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Prohibida la tristeza en la gran noche de Hollywood
Por DAVID MARCIAL PÉREZ | El País Los Ángeles 10 FEB 2020 - 14:35 CST Primero, Spike Lee junta las palmas de las manos a la altura del pecho y se inclina levemente en dirección a la mesa donde está sentado el reparto de Parásitos. Después del saludo, se acerca un poco más y, hablando muy despacio, les dice: “Lo que habéis conseguido es his-tó-ri-co. Es momento de celebrar. Todo el mundo tiene que estar contento”. Y ahora con las manos hace el gesto de empinarse una botella. Entre agradecidos y un poco aturdidos, los actores coreanos le ríen las bromas al mimo Lee. Nadie parece estar triste esta noche y los que tendrían más razones para estarlo simplemente no han venido a la fiesta. Acabada la gala de los Oscar se han esfumado. La discreción siempre ha sido considerada un signo de elegancia, pero en Hollywood es además un buen negocio. A nadie le interesa que le vean en un mal día. No es rentable salir enfadado en las fotos de la Governors Ball, la exclusiva fiesta organizada por la Academia después de la entrega de premios. Esto es el mayor escaparate del sueño dorado. Aquí se viene a sonreír, a demostrar que has ganado, a pasear tu éxito como un talismán que multiplique más y más éxitos. En una esquina, separado del resto de invitados por una cinta y un equipo de grandullones de seguridad, Brad Pitt celebra su primera estatuilla como actor agitando la melena con unos amigos. Tom Hanks, uno de los perdedores, parece más concentrado en la ensalada de berenjena con arroz negro. En otro pasillo y aún con el Oscar en la mano, Joaquin Phoenix abraza a Adam Driver, otro de los derrotados. Phoenix inclina tanto la cabeza y balbucea algo de un modo tan afectado que casi parece que le estuviera explicando a su compañero los trucos de su personaje en Joker. Un par de horas antes, durante el discurso del premio a mejor dirección —el comienzo de las sorpresas, que culminarían con el colofón de mejor película para Parásitos, la primera cinta de habla no inglesa que lo logra— Bong Joon-ho había dedicado su triunfo a Martin Scorsese y a Quentin Tarantino. Los llamó maestros y provocó que el público del teatro Dolby, en pie, les dedicara una improvisada ovación. La respuesta de ambos fue una mezcla de muecas embarazosas, golpes en el pecho y dedos de aprobación señalando al ganador. Cada uno aspiraba a 10 estatuillas. Solo dos consiguió la película de Tarantino, al que se le veía en los descansos de la gala comiendo las palomitas orgánicas que ofrecía la organización y quién sabe si también recurrió a las muestras de crema hidratante a base de CBD —un compuesto del cannabis con propiedades ansiolíticas— que regalaban en los baños para rebajar la tensión. Scorsese, menos activo, se fue en blanco de la ceremonia. Ninguno de los dos apareció por la fiesta. “Es mucho esfuerzo el que han dedicado. Yo no podría fingir que no me importa perder. Creo que si fuera ellos, me pondría a llorar”, decía en la terraza de fumadores Nancy Brandt, la esposa del exfiscal de Nueva York que escribió en 2004 la crónica en la que se basa el guion de El irlandés. “Conocí en persona a Frankie —el matón de la mafia interpretado por Robert de Niro— y daba miedo. Era muy alto y llevaba siempre ese anillo gigante que le regalaron sus jefes”. De Niro ni si quiera fue finalmente incluido en la terna final de candidatos. Al Pacino llevaba 27 años sin estar nominado. Joe Pesci, otros 29. En la misma categoría, la más saturada de estrellas y que terminaría ganando Pitt, Anthony Hopkins acumulaba 22 años sin nominación. Y Tom Hanks, 19. Quizá por eso de la edad, para demostrar que todavía estaba en forma, o en un guiño inesperado a su papel en Forrest Gump entró como un ciclón en la ceremonia. Casi nada más pisar la alfombra roja, se acercó a un grupo de jóvenes reclutas a Marines invitados como público. Señaló a uno de ellos con el dedo, plantó las manos en la moqueta mojada y comenzó a hacer flexiones. Había llovido a mediodía en Los Ángeles y la entrada el teatro a lo que más se parecía era a un pub británico al aire libre. Si los bares de las islas están enmoquetados hasta el baño, aquí la alfombra roja cubre hasta el asfalto que pisan las limusinas. Ante la humedad del suelo, todo se volvía más lento y pastoso. Ellas se arremangaban las faldas de cola, ellos pisaban los charcos con una parsimonia casi zen para no salpicar. El equipo de Parásitos llegó pronto. Siguiendo el patrón, andando despacio. Con discreción, sin salpicar. Y se marcharon también pronto, aunque más acelerados. De camino al ascensor, coreaban el nombre de Bong Joon-ho como si fuera un futbolista o un torero. Con cuatro estatuillas en la mochila y rumbo al barrio coreano de Los Ángeles, a seguir los consejos de Spike Lee: “Vamos a emborracharnos pero con soju, el sake coreano”. regina |
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