre. El rechazo ciudadano, de dimensión inesperada, se volcó en las urnas y el Gobierno, torpe y de modo premeditado, apeló al fraude. Veinte días de movilización ciudadana y Evo Morales tuvo que renunciar y huir del país, de manera casi idéntica a otro presidente de Bolivia que, a inicios de siglo, mostró el mismo agotamiento y miopía que Morales ahora.

No hubo golpe, fue una sublevación popular

No se produjo un “golpe de Estado”. Evo Morales, y su populismo autoritario, no tenía nada más que ofrecer al país. Por ello apelaron al fraude que provocó la ira ciudadana. Solo quedaba entonces la renuncia y la huida. No ha habido otra movilización, rebelión, parecida en los 37 años de vida democrática y, teniendo en cuenta las distancias históricas, ha sido la mayor en la vida del país.

La juventud salió a la calle, fue la protagonista, en defensa de su voto, con una nueva conciencia antiautoritaria acumulada más en causas que en ideologías que se excluyen. Entre sus grandes causas está la defensa del Territorio Indígena y Parque Natural del TIPNIS, la defensa del voto y el respeto del 21-F y la crítica a los incendios en la Chiquitania. Esta lucha se irradia muy rápido y de ella es parte la juventud de sectores populares que, si bien generados por el modelo gubernamental que amplió los sectores medios, no se identificaban con un gobierno autoritario.

Los fabriles de Cochabamba, los gremiales de La Paz, los mineros cooperativistas de Potosí y los cocaleros de Los Yungas le dieron una fuerte impronta popular a la revuelta. Los comités cívicos fueron también la expresión vigorosa de este ciclo y desde Santa Cruz se asumió la conducción global. La conducción política tradicional fue a la zaga de la dirección cívica porque se entrampó en el cálculo, se distanció de la movilización y perdió la calle, escenario definitorio de la crisis.

Los “cabildos” se sucedieron de manera permanente en muchas ciudades durante las tres semanas de la protesta. La consigna más repetida: nadie se cansa, nadie se rinde, resumió la voluntad nacional, mal calibrada por un gobierno que no salió de la perplejidad, cedió la calle y a partir de ello sufrió la fisura de la institucionalidad gubernamental con el motín policial y la neutralidad castrense.

¿Qué se ha desplomado y caído? ¿Es solo un gobierno, un régimen o es todo un ciclo estatal agotado que se ha venido abajo? Es esencial plantearse estas cuestiones para encarar integralmente la transición abierta luego del desplome.

Se trata de una transición democrática y por lo mismo su primer momento es un momento electoral, encabezado, luego de la sucesión constitucional, por el Gobierno transitorio de la senadora Jeanine Áñez. Las tareas principales son convocar nuevas elecciones con un nuevo órgano electoral, pacificar, normalizar el funcionamiento del Estado y desmontar la estructura gubernamental masista.

La presidenta Jeanine Áñez, con el peso de los enfrentamientos y los muertos, las dificultades de lo imprevisto, de lo transitorio y lo improvisado, está llevando bien este momento.

Son otros tres los actores principales de más largo alcance de esta transición:

Comunidad Ciudadana (CC) con Carlos Mesa que logró más de dos millones de votos; el movimiento cívico que encabezó la sublevación en las calles a la cabeza de Luis Fernando Camacho y el MAS que, aunque sin cabeza, subsiste.

CC tiene que reajustar casi todo su andamiaje, desde su binomio hasta sus listas, pasando por su programa y su estrategia. Carlos Mesa ganó las urnas el 20 de octubre pero casi al día siguiente perdió la calle. Obtuvo más de dos millones de votos pero no promovió una nueva opción militante en la gente.

El movimiento cívico tiene que “hacerse”. Su audacia, cercanía con la calle, su manejo de lo simbólico alcanzaron para promover la caída pero no bastan para mostrarse como un proyecto nacional capaz de redefinir las tareas básicas de la reconfiguración gubernamental que el país reclama.

Peor si detrás de la audacia se mantienen prácticas prebendales o se oculta una visión conservadora o fundamentalista.

Finalmente el MAS, que debe reinventarse. ¿Podrá el MAS encarar un verdadero post-evismo? ¿Podrá relanzar un nuevo “proyecto de cambio” sin el caudillo? O lo más importante a responder: ¿Qué pasó con su proceso de cambio? O recordando otro tiempo, ¿dónde se jodió el MAS?

Si este partido se queda en el revanchismo, en negar el agotamiento, las fracturas y el fraude, de la caída puede pasar a la crisis y la implosión lapidando un proyecto que pudo ser distinto y una base social que aún se mantiene a pesar de las traiciones.



Jamileth


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