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Hong Kong, crónica de una rebelión


2019-12-27

Macarena Vidal Liy, El País

LA ENTRADA DE la Universidad Politécnica de Hong Kong se abría como una herida negra sobre el ladrillo rojo. Sobre la escalinata de acceso, un amasijo de hierros deformados, cristales rotos y sillas a medio calcinar dejaban clara la intensidad del choque. Cócteles molotov a punto para su uso. Paraguas de todos los colores. Botellas, cascotes, un extintor. Cascos, guantes, gafas protectoras esparcidos por el suelo. Ceniza y polvo. Moscas revoloteando. Un olor de comida putrefacta llegaba a ráfagas. Sobre la destrucción y un silencio casi de cementerio, un único objeto intacto: una banderola borgoña y gualda daba aún la bienvenida a la 25ª reunión de antiguos alumnos y claustro.

Durante los días finales de noviembre, la Politécnica hongkonesa —PolyU, como se la conoce informalmente— fue la zona cero de los choques entre la policía y los manifestantes que durante seis meses no han dejado de salir a la calle, primero para reclamar el fin de una polémica ley de extradición y después reformas democráticas, la puesta en libertad de sus detenidos, la retirada de la descripción de las protestas como “disturbios” (un cargo que puede acarrear hasta 10 años de cárcel) y la apertura de una investigación sobre el comportamiento policial: sus cinco demandas. Mientras más de un millar de movilizados quedaban rodeados en el campus por las fuerzas de seguridad, miles de personas se lanzaban a la calle en los alrededores para intentar romper el asedio, en lo que han sido los peores incidentes de violencia de las protestas. No tuvieron éxito. Algunos lograron escapar por los medios más peregrinos: descolgándose por cuerdas de un puente o metiéndose en las alcantarillas. Casi un millar acabaron rindiéndose o en manos de la policía. El cerco a la universidad durante 12 días supuso la mayor derrota para el movimiento en su medio año de existencia.

Pero la semana de su peor revés fue también la de su mayor éxito. El 24 de noviembre, un 70% del electorado —una cifra récord en la historia de Hong Kong, un enclave de 7,4 millones de habitantes en 1.104 kilómetros cuadrados— acudía a las urnas en unas elecciones municipales convertidas en un referéndum sobre el apoyo a los manifestantes y el comportamiento del Gobierno autónomo y las fuerzas de seguridad. El resultado fue rotundo. La oposición, por primera vez, barrió en número de concejalías: 392 frente a las 60 de los partidos prochinos. En las calles se brindaba con champán.

El resultado electoral y el cerco de la Politécnica, combinados, han marcado el inicio de una nueva fase en las protestas en la antigua colonia británica. Una fase en la que la policía endurece sus tácticas, Pekín exige el final de una revuelta a la que acusa de separatista y el Gobierno autónomo hongkonés, encabezado por la impopular Carrie Lam, promete “escuchar con humildad” a los ciudadanos, aunque sin visos de concesiones. Del otro lado, los manifestantes, alentados por el resultado electoral, prometen que continuarán su desafío al Gobierno autónomo y contra lo que consideran una injerencia cada vez mayor de China en sus asuntos internos. Temen que se esté precipitando el fin del principio “Un país, dos sistemas”, acordado entre Pekín y Londres con el traspaso de soberanía y que garantiza al territorio hasta 2047 libertades que no existen en la China continental. El domingo 8 de diciembre regresaban a las calles con fuerza: 800,000 personas participaban en una marcha pacífica, la mayor en cuatro meses, y dejaban claro que la capacidad de movilización mantiene su fuelle.

El resultado electoral y el cerco a la Politécnica han iniciado una nueva fase en las protestas en la antigua colonia británica

“Hemos demostrado que somos la mayoría”, sostiene Joshua Wong, dando un paseo en torno a la sede del Parlamento autónomo hongkonés, donde ahora trabaja para la oposición demócrata. “Vamos a mantener las protestas y reformar las instituciones desde dentro”, dice. El líder estudiantil durante el Movimiento de los Paraguas, precursor hace cinco años de las protestas actuales con la petición de un sufragio universal para elegir el Gobierno autónomo, está exultante. Durante este lustro, el entonces adolescente de 17 años ha madurado y se ha convertido en un político de raza, carismático y celebrado en el exterior. Esta vez ya no es cabeza de las protestas, que se precian de no tener líderes. Su papel es el de una especie de ministro de Exteriores, que aprovecha su celebridad y contactos para intentar movilizar el apoyo internacional.

En parte gracias a sus esfuerzos, el Congreso de Washington aprobó el pasado 20 de noviembre la Ley de Derechos Humanos para Hong Kong, que el presidente Donald Trump ratificó una semana después y que prevé sanciones para quienes coarten las libertades en el territorio autónomo.

“Con el apoyo de la enorme participación en las elecciones, vamos a convertir el Consejo Municipal en un lugar que representará la voz de la democracia, en lugar de estar dominado por Pekín. Vamos a seguir sacando a la gente a la calle. Y vamos a seguir presionando para desarrollar mecanismos de sanciones en diferentes países de todo el mundo”, sostiene serio, con el fervor y el tono ligeramente mecánico de quien reza convencido un credo. Su objetivo: defender la democracia.

Algunas claves previas. Pero Hong Kong es todo menos una sociedad homogénea, y las protestas no han hecho sino dejar de manifiesto su profunda división. Y sus miserias. El Imperio Británico arrebató este puerto natural al chino durante las guerras del Opio del siglo XIX y lo devolvió el 1 de julio de 1997. Con una economía basada en los servicios, esta rutilante plaza financiera internacional presume de la mayor concentración de rascacielos del mundo, construcciones de cristal y acero, cemento y neón que contrastan con las colinas a ambos lados de su bahía. Pero su desahogado PIB per capita de 41,600 euros, cinco veces más que el chino, oculta un reparto profundamente desigual: los 10 hongkoneses más ricos concentran la misma riqueza que el resto de los siete millones de residentes juntos. Con el metro cuadrado más caro del mundo, solo un 11% de los habitantes puede permitirse una vivienda en propiedad. Y el alquiler ofrece un panorama aún más desolador: la mitad de las viviendas disponibles se ofrecen por un precio medio de 2.270 euros, el 125% de un sueldo medio. Para los jóvenes la situación es especialmente difícil: en una dura lucha por encontrar empleos de calidad, los ingresos de la mitad de ellos están por debajo de ese sueldo medio. Muchos se quejan de la fuerte presencia de turistas y nuevos residentes chinos. Antes de las protestas entraban 20 millones de turistas al año, el triple de la población local, y la legislación permite que cada día se asienten en Hong Kong 150 nuevos migrantes chinos. Según muchos hongkoneses, este es el origen de que se distorsionen los precios, no solo los de la vivienda, sino también los de los comercios.

Unos 6,000 manifestantes, el 15% de ellos menores de 18 años, han sido detenidos desde julio. Más de 1,500, atendidos en hospitales

En los Mid-Levels, el barrio de clase media alta en las laderas de la isla de Hong Kong, la opinión sobre las protestas está dividida. Aquí ganaron los candidatos pandemócratas, pero también se escuchan muchas voces críticas. “No reconozco mi ciudad”, comenta con pesar Linda, un ama de casa en la cincuentena, de familia acomodada. “Este era un sitio tranquilo, donde las cosas funcionaban. Ahora nunca sabes en qué momento te puedes ver en medio de un follón. Se ha perdido el respeto a todo, y eso va a traer consecuencias para la sociedad a largo plazo. Los chicos tienen que entender que así, por la fuerza, no se hacen las cosas”.

El día de las elecciones, Samuel Mok, asistente legislativo de 28 años y hasta el 24 de noviembre candidato a concejal por el DAB (pro-Gobierno y el principal partido en Hong Kong), hacía campaña en ese barrio a pocos metros de un colegio electoral, junto a un gran cartelón con su nombre. Dos mujeres, que acababan de salir de votar, le mostraban los pulgares hacia arriba.

“No queremos que nuestra sociedad se mantenga en el caos de ahora, queremos volver adonde estábamos antes de junio. Podemos resolver los problemas con la política, con el diálogo y la consulta, en el Parlamento autónomo y en otras instituciones”, asegura, repitiendo los argumentos de Carrie Lam.

Junio, cuando todo comenzó. Lo que sus simpatizantes conocen como El Movimiento comenzó el 9 de junio. Aquel día, el activista Jimmy Sham, de 32 años, se había levantado nervioso. Como cabeza del Frente de Derechos Humanos y Civiles de Hong Kong, temía poco seguimiento para la marcha que su organización había convocado contra el proyecto de ley de extradición que el Gobierno de Lam había presentado ante el Parlamento local.

La medida buscaba eliminar un vacío legal que había quedado en evidencia a principios de año: un hong­konés acusado de matar a su novia embarazada en Taiwán no podía ser extraditado a la isla por falta de legislación que lo permitiera. Resolver la situación mediante un pacto bilateral era complicado por razones políticas: Hong Kong es parte de China y Pekín considera a Taiwán parte de su territorio. Lam y sus asesores optaron por una medida que permitiera la extradición a cualquier país con el que el territorio autónomo no mantuviera un acuerdo bilateral específico. Incluida China continental. Pero la jefa del Gobierno no tuvo en cuenta hasta qué punto tenía en contra a la opinión pública. La perspectiva de entregar a China a los sospechosos que Pekín reclamase había enfurecido y consternado a muchos. La memoria del secuestro en 2015 de cinco libreros que acabaron en manos de la policía en China estaba aún muy presente.

“A medida que se acercaba el momento de empezar la marcha y vi la cantidad de gente que había, respiré”, recuerda Sham, hoy convertido en uno de los flamantes nuevos concejales electos del bando pandemócrata.

Un millón de personas, según las cifras del Frente, desfilaron aquel domingo por el centro de Hong Kong. Una cifra extraordinaria, solo comparable con algunas movilizaciones históricas como la posterior a la matanza de Tiananmen en 1989 y la de 2003 que logró aparcar otra polémica ley, la de Seguridad Nacional, y acabó causando la dimisión del entonces jefe del Gobierno autónomo, Tung Chee-hwa.

El clamor popular no cambió la posición de Lam. Según anunció la jefa del Gobierno al día siguiente, el proyecto de ley continuaría su tramitación prevista el 12 de junio. “Eso enfureció a mucha gente”, recuerda Sham.

La mañana del 12, y tras una serie de llamamientos a través de las redes, decenas de miles de personas, la inmensa mayoría jóvenes, rodeaban el Parlamento. La idea era bloquear los accesos, para que los legisladores no pudieran entrar y la medida no pudiera tramitarse. Nemo, un estudiante de 22 años que ya había participado en las protestas del Movimiento de los Paraguas de 2014, estaba entre esa muchedumbre. “Técnicamente era una asamblea ilegal, porque nadie la había convocado ni recibido el permiso de la policía. Pero todos sabíamos que no podíamos permitir que el proyecto de ley se aprobara. Debíamos impedirlo como fuese”, recuerda.

Un pequeño grupo acabó enfrentado con la policía a las puertas del Parlamento. Las fuerzas de seguridad cargaron con gas lacrimógeno y balas de plástico. Una veintena de personas quedaron detenidas. Lo que hasta entonces había sido una única exigencia —la cancelación del proyecto de ley— se convirtió de la noche a la mañana en las cinco demandas que los manifestantes mantienen hasta hoy.

Un millón de personas llegaron a manifestarse. Cifras solo comparables a las protestas de 1989 tras la matanza de Tiananmen

Los protagonistas. “Tradicionalmente, los hongkoneses hemos sido extremadamente pesimistas y conservadores. Con tal de poder ir a trabajar y pagar el alquiler, con tal de ir tirando, no nos enfrentamos de veras contra la autoridad. Eso ha sido así durante décadas, siempre ha costado mucho movilizar a la gente. Lo que ha pasado estos meses es un milagro”, apunta Avery Ng, presidente de la Liga de los Socialdemócratas, el partido más izquierdista del moderado panorama político del territorio autónomo.

“Durante estos últimos cinco años, después de los Paraguas, los jóvenes nos habíamos hecho los dormidos. Habíamos visto los resultados de entonces: gente en prisión, nuestros candidatos electorales descalificados, incidentes como el de los libreros… Sentíamos que no podríamos volver a ocupar las calles, que no podríamos ganar. Pero cuando Lam pasó de la gente, nos enfurecimos. Decidimos que basta de quietud. Dejamos de hacernos los dormidos”, cuenta el estudiante Nemo, convertido desde aquel 12 de junio en un frontliner, uno de los manifestantes más radicales que se colocan, parapetados tras barricadas o una fila de paraguas, en la primera línea de enfrentamientos con la policía, vestidos de negro y con el rostro cubierto.

Aquella protesta sí impelió a Lam a suspender —lo acabaría cancelando en septiembre, cuando ya era demasiado tarde— el proyecto de ley. Pero los manifestantes tenían su estrategia. Con sus cinco demandas por bandera, el domingo siguiente salieron a la calle de nuevo convocados por el Frente otros dos millones de personas, según las cifras de los organizadores. El 1 de julio, aniversario del traspaso a China de la soberanía del territorio en 1997, y tras la tercera marcha organizada por el Frente, los frontliners, las figuras de primera línea, asaltaban el Consejo Legislativo, el Parlamento. Una pintada entre los destrozos resumía su manifiesto: “Eres tú quien nos enseñaste que las movilizaciones pacíficas no sirven para nada”.

Escalada de violencia. Desde entonces, las protestas han entrado en una espiral de violencia cada vez mayor. Y ambos lados, policía y manifestantes, se acusan mutuamente de haber radicalizado su respuesta. Cerca de 6,000 manifestantes, un 15% de ellos menores de 18 años, han sido detenidos. El número de personas llevadas a hospitales llegaba a inicios de noviembre a 1.550, según las cifras oficiales, aunque sin duda el número de heridos es superior: muchos frontliners rechazan acudir a centros médicos por temor a que la policía vaya a buscarles allí. Entre la policía, los heridos han sido más de 400.

Con el metro cuadrado más caro del mundo, solo un 11% de los habitantes de Hong Kong puede permitirse una vivienda en propiedad

Los manifestantes, respaldados por informes de organizaciones como Amnistía Internacional, acusan a la policía —a los “perros”, como se refieren a ellos— de un uso desproporcionado y cada vez mayor de la fuerza. Los agentes han lanzado hasta el 1 de diciembre, según el periódico Ming Pao, casi 16,000 rondas de gas lacrimógeno, en torno a 10,000 balas de plástico y cerca de 2,000 bolas de caucho. La policía, por su parte, responde a los que llama despectivamente “las cucarachas” con otro elenco de agravios: el cerco y los destrozos a su sede central; la ocupación del aeropuerto y la paliza allí a un periodista chino; vandalismo en la red de metro y contra comercios de propiedad o simpatías chinas; la cuchillada en el cuello a un agente; el gesto similar contra un político del esta­blishment, Junius Ho; el acto salvaje de un manifestante que echó gasolina y prendió fuego a un ciudadano prochino.

La muerte el 7 de noviembre de un joven manifestante caído al vacío en un garaje precipitó un cambio de estrategia en el movimiento: del “Sé agua” inspirado en Bruce Lee (desaparecer cuando llegaba la policía y aparecer en otro punto para construir barricadas) se pasó a atacar las vías de transporte y a atrincherarse en las universidades. Hasta que les llegó el desastre de la PolyU.

El Movimiento nunca ha condenado ningún acto de sus integrantes, por violento que haya sido: “Cuando la gente está muy airada y siente que no le escuchan, las acciones pueden escalar. Entiendo y comparto esa sensación de rabia”, apunta el activista Sham. Desde el comienzo, sus integrantes —radicales y moderados— acordaron dos principios básicos: apoyarse sin críticas, en pos del objetivo común, y no contar con líderes. Una decisión basada en la experiencia de hace cinco años: entonces, el Movimiento de los Paraguas se disolvió, en parte por las disputas internas; sus dirigentes acabaron en la cárcel.

“Esta ausencia de líderes tiene sus pros y sus contras. Le ha aportado al movimiento la capacidad de innovar y la flexibilidad que le ha permitido llegar hasta aquí. Pero también implica que carece de una estrategia coherente, de un apoyo coherente y de una dirección coherente”, analiza Ng. El pacto de no criticar, cree el presidente de la Liga de los Socialdemócratas, se ha llevado “a tal extremo que no hay apenas sitio para la crítica constructiva. Lo que significa que es difícil lograr una evolución sensata o mejorar cosas, y si no cambia, eso va a perjudicar al movimiento en el futuro”, advierte.

En primera fila. A medida que las protestas se han vuelto más violentas, el protagonismo ha recaído más en los frontliners, convertidos a estas alturas en expertos en guerrilla urbana. Antes de cualquier acción, estudian minuciosamente el callejero de la zona, posibles rutas de llegada de la policía y vías de escape. “He aprendido a leer mapas con una facilidad que jamás hubiera imaginado”, explica el joven Nemo sobre su experiencia en primera línea. Algunos de sus compañeros se han entregado a hacer ejercicio para desarrollar más músculo con el que enfrentarse a los Raptors, la unidad de élite de los antidisturbios hongkoneses uniformada de negro. Nemo no, admite con una carcajada. “Soy demasiado vago…, pero mantenerse en forma es muy importante. En los choques con la policía a mí me acaban dando calambres”.

“Como frontliner tienes que tener dos cosas: experiencia, para saber cómo moverte, cuándo puedes avanzar y cuándo es mejor echar a correr”, dice Nemo. “Se consigue rápido: a movilización por semana, en un mes ya sabes más que suficiente. Pero además tienes que tener rabia. Sí, hay que planificar, mantener la calma y tomar decisiones rápidas con responsabilidad. Pero también tienes que aferrarte a tu rabia para que te empuje y te ayude a luchar”.

Los seis meses de protestas se han cobrado un precio, y no solo en una economía basada en los servicios que ha entrado en recesión. Más allá de los efectos físicos está también el daño mental. La demanda de atención psicológica se ha disparado entre los 30,000 policías hongkoneses —exhaustos y superados, han necesitado pedir refuerzos entre otros cuerpos de la Administración— y los manifestantes. A comienzo de este verano se dispararon los suicidios entre los jóvenes.

“He tenido que llevar al aeropuerto a compañeros que se han tenido que marchar de Hong Kong. He visto a gente herida. Pienso en los que han muerto. Ese dolor me va a acompañar toda la vida”, reflexiona el joven frontliner.

Una sociedad dividida. La convivencia también se resiente. Las protestas han causado profundas divisiones, incluso dentro de familias. Los padres de Nemo son “azules” —prochinos y partidarios del Gobierno— y le han amenazado con dejar de mantenerle, incluso de echarle de casa. “Están convencidos, como muchos en su bando, de que mis compañeros y yo tenemos el cerebro lavado, de que estamos pagados por la CIA”, explica el joven.

“El coste social que vamos a tener que absorber va a ser enorme”, reconoce Ng. “El aumento del miedo y la rabia subsiguiente, la quiebra de la confianza y las divisiones. No contra las instituciones, que eso se da por descontado, sino entre la gente. Eso va a ser un daño que arrastraremos durante generaciones”.

Tras las elecciones municipales, Hong Kong ha entrado en un periodo de relativa calma, aunque nadie duda de que las protestas continuarán de un modo u otro. Durante la pausa, los manifestantes han aprovechado para descansar, y los políticos de ambos bandos, para empezar a trazar sus estrategias. Como apunta convencido Joshua Wong: “Podemos lograr otra victoria: es el momento de que nos propongamos una mayoría en el Consejo Legislativo” (el Parlamento local) en las elecciones de septiembre de 2020.

Los retos políticos. Sería un hito que los demócratas nunca han conseguido en la historia reciente hongkonesa y que les daría el derecho de veto a las propuestas del Gobierno autónomo. A priori, lograrlo no es nada fácil: a diferencia de las municipales, el sufragio universal solo se aplica a 35 de los 70 escaños, los correspondientes a los distritos geográficos. El resto se adjudica mediante “distritos laborales”, en una votación por gremios donde siempre vencen por amplia mayoría los representantes del establishment.

Esos cálculos quizá pequen de optimistas. Un examen más detallado del reparto del voto en las municipales muestra que ha sido muy similar al de las elecciones anteriores pese al drástico aumento de la participación: un 60% para los demócratas, un 40% para los partidos prochinos. Con esta perspectiva, el triunfo no es tan grande para la oposición y no garantiza el éxito en las elecciones parlamentarias.

Ng pone la pelota en el bando de la policía, de Carrie Lam y de Pekín. Ahora que se ha demostrado que los manifestantes cuentan con el apoyo de la mayoría, asegura, que continúen los enfrentamientos dependerá de que el Gobierno responda o no a sus demandas. Hasta ahora, además de retirar el proyecto de ley de extradición, la jefa del Gobierno autónomo se remite a una investigación sobre las quejas contra la policía que incluso un comité de expertos internacionales ha reconocido que será insuficiente, por falta de medios y competencias. También ha puesto sobre la mesa una comisión que revise las causas de las protestas. Pekín, por su parte, ha anunciado la introducción de educación patriótica para los jóvenes, entre otras medidas. “Ningún intento de alterar Hong Kong o de socavar su estabilidad y prosperidad tendrá éxito”, ha advertido el ministro de Exteriores chino, Wang Yi.

Mientras tanto, este 1 de enero los nuevos concejales asumirán sus cargos y les llegará el momento de la verdad: ganarse con sus méritos el puesto que les dio el voto de indignación contra el Gobierno autónomo y su gestión de las protestas.

“El objetivo no es que pierdan los partidarios de Pekín, sino demostrarles que vale la pena que ganemos los prodemócratas. Tenemos que usar estos cuatro años para demostrar que somos transparentes, incorruptibles y trabajadores. Y que sabemos escuchar. Que exista comunicación y una plataforma de diálogo. Sin comunicación no hay democracia”, apunta Sham. “Y cuando lo hayamos logrado, seguiremos luchando. La lucha por la democracia nunca termina: siempre hay que trabajar para mantenerla”. 

Los pacíficos, la retaguardia y los “muros de Lennon”

En la retaguardia, a los frontliners, los protagonistas en primera fila, les apoyan los “pacíficos” o woleifei, los que no están dispuestos a la violencia pero comparten el mismo objetivo. Ellos son los que protestan con pegatinas de colores en paredes públicas —los “muros de ­Lennon”—, los que sostienen una economía de apoyo a los comercios “amarillos” o ideológicamente afines y los que se encargan con sus donaciones en metálico o en especie de mantener bien provistas las eficaces líneas de suministro: entre los escombros en la Politécnica había numeroso material de primeros auxilios, alimentos y maletas enteras de ropa por estrenar, incluidas algunas prendas de diseño. Los “pacíficos” acuden también al rescate para extraer a los frontliners de situaciones de peligro y evitar que sean detenidos.



regina


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