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El día después


2020-03-25

Jorge Zepeda Patterson, El País

Algo me dice que la lucha contra la pandemia del Coronavirus dejará secuelas irreversibles en la manera en que vivimos. Han pasado casi 20 años de la destrucción de las Torres de Nueva York, pero aún seguimos pagando las consecuencias. Entre otras cosas porque viajar por avión nunca volvió a ser igual; quizá esa sea la consecuencia más frívola de la lucha contra el terrorismo, pero también la más tangible para el ciudadano que pierde algo en el control del aeropuerto (una crema que excede los mililitros permitidos, un juguete para el hijo que el reglamento consideró una arma letal). Algo se rompió para siempre en la confianza entre unos y otros, o entre autoridades y ciudadanos, ese 11 de septiembre del 2001 y nos convirtió a todos en sospechosos momentáneos en proceso de demostrar su inocencia cada vez que se cruza un control de seguridad.

Pero me parece que el Covid-19 dejará peores secuelas aun que Bin Laden. Y no solo las económicas, desde luego, aunque no serán menores. El parón en seco al que se ha sometido a la actividad productiva en todo el orbe tendrá implicaciones severas durante mucho tiempo. The Economist predice que el daño no solo será mayúsculo sino, en algunos casos, irreversible. Algunas compañías áreas y hoteleras, determinas firmas financieras y ciertas industrias no alcanzarán a sobrevivir el período de vacas flacas a pesar de los pretendidos rescates. Desde luego que vendrán arcoíris y primaveras, pero será demasiado tarde para algunas fábricas, para sus empleados o para los pueblos en los que se encuentran: la vida para ellos no volverá a ser la misma.

Triste como es, sin embargo, eso no es lo más trascendente para el conjunto porque, como es sabido, lo que algunos pierden otros terminan ganándolo. Algunas parejas acabarán por separarse luego del encierro forzado, otras quizás reencuentren en los rescoldos fuegos que creían perdidos. Habrá que ver en diciembre y enero las cifras de los bebés prohijados por el confinamiento. Pero esa es la micro historia.

La que me preocupa es la otra, porque se avizoran cambios que nos afectarán a todos. En su ensayo La emergencia viral y el mundo de mañana, publicado en este diario, el filósofo surcoreano, Byung-Chul Han, plantea una tesis que quita el sueño. El combate en contra de la pandemia deja en claro, afirma categórico, que los gobiernos autoritarios y la vigilancia cibernética de los Estados sobre los ciudadanos, tan propios de Asia, probaron ser mucho más eficaces que los golpes de palo que han dado Europa y Estados Unidos. Si alguna moraleja quedará tras la pandemia es que China, Corea, Singapore o Taiwan tuvieron éxito allá donde las democracias fracasaron rotundamente.

Corea y Taiwan ni siquiera tuvieron que recurrir al confinamiento de las personas. La capacidad de sus gobiernos para monitorear a sus ciudadanos permitió aislar los contagios y detener la epidemia sin trastocar brutalmente a la economía o enclaustrar a las personas. Cuando alguien sale de la estación de Pekín es captado automáticamente por una cámara que mide su temperatura corporal. Si la temperatura es preocupante todas las personas que iban sentadas en el mismo vagón reciben una notificación en sus teléfonos móviles, señala el autor. Quien se aproxima en Corea a un edificio en el que ha estado un infectado recibe a través de la “Corona-app” una señal de alarma. Todos los lugares donde ha habido infectados están registrados en la aplicación. No se tiene muy en cuenta la protección de datos ni la esfera privada.

Mientras que los chinos eran capaces de construir un hospital en diez días para no contaminar al sistema hospitalario en su conjunto, las autoridades sanitarias europeas pasaban semanas discutiendo la estrategia y los políticos evaluando las consecuencias electorales.

Me parece preocupante que en el balance final el “modelo chino” resulte el más adecuado en la peor crisis que se ha presentado en lo que llevamos del siglo XXI. Una perspectiva que parecería sugerir que en los retos futuros en relación al clima, la escasez de agua y energía o pandemias por venir, las sociedades verticales y los ciudadanos vigilados tendrán más oportunidades.

Aunque tampoco es que “la solución europea” sea tranquilizante. El confinamiento forzado de sus ciudadanos termina siendo un precedente preocupante en el futuro de las relaciones entre el Estado y la sociedad. Hoy por hoy, los franceses viven un estado de sitio impuesto unilateralmente por sus autoridades. Salir a la esquina incluso para adquirir víveres requiere de un permiso firmado e impreso que solo sirve para cada ocasión, la violación de esta norma amerita una multa y eventualmente cárcel.

El miedo es el mayor sepulturero de las libertades, está claro. Sea en Europa o en China la gente prefiere sentirse segura aunque para ello tenga que ceder derechos que en otras condiciones parecían irrenunciables. Y el temor tampoco es el mejor de los lubricantes para la solidaridad. El confinamiento individual o familiar desarticula cualquier impulso a la respuesta colectiva. En Alemania está prohibida toda reunión mayor de dos personas, por ejemplo. La respuesta a la crisis es en última instancia la del Estado y una miríada de individuos aislados. Es decir, una sociedad fragmentada y sometida por el miedo.

Solo espero que entre los lamentables efectos residuales del Covid-19 no queden sacrificados los abrazos y los besos entre los seres humanos. Si el 9/11 nos convirtió a todos en sospechosos de ser terroristas, sería lamentable que el Covid-19 nos dejara la percepción de que todo ser humano es portador de una enfermedad innombrable.

Se me dirá que no es momento de pensar en el día siguiente cuando todavía no libramos el peligro de hoy. Pero América Latina no es Europa ni es China, una oportunidad aún de pensar en la sociedad que queremos ser pasado mañana.



regina


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