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Dos presidentes gobiernan a México


2020-02-26

Jorge Zepeda Patterson, El País

México está gobernado por dos presidentes: el hacedor y el predicador. Los dos están dentro de Andrés Manuel López Obrador. Por un lado, hay un político transformador con enorme sentido práctico y una voluntad descomunal para sacar adelante sus proyectos. Está investido de una conciencia social arraigada en su propia trayectoria y en el conocimiento del territorio y sus habitantes, particularmente los más necesitados. Este personaje es un hacedor por naturaleza; como alcalde de la Ciudad de México dejó una impronta en la capital que aún ahora la sigue definiendo, desde la renovación del Centro Histórico y los segundos pisos, hasta los programas sociales que luego fueron imitados en buena parte del país. Ahora mismo, en calidad de jefe de la Nación, en apenas quince meses ha puesto en marcha una andanada de proyectos e instituciones que están transformando las prácticas políticas y la vida pública: la Guardia Nacional, seguridad social universal, contrarreforma educativa, sistema universal de pensiones, reforma de la vida sindical y un largo etcétera. Podemos estar de acuerdo o en desacuerdo con la bondad de muchos de estos proyectos, y solo el tiempo dirá si fueron los más acertados, pero nadie puede acusarlo de inactividad. Por lo menos en lo que toca a la distribución del ingreso o el combate a la corrupción, los primeros resultados son positivos, no así el desempeño de la economía o de la inseguridad, temas sobre los cuales el presidente pide un poco más de tiempo. Aún cuando en la intimidad pueda tener reservas su pragmatismo le ha llevado a conciliar con el presidente Trump, con los grandes empresarios de México o con políticas monetarias de austeridad y equilibrio presupuestal, áreas todas ellas naturalmente a contrapelo de su populismo de izquierda.

Pero también habita en él otro presidente. El predicador, el guía espiritual de la nación, el sabio que conoce nuestro pasado y desentraña el verdadero origen de nuestros males, aquel que día a día revela quienes son los malos mexicanos y los exhibe. Ese otro presidente tiene más cerca de su corazón a Madero y su trágica ejecución hace más de cien años que el crimen en contra de la niña Fátima, que conmocionó al país, o la ola de feminicidios que tiene en pie de guerra a mujeres y hombres en los últimos días. Este presidente flota en algún punto entre Benito Juárez y Madero (originalmente incluía a Lázaro Cárdenas, pero ahora rara vez lo menciona); sus enemigos, los conservadores, son los mismos que enfrentaron sus dos héroes.

Me parece que las dos dimensiones siempre han estado presentes en López Obrador e incluso se beneficiaban mutuamente. En esta amalgama, por así decirlo, solía predominar el hacedor, enriquecido sí por el horizonte de visibilidad del idealista. Pero tras escuchar cientos de Mañaneras a lo largo de estos quince meses, tengo la impresión que el predicador poco a poco se está imponiendo al político práctico. Sus digresiones históricas son cada vez más extendidas y muchas de ellas sin venir al caso, sus llamados al bien y al amor universal son más frecuentes, su dedo flamígero nunca se fatiga para denunciar las faltas morales de los villanos (prensa y columnistas a su juicio pregoneros de los conservadores).

La sesión de este martes es sintomática. El presidente Manuel López Obrador afirmó que su Gobierno desconfiaba de medidas puntuales e improvisaciones en materia de abusos contra las mujeres y que estaba convencido de que la única solución era acudir a la fuente de todos los males para resolverlos. El verdadero origen de calamidades como la inseguridad, la pobreza, la injusticia y la desigualdad es el neoliberalismo y el uso que hicieron de él los conservadores. Este neoliberalismo deshumanizado hizo polvo los valores morales, prohijó el abuso y la deshonestidad, generó la descomposición familiar, afirma el presidente. A pregunta expresa sobre acciones respecto al feminicidio aseguró que los conservadores eran la causa y para mostrarlo citó a Lucas Alamán, el ideólogo de derecha que hace 150 años ofendió a una mujer.

Y es allí donde perdemos al presidente hacedor, al político práctico, aquel que podría haberse sensibilizado ante los crímenes contra las mujeres (diez feminicidios al día en las últimas semanas), responder puntualmente con acciones y campañas contra el machismo y ponerse al frente de la comunidad agraviada.

Por el contrario, el líder espiritual y pedagogo ha decidido poner la mira en los males de la sociedad moderna, como si México pudiese aislarse y convertirse en un Shangri-La. Si la solución es salir del neoliberalismo y la sociedad de consumo deshumanizante, las posibilidades de sacar adelante al país están rotas. Esto lo vería el presidente hacedor, pero no el presidente predicador.

Vivimos en un mundo bajo el reino de la economía de mercado; acabamos de confirmar un tratado comercial con Estados Unidos que nos integra y subordina a la lógica del capital; y la iniciativa privada responde por el 75% de lo que el país produce, al margen de lo que quiera o diga el Gobierno. Más aun, la globalización omnipresente y creciente (desde los criterios estéticos y morales de las series que vemos en Netflix o en el cine, las aplicaciones que abrimos en nuestro teléfono o la publicidad de los productos exhibidos en los anaqueles del súper, por poner ejemplos obvios), hace poco menos que imposible que la 4T y su prédica logren revertir los valores que, a juicio del presidente, han provocado la descomposición de la familia tradicional o la moral de la comunidad. Una cosa es sanear prácticas y normas para obstaculizar la corrupción y la impunidad en la administración pública, y otra creer que podemos renovar los valores morales de la sociedad de consumo en la que vivimos.

El presidente hacedor tiene una buena oportunidad de sentar bases para conseguir un país menos desigual y menos corrupto, más allá de aciertos y desaciertos, que los habrá. En ese sentido México necesitaba a un López Obrador y ahora que está en Palacio estamos ante una oportunidad histórica. El presidente predicador, en cambio, tiene la batalla perdida de antemano si ignora al hacedor y pretende transformar al mundo en lo que no puede ser. Me preocupa su creciente interés por Francisco Madero, el presidente mártir, al que encomia porque fracasó por la perversidad de sus enemigos a pesar de que tenía de su lado a la verdad y a la razón histórica. Me encantaría que el saldo de su sexenio fuera lo que sí consiguió a favor de un país más justo y no el lamento de los grandes y sagrados objetivos que sus adversarios le impidieron lograr. Veremos cual de los dos presidentes termina prevaleciendo.



regina


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