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Chile: la necesidad del cambio constitucional


2020-01-14

Raúl Letelier, El País

El 18 de octubre de 2019 se desencadenó en Chile uno de los estallidos sociales más fuertes y violentos de su historia republicana. La demanda de este movimiento fue clara en su proposición –el mejoramiento de las condiciones económicas de vida– pero fuertemente indeterminada en su concreción.

El diagnóstico, sin embargo, es compartido. Los maravillosos resultados macroeconómicos que colocaban a Chile en una posición de privilegio en Latinoamérica no han permitido, con el correr del tiempo, alivianar el peso de la vida de los más pobres. Mientras aquellos con mayores recursos han podido tener un estilo de vida y servicios cercanos en calidad a cualquier país europeo, los más desposeídos, por el contrario, no logran satisfacer necesidades cotidianas básicas. Y es que, con un coeficiente de Gini estancado en 0,47, Chile se encuentra, desde hace varias décadas, en el club de los países más desiguales del planeta. Según el último informe de CEPAL, el 10% más rico de la población chilena concentra dos terceras partes de la riqueza neta nacional y el 1% más rico el 26,5% de ella. El salario mínimo interprofesional se ha mantenido en un monto cercano a los 340 euros (7,100 pesos), inferior a la misma línea de pobreza para un hogar de tamaño promedio, mientras que más de la mitad de los jubilados recibe pensiones inferiores al 70% de ese sueldo mínimo (PNUD, 2017).

A la profunda segregación urbana que afecta al país debe añadírsele la sostenida segregación en los más importantes servicios públicos, como salud o educación. Un sostenido 16% de la población accede a un sistema privado de salud, al que contribuyen las personas con mayores ingresos y menor predisposición a la enfermedad (CASEN, 2015). El resto es recibido en el sistema público. En materia educacional –tal vez uno de los sectores de mayor avance en la última década– mientras el logro educativo promedio coloca a Chile en una posición destacada, aquel lugar de privilegio cae cuando se hacen estudios que comparan la brecha entre el 20% superior e inferior de ingresos, mostrando una marca habitual en la realidad chilena: buen promedio, pero pésima distribución interna.

El estallido social ha sido la respuesta a todos estos resultados. De la mano del más intenso paquete de reformas neoliberales implementadas en algún país, la profunda inequidad que ellas han ido generando con el tiempo, se volvió simplemente intolerable. La preferencia radical por libertades, el fomento constante a un “buen clima de negocios y de inversión” y la predilección por políticas públicas que prefieren la autorresponsabilidad –principios característicos de una ordenación neoliberal (Harvey)– se insertaron y decantaron en un país que ya había sido constituido en un marco de desigualdad. A más de 40 años del comienzo de la aplicación de esos principios, la consolidación de esa inequidad –y a veces su profundización– se encuentra plenamente acreditada.

El movimiento social, por su parte, y de forma bastante similar a otros estallidos europeos, no se encuentra articulado, niega con bastante intensidad la mediación política y no reacciona como se espera a las medidas que se anuncian. El panorama chileno es, entonces, paradójico: políticos que se atribuyen cierta primacía en la concreción de las demandas ciudadanas, ciudadanos que simplemente protestan y un gobierno que quiere retomar la normalidad sabiendo que las cosas nunca volverán a ser como antes, pero sin claridad de cómo serán a futuro.

Con el correr de los días, no obstante, hubo una forma de darle cierta unidad intelectual a las exigencias ciudadanas. Al compartido cuestionamiento del modelo económico neoliberal se sumó el rechazo de todas las formas políticas y jurídicas que le han dado protección. De entre ellas, la que le entregó durante todo este tiempo su más eficiente y eficaz cobertura: la Constitución de 1980.

Esta Constitución, creada en medio de la dictadura de Pinochet, encargada a un grupo de abogados dóciles y afines al régimen y aprobada por un plebiscito sin garantías mínimas, viene gobernando al país por más de 30 años. Aquella carta fundamental ha sido modificada en un sinnúmero de oportunidades, siempre con el permiso de los partidos políticos que han apoyado la agenda ordoliberal. Han sido, por ello, reformas que han permitido convivir, pero no realizar cambios estructurales en el modelo económico. Cuando alguno de esos cambios logró aprobarse, incluso con los votos de la derecha, el Tribunal Constitucional –una de las instituciones más cuestionadas en el mundo jurídico chileno– logró evitarlo, protegiendo férreamente el modelo. La declaración de inconstitucionalidad de la ley que fortalecía la principal institución pública de protección del consumidor ha pasado a ser el ejemplo paradigmático de la neutralización de una iniciativa que pretendía reducir el abuso constante que el desregulado mercado chileno ofrece a sus usuarios.

La noticia de la apertura a cambiar la constitución, y no solo a modificarla, acordada de manera transversal por todos los sectores políticos relevantes del país, ha sido recibida con altas dosis de alegría, pero también con algo de escepticismo. Alegría, al pensar que por fin haremos el ejercicio de tener una constitución “nuestra”, más desconfiados al recordar cada uno de los diversos procesos de modificación constitucional ya realizados y los resultados constantes que todos ellos arrojaban: desmovilización política temporal y cambios que no arriesgan la integridad del modelo económico.

El estallido social chileno, por el contrario, ha mostrado que la intensidad de la demanda solo puede ser satisfecha con cambios estructurales. Las mejoras en las condiciones laborales deben ser analizadas asumiendo que una de las soluciones posibles pueda ser el fortalecimiento de los sindicatos. El mejoramiento del actual sistema de pensiones –una de las demandas más nítidas de la ciudadanía– debe considerar como posible que podamos abandonar nuestro fracasado modelo de ahorro individual y avanzar hacia uno que vea la pensión de vejez como un derecho social. El fortalecimiento del régimen de salud debe poder revisar la conveniencia de avanzar hacia un sistema sanitario común y público. El actual sistema sanitario, que coloca a jóvenes, sanos y adinerados en las manos de empresas privadas mientras que pobres, viejos y enfermos son remitidos al sistema público debe necesariamente terminar. Pues bien, hoy, cualquiera de estos ejercicios hipotéticos comienza siendo inconstitucional, a veces por infracción a una prohibición expresa, otras por afectar una protegida libertad de elegir o por atacar un sobredimensionado derecho de propiedad privada. Los debates técnicos se encuentran, así, castrados desde su origen. No se ocupan los conceptos de ineficiente, incorrecto, inoportuno, de poca rentabilidad social, injusto. Se utiliza, en cambio, solo una categoría: inconstitucional.

Los efectos de esta extendida protección constitucional neoliberal no terminan ahí. El diálogo constitucional que se avecina llega al país en un momento de deterioro de la reflexión política. Y es que, por más de treinta años, el diálogo político chileno se ha dado en dos frecuencias confluyentes. Por un lado, la derecha, de mayor impronta neoliberal, ha sido titular de una posición dominante que la ha transformado en una parte que simplemente aprueba o reprueba los cambios sociales que se le proponen, esté o no en el poder. Por el otro lado, una izquierda socialdemócrata que negocia al alza para que el punto medio no esté tan lejos de la propuesta que la realidad aconsejaría. El resultado de este “juego” ha sido la neutralización de una política responsable de largo plazo, el vaciamiento sustantivo de un sector político completo que se limitó a permitir y resistir, pero que olvidó proponer, y la ausencia sostenida de programas políticos honestos, inteligentes y claros.

El destino del proceso de cambio constitucional chileno es todavía una historia a medio contar. El rol que hasta el momento ha jugado la centroderecha y la izquierda socialdemócrata para empujar este cambio es digno de destacar y está a la altura de las actuales y especiales circunstancias. No obstante, el papel de los extremos del espectro político amenaza diariamente cada logro. Para unos es un proceso excesivo que debilita las libertades y se rinde a la violencia de la calle. Para otros uno insatisfactorio que no logra borrar por completo la desigualdad imperante.

Con todo, nadie puede negar que después de los sucesos de octubre la protección constitucional del modelo económico chileno se encuentra herida de gravedad. En estos aciagos días, se suele presumir, buscando algo de consuelo histórico, que el neoliberalismo –al menos en la forma difundida por la llamada “Escuela de Chicago”– nació y murió en Chile.



Jamileth


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