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Mudos ante Dios


2020-02-05

Por: Jesús David Muñoz, L.C

Decía Juan XXIII: “El que no ora es un mudo ante Dios”. Cuando se tiene la experiencia de estar en un país donde no se conoce el idioma o la cultura, muchas veces uno pasa la mayor parte de su tiempo en silencio. Se puede estar en Roma en un restaurante y mientras todos ríen uno intenta comer la pasta a la italiana sin mancharse. Es hacer la experiencia de un mudo.

Esto mismo puede pasar en la oración, como dice la frase del Papa Roncalli: “El que no ora es un mudo ante Dios”.

La oración, como enseña la doctrina católica, es una conversación, un diálogo; con la característica especial de que este coloquio es con Dios. Quien no reza puede ser considerado un mudo para Dios, pues no habla con Él.

Hay personas que son mudas porque nunca oran y otras lo son porque no saben hacerlo. El problema de mudez de estas últimas no es que no dediquen tiempo a rezar, sino que lo hacen mal.

Por eso es necesario darse cuenta de que la oración es un lenguaje, un idioma que nos urge aprender. Con el inglés nos comunicamos casi en cualquier parte del mundo, con el chino con más de una sexta parte de la población mundial, pero con la oración podemos hablar nada más y nada menos que con el mismísimo Dios. ¿A quién, que sea medianamente inteligente y humilde, no le interesa hablar el mismo idioma que habla Dios?

En la vida cotidiana una conversación requiere un idioma común, un lenguaje comprendido por los dos interlocutores, un cierto ámbito de entendimiento común. Es muy difícil hablar de física cuántica con un ama de casa, ni de relatividad con un tendero.

Recordemos dos características importantes de este idioma, llamado oración, con el que podemos platicar con Dios y que son indispensables para “hablarlo” correctamente: el amor y la humildad.

El amor como condición para la oración lo explica el mismo Cristo en el evangelio. “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda” (Mt 5,23-24).

Es importante notar que primero hay que ir a pedir perdón para después acercarse a la presencia de Dios y ser escuchado. ¿Por qué es condición, para una buena oración, el amor a nuestro próximo? Jesucristo en el evangelio identificó el amor a Dios con el amor al próximo. Si no somos capaces de hablar con nuestro hermano y decirle “perdón” ¿cómo queremos decirlo a Dios? ¿Podemos decir a Dios “Te quiero” si no amamos a nuestros hermanos, a sus hijos? Cuando no se ama al próximo no se ama a Dios y ¿cómo quieres hablar con una persona a la que no amas?

La humildad es otro elemento fundamental, por desgracia muy olvidado. No es raro encontrar personas que han abandonado la oración después de haber sido antes cristianos fervorosos. Muchos de ellos afirman haber confiado en el poder de pedir a Dios gracias y favores en la oración pero, al no conseguir lo que reclamaban, llegan a la conclusión de que rezar no sirve para nada, de que Dios no nos escucha.

¿Qué pasó? Estas personas no sabían orar. Pensaban que la oración cristiana era arrodillarse y pedir hasta sacarle a Dios lo que querían. Cuando los discípulos le dijeron a Jesús “Señor, enséñanos a orar”, Jesús les dijo: “Cuando oréis decid: Padre nuestro que estás en el cielo… hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”. He aquí un detalle importante. No decimos: “Haz mi voluntad en la tierra como en el cielo”. Esta última parece ser la actitud de fondo que tienen muchos cristianos que han dejado la oración por considerarla ineficaz, pero esto es un gran error. El objetivo de la oración no es hacer que Dios quiera lo que yo quiero, sino querer lo que Dios quiere. Si pedimos algo debemos siempre tener presente esa segunda parte de la oración de Jesús en el huerto de los olivos: “pero no se haga mi voluntad sino la Tuya”. Hay que pedir con insistencia, pero con humildad.

Puede surgir la pregunta: si no se tienen estas disposiciones ¿la oración es escuchada o no? Seguramente Dios escucha, pero hay una gran diferencia entre balbucear un idioma y dominarlo, entre ser un mendigo que puede hablar y ser mudo. Mientras mejor se sepa orar, más fácilmente se podrá comunicar con Dios y recibir lo que se pide.

El ejemplo del idioma no se refiere sólo a palabras y lenguaje externo, sino que engloba todo ese espacio en el que el alma se comunica con Dios y que va mucho más allá de lo corporal. Dos enamorados no necesitan de las palabras para demostrarse el amor, basta muchas veces una mirada, un gesto, un simple pensamiento.

Es importante aprender a orar con estas dos características, que son como la sintaxis y la gramática de este lenguaje que nos permite conversar con Dios y que no es simplemente sentarse a repetir rezos de labios para afuera. Es necesario meter el corazón con amor y humildad. De esta manera nunca experimentaremos esa sensación de frustración y aburrimiento de quien está en una conversación sin saber hablar el idioma.

Este amor sigue las conjugaciones del perdón, del sacrificio, de la renuncia, y llega a decirnos incluso “haced el bien a quienes os injurian”. Cuando nuestras acciones y actitudes no son estas, o peor aún, son totalmente contrarias a las enseñanzas de Cristo, entonces podemos decir que no hablamos el mismo lenguaje de Dios. Es decir, hablar el lenguaje de Dios es tener sus criterios, sus actitudes, su forma de actuar como el modelo a seguir en nuestra vida. Quien no quiera ser un mudo en la oración y sentir que aunque necesita muchas cosas no recibe nada, es necesario que tenga o al menos busque tener los mismos sentimientos de Cristo, hablar el idioma de Dios. El evangelio nos da un ejemplo. Incluso aunque no supiéramos hablarlo, la condición mínima es querer aprenderlo. Dios se encargaría de enseñárnoslo. Si no tenemos esta sintonía el diálogo con Dios se hace imposible pues mientras Dios pide una cosa, nuestra vida corresponde a otra.



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