Formato de impresión


Inadecuación, daño y reconciliación


2020-01-28

Ron Rolheiser

Aun con las mejores intenciones, aun sin malicia en nosotros, aun cuando seamos fieles, a veces no podemos dejar de hacernos daño mutuamente. En ocasiones, nuestra situación humana es simplemente demasiado compleja para que no nos lastimemos unos a otros.

Un ejemplo: Soren Kierkegaard, que pasó toda su vida intentando ser escrupulosamente fiel a lo que Dios le estaba pidiendo, le hizo una vez un daño muy notable a una mujer. De joven, se había enamorado de una mujer, Regine, la cual, a su vez, le amó hondamente. Pero, según se acercaba la fecha de su matrimonio, Kierkegaard se vio afectado por una crisis interna, psicológica y moral, en la que percibió que su matrimonio iba a ser, a largo plazo, la causa de una profunda desgracia para ambos, y canceló el compromiso. Esa decisión produjo a Regina una herida profunda y permanente. Ella nunca le perdonó; y él, por su parte, se obsesionó para el resto de su vida por el hecho de que la había herido de tan mala manera. Inicialmente, él le escribió algunas cartas tratando de explicar su decisión y excusándose por haberle hecho daño, confiando en su comprensión y perdón. Al fin, él desistió, a pesar de que escribió página tras página en sus diarios privados cuestionándose a sí mismo, castigándose, y luego, a la inversa, tratando de justificarse una y otra vez en su decisión de no casarse con ella.

Cerca de diez años después de esa fatal decisión, con Regina casada entonces con otro, pasó semanas intentando dirigirle la carta adecuada: pidiéndole perdón, dándole nuevas explicaciones por lo que había hecho y solicitando una nueva oportunidad de hablar con ella. Se esforzó por encontrar las palabras adecuadas, algo que pudiera generar una comprensión. Finalmente lo concretó en esta carta:

Fui cruel, es verdad. ¿Por qué? Verdaderamente, no lo sabes.

He estado callado, es cierto. Sólo Dios sabe lo que he sufrido. ¡Dios conceda que, aun ahora, no hable demasiado pronto, después de todo!

Yo no podría casarme. Aunque tú fueras aún libre, yo no podría.

Sin embargo, tú me has amado, como yo te he amado. Yo te debo mucho; y ahora tú estás casada. Bien, te ofrezco por segunda vez lo que puedo y me atrevo y debería ofrecerte: la reconciliación.

Hago esto al escribir con el fin de no sorprenderte ni confundirte. Quizás mi personalidad hizo una vez tener demasiado fuerte un efecto; eso no debe suceder de nuevo. Pero por amor de Dios que está en el cielo, por favor, considera seriamente si te atreves a volver a estar envuelta en esto; y, si estás, si prefieres hablar conmigo cuanto antes o más bien cruzaríamos algunas cartas primero.

Si la respuesta es ‘NO’, por favor, entonces recordarás, por el bien de un mundo mejor, que yo di este paso también.

Bueno, la respuesta fue “no”. Él había incluido su carta en otra carta que envió al esposo de ella, rogándole que decidiera si entregarla o no a su esposa. Fue devuelta sin ser abierta, pero acompañada por una furiosa nota; su oferta de reconciliación fue amargamente rechazada.

¿Qué moraleja hay aquí? Simplemente esta: Nos hacemos daño unos a otros; a veces por egoísmo, a veces por descuido, a veces por infidelidad, a veces por intención cruel; pero, otras veces, también cuando no hay egoísmo, ni descuido, ni traición, ni intención cruel sino sólo crueldad de la circunstancia, inadecuación y limitación humana. En ocasiones, nos hacemos daño unos a otros tan profundamente por ser fieles como por ser infieles, aunque de diferente manera. Pero al margen de si hay falta moral, traición o una crueldad intencionada, hay siempre profundo daño, a veces tan profundo que, en este mundo, no tendrá lugar ninguna sanación.

Ojalá fuera de otra manera. Ojalá Kierkegaard pudiera haberse explicado tan enteramente que Regine le hubiese entendido y perdonado; ojalá todos nosotros pudiéramos explicarnos tan enteramente que siempre fuésemos comprendidos y perdonados; y ojalá todas nuestras vidas pudieran acabar como una conmovedora película donde, antes de los créditos de cierre, todo queda entendido y reconciliado.

Pero ese no siempre es el modo de acabar; en realidad, ni siquiera es el modo como acabó para Jesús. Murió siendo considerado un criminal, como un blasfemo religioso, como alguien que se había equivocado. Su oferta de reconciliación fue también devuelta sin abrir, acompañada por una amarga nota.

Una vez, visité a un joven que estaba muriendo de cáncer a la edad de 56 años. Ya postrado en cama y cuidado en un hospital para terminales pero con su mente aún clara, me comunicó esto: “Me estoy muriendo con este consuelo: Si tengo un enemigo en este mundo, no sé quién es. No puedo pensar en una sola persona con la que necesite reconciliarme”.

Pocos de nosotros somos tan afortunados. Casi todos estamos aún mirando sobres que han sido devueltos sin ser abiertos. 



regina


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com