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Dentro de Auschwitz


2020-01-17

Por NIKOLAUS WACHSMANN | El País

17 ENE 2020 - 17:15 CST "Querido lector, escribo estas palabras en mis momentos de mayor desesperación”. Así comienza un texto de Zalmen Gradowski, redactado en Auschwitz-Birkenau en la primavera de 1944 y descubierto poco después de la liberación del campo metido en una lata, cerca de los crematorios destruidos. Habían deportado a Gradowski al campo de exterminio a finales de 1942. Su esposa Sonia, su madre y sus dos hermanas murieron asesinadas al cabo de solo unas horas, junto con otros centenares más de judíos polacos que iban en el mismo tren. A Gradowski lo incluyeron en un grupo mucho más reducido, escogido para hacer trabajos forzosos, y las SS pronto lo enviaron al temido Sonderkommando: los presos que tenían que colaborar en el asesinato en masa de otros presos.

Hasta su muerte en el propio campo, Gradowski escribió en secreto la crónica de la interminable procesión de los condenados a las cámaras de gas, desde sus lágrimas cuando se desnudaban hasta las cenizas que se llevaban en carretillas. Esperaba fervientemente que algún día se encontraran sus escritos y que pudieran ayudar a las futuras generaciones a “formarse una imagen” del “infierno de Birkenau-Auschwitz”. Incluso llegó a dirigirse a esos posibles lectores y a hacer este llamamiento: “Ustedes tendrán que imaginarse la realidad”.

Auschwitz no ha caído en el olvido, como temía Gradowski. El campo más mortífero del Holocausto, en el que las SS asesinaron a casi un millón de judíos, ocupa un lugar central en la memoria colectiva. Pero el Auschwitz de la imaginación popular, muchas veces, guarda poca relación con el Auschwitz en el que vivió y murió Gradowski. Como símbolo mundial del mal, el campo se ha separado de su realidad. Las imágenes populares flotan alejadas de su contexto histórico y gravitan hacia el mito y la confusión.

¿Cómo podemos cumplir con el llamamiento de Gradowski a “imaginar la realidad” de Auschwitz? Una manera de hacer más reconocible el campo es examinar lo que el antropólogo Clifford Geertz llamó la “vida sentida”, descubrir las experiencias inmediatas de los prisioneros, los criminales y los espectadores y cómo las interpretaron ellos en su momento. Mostrar estas texturas de la vida cotidiana, lo ordinario dentro de lo extraordinario, puede desmitificar Auschwitz y hacerlo más tangible.

Los documentos contemporáneos y los testimonios posteriores están llenos de huellas de la experiencia vivida. Unas huellas tan abundantes, de hecho, que necesitamos filtrarlas, ampliar los aspectos fundamentales para verlos con más nitidez. Entre esos aspectos se encuentra el paisaje material de la persecución. Una relación más estrecha con los lugares y los espacios, con sus dimensiones emocionales y sensoriales, ayuda a hacer realidad el campo y revela elementos de la experiencia vivida que suelen permanecer ocultos en los márgenes de la visibilidad histórica, empezando por la topografía de Auschwitz.

Después de la invasión alemana de Polonia en el otoño de 1939, los oficiales de las SS empezaron a buscar enseguida sitios para un nuevo campo de concentración en el que reprimir la resistencia polaca. Se decidieron por la ciudad de Oświęcim (que los ocupantes llamaron Auschwitz), en la Alta Silesia, atraídos por las buenas comunicaciones y un enorme complejo cuartelario a las afueras que iba a ser el núcleo inicial del nuevo campo. Pero el ambiente local no era demasiado hospitalario y, en años sucesivos, los hombres de las SS se quejarían a menudo de las malas condiciones de trabajo —de los insectos y las infecciones—, de las que responsabilizaban, en su mentalidad colonial, al “primitivo Este”.

Lo que para los ocupantes era una molestia demostró ser una amenaza existencial contra los prisioneros debilitados por los malos tratos de las SS. Hambrientos y enfermos, para ellos el mundo natural era un adversario más. Cada mañana, angustiados, comprobaban cómo estaba un tiempo impredecible, porque cada estación acarreaba su propia tortura. En primavera y otoño, las lluvias copiosas y los fuertes vientos empapaban a los que trabajaban al aire libre y creaban un espeso mar de barro. “Cuando llueve, tenemos ganas de llorar”, escribió Primo Levi.

Cuando la tierra se había secado bajo el sol estival, varias secciones del campo se volvían desoladas y polvorientas. El calor aplastaba a los presos quemados por el sol, que sufrían a los mosquitos e insectos en general. Lo peor era la sed enloquecedora. Pero también tenían miedo al frío. Los finos uniformes y los barracones rudimentarios ofrecían poca protección contra la nieve y el viento helado. El invierno, sabían los presos, era la estación de las congelaciones y las amputaciones.

Mientras tanto, las SS se dedicaban a transformar el paisaje natural empleando a los presos como esclavos: plantas y árboles para embellecer los despachos de los oficiales y ocultar sus crímenes. Y esos cambios en el panorama fueron acompañados de una transformación total de entorno construido.

Los edificios y las ruinas que, junto con los 13 kilómetros de verja, componen hoy el Memorial de Auschwitz-Birkenau son los restos de lo que fue una enorme ciudad del terror. Cuando hoy visitamos el lugar, parece inmóvil y estático. Para imaginar el pasado, debemos darle vida. Hombres de las SS en bicicleta, moto y coche cruzaban el campo a todas horas. Los presos también estaban todo el tiempo de un lado para otro, y los trenes y camiones llegaban cargados de nuevos prisioneros día y noche. Además, los soldados recibían suministros, desde materiales de construcción hasta gas venenoso, y enviaban un sinnúmero de cosas, desde materiales militares fabricados por los presos hasta pertenencias de los judíos asesinados. El campo estaba en actividad constante: las personas, las mercancías y los propios espacios que recorrían. Porque Auschwitz era una enorme zona de obras.

El campo cambiaba de aspecto de un día para otro, a medida que se derribaban, se ampliaban y se construían edificios. Las nuevas estructuras, una vez terminadas, se incorporaban al tejido de la vida diaria. Los crematorios de Birkenau, construidos en 1942-1943, eran recordatorios implacables de lo que aguardaba a muchos presos seleccionados para los trabajos forzosos. Aunque pocos veían directamente los edificios, siempre los tenían presentes: los prisioneros olían la carne quemada y veían el destello rojo de noche y el humo espeso de día.

Ahora bien, las obras no solo servían para consolidar el dominio de las SS. También creaban, involuntariamente, espacios para que los prisioneros se buscaran la vida. Cuantos más contratistas civiles trabajaban en el campo, más oportunidades había de trueques y sobornos. Todo el abigarramiento y toda la agitación hacían más difícil el control, porque los obstáculos en las líneas de visión permitían llevar a cabo actividades ilegales. Los presos siempre intentaban lo que el historiador Tim Cole denominó “estrategias espaciales de supervivencia”, fijar lugares clandestinos para hablar, rezar y cocinar, e incluso para emborracharse.

Algunos investigadores creen que los campos como Auschwitz fueron lugares de dominio total de las SS. Desde luego, eso era lo que los criminales querían que fueran. Pero sus diseños monumentales, muchas veces, se parecían poco a la realidad terminada. Las prioridades cambiaban una y otra vez, y los arquitectos de las SS veían sus planes desbaratados por el desabastecimiento, el mal tiempo y (lo más importante de todo) las muertes masivas de sus trabajadores esclavos. A la hora de la verdad, las visiones grandiosas tenían que dejar paso a chapuzas. Es un error pensar en Auschwitz como una máquina totalitaria que avanzaba en línea recta y por una vía única.

Los movimientos y la fluidez también configuraban los límites que dividían Auschwitz en zonas diferenciadas. En general, dichos espacios eran creaciones de las SS, pensados para aislar a los presos con arreglo a criterios como el estado de salud, la edad y los orígenes. Pero, a pesar de su poder, las SS no eran omniscientes. Los oficiales solían evitar el contacto estrecho con los presos, por temor a que los atacaran o les contagiasen enfermedades. Las verjas no solo estaban para impedir huidas; también para que los prisioneros se mantuvieran lejos de los oficiales.

El límite más importante era el que separaba el campo del exterior. Auschwitz era “un campo de concentración alemán”, advirtió el Obersturmführer Karl Fritzsch a los primeros presos polacos en junio de 1940, sin “más salida que la chimenea del crematorio”. Sin embargo, la mayoría de los presos estaba en su recinto solo de noche. De día traspasaban las alambradas para hacer trabajos forzosos, estrechamente vigilados por guardias armados. Otros guardias observaban desde unas torretas que formaban largas cadenas alrededor de la “zona de interés” de las SS. Por la noche, después de que los presos hubieran vuelto, las cadenas de puestos de vigilancia se retiraban. Es decir, los límites del campo de Auschwitz se extendían y contraían a diario.

Para las SS, el objetivo del límite exterior era controlar a los prisioneros, además de la circulación de las mercancías y el conocimiento. Pero el hecho de que los presos trabajaran fuera hacía inevitablemente que resultara más poroso y creaba espacios de contactos clandestinos entre ellos y la población polaca. Además, los habitantes locales, esposas de los soldados, trabajadores del ferrocarril y policías alemanes transmitían noticias sobre los crímenes de las SS. Como consecuencia, pronto empezaron a extenderse por la ciudad de Auschwitz rumores y algunas pruebas. Ninguna valla podía impedir que soplaran vientos pestilentes desde Birkenau hasta la estación de tren y más allá. Un día, en algún momento después de su llegada a Auschwitz desde Berlín, una profesora alemana volvió a casa y se encontró su mesa cubierta en algo que parecía ceniza de cigarro. Su casera explicó que eran “cenizas humanas” del campo, donde estaban “otra vez quemando a algunos en el crematorio”.

Los aspectos materiales del asesinato de masas —el olor, el humo, los restos quemados— ponen de relieve la importancia de los sentidos en Auschwitz. Para los prisioneros, algunos de los cuales hablaban de cómo se les habían agudizado el olfato y el oído, los sentidos eran esenciales para su propia supervivencia. Por ejemplo, el ritmo diario del campo se medía en función de los gongs, los timbres, las sirenas y los silbatos. A falta de relojes, esos sonidos del poder de las SS eran los que marcaban el ritmo de su vida y gobernaban sus movimientos. Cualquiera que perdiera el compás estaba en peligro.

No obstante, los sentidos, pese a toda la importancia que tenían para los prisioneros, no suelen figurar en los estudios sobre Auschwitz. En los setenta, el investigador pionero sobre el Holocausto Terrence Des Pres advirtió que “tendemos a olvidar cómo olían y qué aspecto tenían los presos de los campos”. Pocos historiadores han seguido sus huellas para examinar los elementos más viscerales de la vida diaria en los campos, tal vez por miedo a empañar la dignidad de las víctimas. Pero ocultar la realidad corporal de los malos tratos de las SS no sirve más que para esterilizar los campos y santificar a las víctimas, lo que crea todavía más mitos.

Para imaginar Auschwitz, hay que imaginar una agresión constante a los sentidos. En su obra, Des Pres describía la “agresión excrementicia” de los campos, con los prisioneros y los recintos impregnados en heces y orina. Des Pres se equivocó al pensar que esta era una estrategia deliberada de las SS para degradar a los prisioneros; en realidad, la diarrea descontrolada era consecuencia de unas raciones de hambre y la superpoblación. Pero sí hizo bien en explorar los aspectos olfativos de un lugar como Auschwitz. Al fin y al cabo, los excrementos estaban en todas partes, y la diarrea —que obligaba a algunos presos a vaciar los intestinos más de 20 veces al día— humillaba y debilitaba profundamente a las víctimas.

Peligro constante de ser enviado a la cámara de gas
El olor también era un fuerte indicador de las jerarquías de los prisioneros y las reforzaba todavía más. Unos pocos privilegiados tenían acceso a agua, medicinas, ropa limpia, a veces incluso perfume, que “organizaban” en los almacenes donde se guardaban las propiedades de los judíos asesinados. En cambio, los presos que ocupaban el escalón inferior eran los que desprendían el olor más penetrante, vivían con el rechazo de los demás y estaban en peligro constante de que los enviaran a la cámara de gas.

En cuanto a los guardias y sus cómplices, el olor confirmaba su imagen de los prisioneros como seres infrahumanos: peligrosos, sucios y llenos de enfermedades. Había muy pocas excepciones. Los presos que trabajaban en los despachos podían lavarse con más frecuencia y tenían mejores uniformes, para ahorrar a los jefes de las SS los olores más ofensivos y las posibles enfermedades. Pero no todos se quedaban tranquilos. El Unterscharführer Bernhard Kristan, del Departamento Político, tenía terror a tocar el picaporte de un despacho en el que trabajaban judíos como administrativos, y lo abría con el codo. Es evidente que el miedo era omnipresente no solo entre los prisioneros sino también entre los oficiales.

Lo cual dirige nuestra atención hacia el rico paisaje emocional del campo, otro elemento de la experiencia vivida que sigue siendo, en gran parte, una página en blanco. Un estudio sistemático de las emociones en Auschwitz podría empezar por el concepto de “comunidades emocionales” de Barbara Rosenwein, unos grupos que distinguen los sentimientos deseables de los que no lo son y prescriben formas específicas de expresarlos. Las SS de los campos eran una comunidad emocional de ese tipo, y una de sus reglas era que el personal no debía mostrar empatía hacia los prisioneros. El desasosiego ocasional sobre la suerte de alguna víctima concreta, como un niño que lloraba, podía tolerarse en privado. Pero las manifestaciones abiertas de malestar o desolación estaban estrictamente prohibidas.

En sus memorias, el comandante de Auschwitz Rudolf Höss habla de cómo reprimía sus sentimientos de malestar durante los asesinatos. Su distorsionado ideal emocional era el del “soldado político” que actuaba con sangre fría, corazón de piedra y puño de hierro, pero sin que el sufrimiento de los prisioneros le produjese ningún placer. Desde luego, muchos de sus hombres actuaban con furia. Algunos hacían despliegues teatrales de odio para avanzar en sus carreras, en espacios que pronto pasaron a estar asociados con la violencia más extrema, como la plaza en la que se pasaba lista.

Compleja vida emocional
Toda esta violencia de las SS establecía normas emocionales para los presos. Estos aprendieron pronto que cualquiera que destacara se convertía en un blanco. Por consiguiente, cualquier expresión de las emociones se volvía peligrosa, porque un gesto de ira o angustia podía llamar la atención. Así que, en sus momentos de contacto con los guardias, los presos trataban de permanecer impasibles. Una judía que estaba trabajado de administrativa y tramitaba los certificados de defunción en Auschwitz se encontró con la documentación de la muerte de su hermano, y entonces se derrumbó y se echó a llorar con el rostro en las manos. Pero entonces oyó voces de soldados en el despacho de al lado, e hizo todo lo que pudo para calmarse. “Dejó de llorar”, recordaba una amiga. “La única huella de su dolor eran los ojos rojos y los temblores que estremecían su cuerpo”. Aun así, el control de las SS no hizo de víctimas como ella “espantosas marionetas de rostro humano”, como sugería Hannah Arendt. Al contrario, los testimonios de los prisioneros dan fe de la compleja vida emocional en Auschwitz, llena de vergüenza y envidia, amistad y amor.

En su ruego desesperado, escrito frente a una muerte casi segura, Zalmen Gradowski nos pide que hagamos algo imposible: imaginar todo el horror de Auschwitz. Auschwitz, en su totalidad, está fuera del alcance de nuestra imaginación. Pero debemos intentarlo. Si no, el vacío resultante seguirá llenándose de mitos. Para parafrasear a Tony Judt: dado que no es posible recordar Auschwitz exactamente como era, existe el peligro de recordarlo como no era. Y una forma de comprender mejor la experiencia del campo es prestar más atención a sus aspectos espaciales, sensoriales y emocionales y a cómo se entrecruzaban. Entonces, hasta los espacios más pequeños pueden revelar muchas cosas.

Pensemos en el dormitorio, que tanta importancia tenía en las vidas de los prisioneros pero tan poco interés académico ha suscitado. Los presos que regresaban a su barracón habían sobrevivido a otro día. Pero no era frecuente que pudieran descansar. Apiñados en unos espacios asfixiantes, muchos temían que llegara la noche. Los colchones estaban llenos de pulgas y las riñas los mantenían despiertos, igual que la peste que emanaba de los cubos. Todas las emociones y sensaciones vinculadas a las literas nos recuerdan que la agonía de Auschwitz era constante, interminable, una hora tras otra.

Aun así, para algunos presos, las literas también suponían un poco de calor. Para Zalmen Gradowski, era un lugar en el que el dolor podía disolverse a veces en sueños breves y felices, repletos de dulces sensaciones, aunque eso hacía que el despertar fuera todavía más aterrador. Semidormido, escribe Gradowski, un prisionero podía ver los rostros de sus seres queridos, oír su risa y sentir su toque de cariño. Pero entonces se daba cuenta, con un miedo insondable, de dónde estaba y de que su familia había desaparecido hacía mucho tiempo. “Ah, ¿por qué, con qué propósito le había despertado el gong? Ojalá pudiera quedarse en ese idílico sueño eternamente, siempre dormido. Entonces moriría feliz”.



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