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La guerra de Bolsonaro contra la verdad


2020-01-24

Por Petra Costa, The New York Times

SÃO PAULO, Brasil — El lunes 13 de enero, Al filo de la democracia, la película que dirigí, fue nominada en la categoría de mejor documental por la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Estados Unidos. En el documental intento entrelazar el auge y caída de dos expresidentes, Luiz Inácio Lula da Silva y Dilma Rousseff, con la elección de Jair Bolsonaro y la historia de mi familia. Tengo la misma edad que la democracia de Brasil, y la profunda polarización de mi país refleja en gran medida las divisiones que existen en mi familia.

Después de darse a conocer la nominación al premio Óscar, mi equipo comenzó a recibir muchas felicitaciones en las redes sociales. Por desgracia, nuestro gobierno adoptó una óptica muy distinta.

Roberto Alvim —en ese momento, secretario de Cultura— dijo que “si fuese en la categoría de ficción, la nominación sería válida”. El presidente Bolsonaro, por su parte, comentó que “a quienes les gusta la comida de los buitres, les parecerá un buen filme”. Más adelante, admitió que ni siquiera había visto la película, pero eso no ayudó a detener a la legión de troles que lo siguen en las redes sociales, quienes se hacieron eco de su acusación sobre el contenido de noticias falsas.

El 16 de enero, el propio Alvim acaparó los titulares. En un video subido a las redes sociales para anunciar un premio nacional de las artes, dijo: “El arte brasileño de la próxima década será heroico y será nacional. Estará dotado de una gran capacidad de compromiso emocional y será igualmente imperioso, puesto que estará profundamente vinculado a las aspiraciones urgentes de nuestro pueblo — o entonces no será nada”.

El mensaje era casi idéntico a un discurso de mayo de 1933 de Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda nazi. En el video, se ve un retrato de Bolsonaro colgado en la pared detrás de Alvim y al fondo se alcanza a escuchar Lohengrin, una ópera del compositor favorito de Hitler, Richard Wagner.

Al día siguiente, Alvim fue despedido en respuesta del clamor público y de las vehementes condenas de las embajadas de Alemania e Israel. Pero creo que el gobierno no lo despidió por considerar inaceptable su postura, sino porque externó sus puntos de vista —que son compartidos— en un foro demasiado público. Esta es tan solo una muestra de la rapidez con la que la democracia brasileña se aproxima al filo del abismo.

El ataque sistemático del gobierno de Bolsonaro a la verdad ha dado un giro preocupante. El 21 enero, la fiscalía federal presentó cargos contra el periodista estadounidense Glenn Greenwald por delitos cibernéticos. Dichos cargos se deben a una serie de reportajes publicados por The Intercept Brasil —el medio del que Greenwald es cofundador— en los que se revela una supuesta colusión entre las figuras principales de la Operación Lava Jato, la investigación de corrupción que derivó en la condena de Lula da Silva.

Desde hace cinco años, Brasil se ha visto inmerso en un drama repleto de giros inesperados. En 2016, Dilma Rousseff, la primera presidenta del país, fue destituida por un tecnicismo dudoso. Los medios y las redes sociales ayudaron a difundir la percepción de que se le juzgaba por corrupción, versión que un gran sector de la población creyó. En la semana de su destitución, tres de los cinco artículos noticiosos más compartidos en Facebook eran falsos.

Dos años más tarde, Da Silva, el popular expresidente y candidato favorito para ganar la elección presidencial de 2018, fue encarcelado y se le prohibió participar en la contienda por su tercer mandato. Era el final perfecto de una trama que solo podría compararse con un reality show.

Sérgio Moro, el juez responsable de poner a Da Silva tras las rejas, recibió como recompensa un nombramiento como ministro de Justicia después de que Bolsonaro ganó la presidencia. La elección de Bolsonaro —un diputado y ex militar de extrema derecha hasta entonces desconocido, misógino y homófobo—, fue consecuencia de una extraordinaria campaña de desinformación en las redes sociales. Más del 98 por ciento de sus electores estuvieron expuestos a, por lo menos, un titular de noticias falsas durante la campaña y casi el 90 por ciento de sus partidarios estaban convencidos de que eran verdaderas, según un estudio de Avaaz, una organización sin fines de lucro dedicada a temas de interés global. Su gobierno ha perfeccionado el arte de la manipulación de la verdad.

En Al filo de la democracia hago una crónica de las últimas décadas de la historia política de Brasil a través de la historia de mi propia familia. Mi abuelo fue cofundador de una de las constructoras más grandes del país, una de las empresas que se investigaron en la Operación Lava Jato. Mis padres fueron militantes de izquierda durante la dictadura (1964-1985), llegaron a estar presos y, luego, pasaron años en el sur de Brasil haciendo trabajo de base con estudiantes y trabajadores. Sus ideas me hicieron creer que mi país podía ser mejor, una nación más equitativa que no estuviera dominada por las élites corruptas y autoritarias. Voté por Lula da Silva con la esperanza de que trajera ese cambio político tan necesario. Luego vi que estaba forjando alianzas con la oligarquía del país, un recordatorio sombrío de las prácticas y la corrupción que había prometido erradicar.

Espectadores de todo el mundo se han identificado con mi manera de discernir los hechos de toda la ficción que ha ido moldeando el futuro del Brasil. Sienten una conexión con mi película porque perciben que sus democracias enfrentan amenazas similares. Al inicio algunas alertas parecían casos aislados —en India, Brasil y Turquía—, pero han resultado ser parte de una epidemia mundial. El documental denuncia a los líderes que intentan acallar las voces de quienes no piensan como ellos. Quizá por esa razón algunos políticos autoritarios de extrema derecha, no solo en Brasil sino también en el extranjero, tildan de ficción y noticias falsas los trabajos artísticos y periodísticos que quieren revelar la verdad.

Es interesante que Lügenpresse, que quiere decir “prensa mentirosa”, haya sido un lema ampliamente utilizado en Alemania durante el Tercer Reich para desacreditar a cualquier periodista que estuviera en desacuerdo con la postura del régimen.

Las medidas aplicadas para desacreditar a la prensa honesta han sido particularmente devastadoras en Brasil. La influencia de las campañas de desinformación va mucho más allá de la política partidista. Desde 2019, las élites de extrema derecha y los grupos religiosos conservadores han librado una guerra cultural de dimensiones no vistas desde los años más duros de la dictadura militar.

Por ejemplo, el gobierno describió el carnaval brasileño, un orgullo en nuestra cultura, como una fiesta de degenerados. Algunos de nuestros mejores artistas han sufrido ataques, existen planes de modificar los libros escolares y se ha recortado el financiamiento para proyectos de cine y series de televisión sobre temas LGBTQ. Más de treinta obras de arte han sido censuradas, autocensuradas o canceladas. Esta guerra cultural se intensificó en diciembre pasado, cuando la productora Porta dos Fundos fue blanco de un ataque con bombas molotov por haber realizado una sátira titulada La primera tentación de Cristo, que presentaba a Jesucristo como homosexual.

No se ve la luz al final del túnel en esta guerra cultural que busca censurar los valores liberales y progresistas y destruir la verdad para imponer un fascismo tropical. Como hago notar en Al filo de la democracia, la élite se cansó de jugar a la democracia. Pero la historia del nazismo nos recuerda que las élites que se quedaron calladas ante los avances del autoritarismo al final fueron engullidas por ellos. La extinción es el precio de la omisión.



Jamileth


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