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Un bar ‘hecho por africanos’: así echan raíces en México algunos inmigrantes
Por Kirk Semple, The New York Times El camino a Estados Unidos no es fácil. Personas de todo el mundo que llegaron de paso al país van estableciéndose y crean comunidades con sabor a sus lugares de origen. El bar de barrio de moda en el sur de México —o al menos el más genial fundado por migrantes de Camerún— estaba escondido en un barrio mayormente residencial de Tapachula, una ciudad cercana a la frontera de Guatemala. Costó trabajo encontrarlo, ya que estaba escondido tras una puerta de metal amarilla sin ninguna señal y al fondo de un corredor sucio. Pero ofrecía consuelo y camaradería a los migrantes del África subsahariana que se encontraban atrapados lejos de casa y del lugar al que querían ir. “Padecemos estrés”, afirmó Banks, un cliente del bar de 25 años que había sido maestro de bachillerato de Física y Química en Uganda, pero que huyó debido a que el gobierno lo perseguía por ser una persona homosexual. Dijo que las fuerzas gubernamentales habían asesinado a su amante e iban tras él. “Por eso estoy bebiendo”, dijo Banks, quien pidió que solo se le identificara por su nombre por temor de que el gobierno ugandés lo encontrara incluso aquí. Una noche de febrero, se encontraba entre la decena de clientes, todos migrantes africanos, que bebían cerveza en el bar y se disponían a comer platos de fideos con plátanos fritos preparados en una cocina improvisada. Una bocina portátil reproducía música afropop. Debido al cambio en las políticas, muchos migrantes —ante la posibilidad de la deportación y sin un camino fácil a Estados Unidos— ahora están buscando asilo o algún otro estatus legal en México, lo cual ha dado origen a nuevas comunidades migrantes, que aparecen de repente a medida que gente de todo el mundo echa raíces en México. La estrategia migratoria del gobierno de Trump sufrió un revés en un tribunal estadounidense el 28 de febrero, pero no se espera que eso incida en la reciente estrategia de línea dura en México. En Tapachula, una entrada para los viajeros que llegan de Guatemala, la composición demográfica cambió, de manera moderada pero evidente, ya que a los migrantes de Centroamérica —la fuente de una abrumadora mayoría de migrantes— se les han unido otros del hemisferio y de otros confines. Entre los que llegan se encuentran haitianos, cubanos, venezolanos, surasiáticos y africanos subsaharianos. Mientras esperan que se revisen sus solicitudes, algunos ganan algunos pesos como jornaleros. Sin embargo, otros han abierto negocios, cada empeño, una expresión de ambición, creatividad y valentía que impulsa a muchos migrantes del mundo a abandonar su hogar en busca de una vida mejor. Un restaurante ganés sirve fufu y otros platos africanos desde hace meses. Peluqueros cubanos atienden en las barberías de la ciudad. Mujeres haitianas trenzan el cabello de sus clientes en la orilla de la plaza principal. Los negocios crecen y desaparecen al ritmo de la migración, como un restaurante especializado en comida del sur de Asia y un bar gay atendido por cubanos que triunfó y luego cerró. Kwende Pekings, solicitante de asilo camerunés y cofundador del bar, dijo que quería crear “un lugar hecho por africanos y para africanos”. “Tenía que crear un punto de encuentro, un lugar donde los africanos pudieran reunirse y hablar”, explicó. Estábamos de pie en el bar una calurosa noche de principios de febrero, pero Pekings estaba lejos de saber que serían los últimos días del negocio. Al igual que sucede con otros establecimientos de migrantes que han florecido y se han desvanecido, la mayoría de los visitantes del bar pronto se irían, con documentos migratorios recién adquiridos en mano, y el negocio cerraría antes de fin de mes. Ubicado en la esquina de un lote ruinoso, el bar era una choza abierta por un lado con techo de metal corrugado, mesas y sillas blancas de plástico, una bocina barata y una lámpara que emitía destellos de luces de colores. Tal vez no era mucho, pero se trataba de la materialización de una idea que tuvo Pekings: ofrecer a los migrantes como él un lugar donde pudieran intercambiar información, en especial, los recién llegados a México o los que acababan de ser liberados de los centros de detención para migrantes. Pekings, de 29 años, quien estudió Informática en Camerún, llegó a México en junio. Al igual que muchos de los cientos de cameruneses que han llegado al país recientemente, venía huyendo de la violencia política en su país natal, donde los separatistas en las regiones de habla inglesa han venido librando una batalla para independizarse de la nación de habla predominantemente francesa. Lebialem, el nombre del bar, pintado a mano en letreros, era la provincia de habla inglesa de Camerún de donde provienen los cameruneses que han acabado en México. Pekings había tenido la esperanza de obtener asilo en Estados Unidos, pero dado que no podía ver un camino claro hacia la frontera estadounidense, se detuvo en Tapachula y se mudó a una casa donde tenía que pagar 2 dólares por dormir en el piso. Un día, se subió al techo de la casa y vio una choza llena de basura en el lote trasero y así fue como concibió Lebialem. “Pude imaginar este espacio tal como está ahora”, recordó Pekings, quien ha solicitado una visa humanitaria en México. Después de que el dueño les dio permiso, Pekings y sus amigos se pusieron de inmediato a trabajar, sacaron lo que había en la choza y pintaron los muros. El dueño instaló una televisión, puso el dinero para las primeras cajas de cerveza y, en septiembre, Lebialem abrió sus puertas. “La idea no era hacer dinero”, comentó Ngwo Diddas Elad, de 26 años, un solicitante de asilo camerunés que se convirtió en socio de la empresa de Pekings. “La idea era reunir a la gente”. El lugar se hizo popular con rapidez, atrayendo no solo a migrantes africanos, sino también a uno que otro parroquiano local. En las noches muy concurridas, llegaba a haber más de cien personas. “Todos venían al bar porque era el más animado del centro del pueblo”, comentó Elad, quien trabajaba como ingeniero de sonido en Camerún. Sin embargo, el tamaño de la población subsahariana en Tapachula disminuyó abruptamente en los últimos meses ya que los migrantes obtuvieron asilo u otras formas de asistencia y abandonaron la ciudad. Y el número de asistentes habituales a Lebialem también disminuyó. Pekings y Elad cedieron el control del bar en diciembre y desde entonces, una sucesión de otros cameruneses ha mantenido vivo el local. “Todavía existe, pero a menor escala”, dijo Elad con orgullo, de pie en el bar aquella noche a principios del mes pasado. Varios migrantes africanos celebraban el cumpleaños de un amigo. Otro grupo en otra mesa debatía el mejor modo de llegar legalmente a Estados Unidos y sopesaba las ventajas de solicitar asilo primero en México. Chris Boris Tchinda Kuete, de 29 años, un diseñador de moda camerunés repasaba fotos y videos en su teléfono que, dijo, mostraban los actos de violencia perpetrados por las fuerzas de seguridad de Camerún contra su familia. En una imagen se veían dos cadáveres chamuscados en el suelo: su prima y la hija de tres años de ella. “No puedo volver allá”, dijo. En Tapachula no había logrado conseguir trabajo. Así que compró una máquina de coser para hacer ropa a la medida. También ayudaba a administrar el bar. “Eso es lo que me gusta hacer: me gusta hacer feliz a la gente”, dijo. “Y eso es lo que también le gusta a Estados Unidos: darle a la gente una nueva vida”. Cada uno de los inmigrantes en el bar cargaba alguna historia desgarradora: de persecución y un arduo vuelo para abanonar el país que habían amado. La mayoría había volado a Ecuador —país al que podían ingresar sin visa hasta agosto del año pasado— y luego habían hecho el peligroso viaje por tierra a México. “Mucha gente cree que vamos a Estados Unidos a buscar un buen empleo” dijo Bertrand, un solicitante de asilo de camerunés de 29 años y soldador marino que solo quiso dar su nombre de pila por temor a que las autoridades camerunesas lo encontraran. “Tenía un buen empleo en mi país. Nunca tuve la intención de irme”. Después de un rato, alguien encendió cohetes rústicos como parte de la celebración de cumpleaños. La gente apuró las cervezas. Pronto todos se habían dispersado a sus hoteles baratos o al pedazo de piso alquilado para conciliar el sueño en la ciudad extraña que se había convertido en algo así como su casa, por ahora. JMRS |
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