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Ser periodista en México


2020-02-01

Por Jorge Ramos, The New York Times

"Para Sergio Aguayo, porque si atacan a un periodista, nos atacan a todos"

En una de las naciones más peligrosas para ejercer el oficio, el presidente debe comprometerse a proteger el trabajo y la vida de los reporteros, aunque sean críticos de su gobierno. El silencio mata a las democracias.

No hay nada como ser periodista en México. Por una parte, si te levantas muy temprano de lunes a viernes, puedes hablar directamente con el presidente en sus conferencias de prensa, mejor conocidas como las Mañaneras. Pero, por la otra, México es uno de los países más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo independiente. Y el peligro no viene únicamente de los grupos del crimen organizado.

Ningún presidente en el planeta da una conferencia de prensa diaria como lo hace Andrés Manuel López Obrador. Yo he asistido a dos de ellas en Ciudad de México y puedo constatar que pregunté con absoluta libertad, sin ninguna presión o censura, sobre las terribles cifras de asesinatos en el primer año de su gobierno. (Solo en 2019 hubo 34,582 homicidios dolosos, según cifras oficiales, lo que lo convierte en el año más violento registrado en la historia moderna del país).

Aunque el presidente usa las Mañaneras —que a veces duran hasta más de dos horas— para establecer la agenda del día, diferenciarse de sus predecesores, defenderse de críticas y flotar algunas de sus ocurrencias, en apariencia la libertad de expresión está garantizada: los periodistas preguntan, el presidente responde y todos felices. Pero las cosas no son tan sencillas, como prueba el caso del académico y editorialista del diario Reforma, Sergio Aguayo, asediado judicialmente desde 2016 por criticar a Humberto Moreira, exgobernador y exdirigente del PRI. La demanda en su contra establece un precedente muy peligroso para la libertad de expresión.

La persecución contra Aguayo no inició durante el gobierno de López Obrador. Pero hace unos días, un juez de Ciudad de México —que no tiene nada que ver con el gobierno de AMLO— le ordenó pagar al analista alrededor de medio millón de dólares por sus críticas a Moreira por presunto daño moral. El juicio continúa, pero sobre todo continúa un ambiente hostil para ejercer crítica y periodismo en México.

Desde su posición de autoridad, López Obrador ha estereotipado y menospreciado el trabajo de algunos reporteros que no coinciden con él. En una Mañanera, el presidente dijo que “nunca he utilizado un lenguaje que estigmatice a los periodistas”. Pero en múltiples ocasiones ha llamado a los periodistas “fifís”, “prensa vendida”, “hipócritas”, “chayote”, “el hampa”, “fantoches”, “sabelotodo” y “doble cara”, entre otros calificativos.

Las palabras importan, impactan, influyen. Estas expresiones presidenciales contra algunos miembros de la prensa tienen dos consecuencias negativas: que varios de sus seguidores —identificados como “amlovers”— bombardean con ataques e insultos en las redes sociales a quienes cuestionan al presidente sin entender que ese es nuestro trabajo. Y, lo más grave, pone en una posición aún más vulnerable a los aguerridos corresponsales que reportan desde poblaciones pequeñas sobre narcotraficantes y autoridades corruptas.

Desde que López Obrador llegó a la presidencia han sido asesinados 11 reporteros en México, de acuerdo con la organización Artículo 19. Y desde el año 2000 ya van 131 periodistas que pierden la vida, lo que convierte a México en uno de los países del mundo más peligrosos para la prensa. Esta situación se hace más sombría cuando se revisan los porcentajes de impunidad por esos asesinatos. El Comité para la Protección de los Periodistas incluyó a México —junto a Somalia, Siria e Irak— en la lista de países con la mayor impunidad para resolver casos de homicidios a periodistas. En México matan a un periodista y no pasa nada.

Otra forma de presionar a los periodistas — y de tratar de callarlos— es criminalizando su trabajo. En una reciente Mañanera, la profesora y periodista Denise Dresser confrontó al presidente al decirle que un importante miembro de su gabinete estaba considerando una reforma judicial que penalizaría la labor de la prensa, con la posibilidad incluso de cárcel en casos de difamación. “Eso no va a pasar”, dijo AMLO, distanciándose de la propuesta. “Nosotros tenemos el compromiso de garantizar la libertad de expresión […], el derecho a disentir”. Ese intercambio con Denise debería parar en seco cualquier intento de intimidar a la prensa.

El México actual es otro. Ya no es el país de mediados del siglo pasado que describe con maestría Enrique Serna en su novela El vendedor de silencio. El libro se centra en la vida del periodista Carlos Denegri y en la grosera corrupción que por décadas imperó entre la prensa y los políticos. México tampoco es el que yo dejé en 1983, cuando había una censura directa de la casa presidencial de Los Pinos hacia los medios de comunicación. Pocos, rebeldes y a un costo altísimo, desafiaron esa corrupción y censura dentro del país.

México tiene hoy a algunas de las mejores y más valientes periodistas que yo conozco: sus denuncias y sus reportajes investigativos en las últimas dos décadas han puesto contra la pared al viejo sistema y a los políticos más abusivos. México es mejor gracias a ellas.

El periodismo no es una profesión para silenciosos. Nuestro trabajo es ser contrapoder (sin importar quien esté en el gobierno). Y nos toca hacer las preguntas difíciles, esas que te hacen sudar las manos. El presidente López Obrador tiene que entender que esto no es personal: la labor periodística o crítica es una condición necesaria para una democracia sana. Lo criticamos y cuestionamos, y lo seguiremos haciendo, no porque le deseemos mal a México, sino porque el país merece y necesita el debate de ideas, la confrontación argumentada, el señalamiento incisivo. El silencio mata a las democracias.

López Obrador puede y debe hacer más para proteger el trabajo y la vida de los periodistas, empezando por el lenguaje que usa en las Mañaneras y asegurándose de que nadie en su gobierno adelante leyes que criminalicen a editorialistas y críticos del poder. Disentir, incluso con firmeza, es parte de toda democracia, no un ataque personal a la presidencia.

Quiero terminar con una nota personal. La ola de solidaridad con un colega ha sido refrescante en un país tan cruel con sus periodistas. Al final de cuentas de lo único que se trata, Sergio, es que sepas que no estás solo.



JMRS


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