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Abuela Cohete, el virus y el amor de una familia que superó 4000 kilómetros de distancia


2020-05-04

Por Sheri Fink, The New York Times

La matriarca de varias generaciones en Colombia y Estados Unidos luchó contra el coronavirus ayudada por un respirador. Su familia se reunió en línea y en la unidad de cuidados intensivos y se preparó para el final.

Cuando Eliana Marcela Rendón finalmente pudo visitar a su abuela, que había pasado cuatro semanas en un hospital de Long Island, un miembro del personal médico la recibió en el vestíbulo para preguntarle si la paciente de 74 años tenía una canción favorita.

Después de llamar a sus familiares, Rendón pidió varias canciones religiosas en español: “Sumérgeme”, “Cristo, yo te amo” y “Cuando levanto mis manos”.

Después los llevaron a ella y a su esposo, Edilson Valencia, a una unidad de cuidados intensivos (UCI) de coronavirus en el Hospital Universitario North Shore la mañana del 19 de abril. “Señor, danos un milagro, Señor”, oraba Rendón mientras la pareja esperaba el ascensor. “No te lleves a mi abuelita por favor”.

Carmen Evelia Toro, la abuela de ella que vivía con la pareja en Queens, se había enfermado a mediados de marzo después de regresar de una reunión familiar en Colombia. Desde entonces, sus familiares allá y en Estados Unidos habían organizado sesiones de oración en línea por las noches, cada una con una temática distinta: fe, gratitud, paciencia, piedad, obediencia, amor, fidelidad. Una noche antes de que Rendón fuera al hospital, el tema era los milagros.

En semanas recientes, muchas familias como la de Rendón han enfrentado decisiones muy difíciles sobre seres queridos cuyas vidas han quedado en peligro debido al coronavirus. Con pocas excepciones, esas decisiones han sido aún más devastadoras porque han tenido que tomarse a distancia: los hospitales de Nueva York han prohibido la mayoría de las visitas por miedo a que haya más contagios.

Tras una estancia de dos semanas en el hospital, a principios de abril, los médicos conectaron a Toro a un ventilador después de que se desplomaron sus niveles de oxígeno. Para entonces, Northwell Health, un sistema hospitalario de Nueva York que incluye a North Shore, había tratado a casi 5700 pacientes con la COVID-19, la enfermedad provocada por el virus, de acuerdo con un estudio reciente. Más de 3000 seguían hospitalizados; 553 habían muerto.

Más de 800 pacientes, como Toro, seguían conectados a respiradores. Muchos médicos en hospitales muy afectados se han mostrado preocupados debido a que una cantidad importante de pacientes enfermos de gravedad de la COVID-19 ha entrado a una suerte de “dimensión desconocida”, un estado en el que sus pulmones no mejoran.

“¿Qué haremos con esas personas? ¿Adónde irán? ¿Mejorarán?”, preguntó Mangala Narasimhan, directora regional de cuidados intensivos de Northwell. Dado el entendimiento limitado de la nueva enfermedad, los médicos no están de acuerdo acerca de cómo cuidar a los pacientes que quizá sobrevivan con tratamientos prolongados, pero podrían sufrir enfermedades crónicas o tener problemas médicos graves y duraderos.

Tres días antes de que Rendón llegara al hospital, varios familiares se unieron a lo que un médico, Eric P. Gottesman, director de la UCI, describió como una llamada para hablar de “objetivos de cuidado”. Toro estaba sedada y no sentía dolor, les aseguró Gottesman. Sin embargo, después de estar conectada a un respirador artificial durante dos semanas, dijo, tenían problemas para aplicar la ventilación mecánica y sacar los gases que evacúa el cuerpo.

El médico enumeró los esfuerzos que él y sus colegas habían hecho: varios medicamentos, un tratamiento experimental y reacomodar a Toro para ayudar a mejorar sus niveles de oxígeno. “Aun así”, dijo, “no hemos sido capaces de mejorar sus pulmones”. Estaban muy rígidos, agregó, “como una vieja esponja que no funcionará más”.

Si Toro se recuperase, advirtió Gottesman, “necesitará mucha ayuda y, probablemente, nunca será lo que era antes”. Luego agregó: “Tenemos que discutir qué haremos a partir de ahora y qué querría ella”.

Un pilar de su familia

En el viaje de regreso a Colombia a finales de febrero, Toro se quedó en una casa rentada con casi dos decenas más de familiares que ahora viven en Estados Unidos. Fueron a caminar al cerro, asistieron a un baby shower y visitaron la tumba del hijo mayor de Toro, quien murió hace dos años.

Toro, Rendón y Matías, su hijo de 18 meses, regresaron a Nueva York el 8 de marzo. Poco después, Matías tuvo síntomas como escurrimiento nasal y diarrea. La siguiente semana, Toro se sintió mal, dejó de tener apetito y se sentía cansada debido a lo que creyó que era un resfriado persistente. Al limpiar el departamento con cloro, Rendón comentó que no podía oler ni saborear el salmón que había cocinado, síntomas comunes del coronavirus.

Para Toro, con siete hijos y más de una decena de nietos, estar enferma era inusual. Tomaba medicamentos para la presión alta, un latido cardíaco acelerado e hipotiroidismo, pero se mantenía estable.

Hacía ejercicio con un juego de pesas, viajó a Colombia varias veces el año pasado y fue a nadar a los Cayos de Florida. Tenía mucha energía, subía velozmente las escaleras para llegar a su departamento en un tercer piso en Queens y preparaba la comida tan rápido que la llamaban la Abuela Cohete.

Creció en la pobreza en Colombia y limpiaba casas y lavaba ropa para ayudar a su madre viuda a criar a sus doce hermanos. Su suerte cambió cuando se casó con un veterinario, y la familia tuvo una casa grande donde abundaba la comida. Sin embargo, su esposo se fue y Toro abrió una pequeña tienda de productos agrícolas para mantener a sus hijos más jóvenes y a ella misma. Después ayudó a criar a la mayoría de sus nietos, incluyendo a Rendón, a quienes consentía dándoles golosinas de la tienda.

Hace casi una década, Toro siguió a su hija mayor, Martha Jaramillo, a Cabo Coral, Florida. Ayudó a cuidar a la suegra de Jaramillo, quien sufre de demencia, hasta que la llevaron a un centro de vida asistida.

Después de eso, Toro se quejó con Jaramillo: “Ya no tengo a nadie que necesite mi ayuda”. Pero después, el embarazo de Rendón fue una oportunidad perfecta para seguir ayudando. La abuela se fue al norte de Estados Unidos.

En el pequeño departamento de Rendón en Queens, la cama y las pertenencias de Toro estaban acomodadas detrás de una cortina en la sala. Cuidaba a Matías mientras Rendón trabajaba supervisando accesorios en un almacén de Oscar de la Renta y su esposo retiraba pintura de plomo en el metro de Nueva York. Toro alimentaba al pequeño, gateaba en el piso con él, lo llevaba al parque y lo cargaba para asomarse por la ventana una y otra vez y compartir su alegría por ver pasar el tren ligero.

Tres veces a la semana iba a la vuelta de la esquina para orar en la iglesia Lluvias de Gracia. Le gustaba decir que todas sus pertenencias cabían en una maleta, lo cual le permitía mudarse fácilmente con distintos familiares, recordaron. El dinero no le importaba. “Dios primero y todo lo demás después”, les decía a sus familiares.

En cuestión de días desde que aparecieron sus primeros síntomas, empeoró la salud de Toro. No quería ir al hospital porque temía contagiarse del virus, dijeron sus familiares. Sin embargo, Rendón, de 32 años, y su esposo, de 48, insistieron en que fuera y llamaron a su médico, cuyo consultorio estaba cerrado; la llevaron a una unidad de urgencias, donde le recetaron antibióticos; y después al Centro Médico del Hospital Jamaica. La enviaron a casa porque no tenía fiebre.

El 19 de marzo, comenzó a tenerla. “Me siento como muy débil, mami”, le dijo a su nieta.

La siguiente tarde, Rendón y su esposo llevaron en auto a la abuela al Hospital Universitario North Shore, al otro lado de la frontera de Queens. La hija de Valencia, de 16 años, trató de reunirse con Toro, que solo hablaba español, para traducir, pero no le permitieron entrar a la sala de emergencias. Los tres esperaron en el estacionamiento desde las cinco de la tarde hasta casi las cuatro de la mañana, manteniéndose en contacto con Toro por teléfono.

La internaron en el hospital y su familia se enteró de que el 22 de marzo había dado positivo en una prueba de coronavirus. Sin embargo, durante una llamada, le dijo a su nieta que no creía estar contagiada. “Yo creo que Dios no va a permitir que ese virus me llegue, pero entra gente tapada a mirarme”, comentó.

A partir de esa semana, North Shore se inundó de pacientes con coronavirus. En toda Nueva York los hospitales tuvieron un aterrador repunte de casos y los doctores estaban angustiados mientras trataban de curar una enfermedad sin cura que no entendían.

Los médicos ordenaron una tomografía computarizada del tórax de Toro, y los resultados fueron consistentes con la neumonía causada por la COVID-19, según el informe, incluyendo parches brumosos dispersos que parecían vidrio esmerilado.

Conversaciones urgentes

Hasta donde sabe su familia o según muestra la revisión de su historial médico por parte de uno de sus doctores, a Toro no le preguntaron qué alternativas prefería en caso de que su estado empeorara. La familia no había hablado de las decisiones que quizá se tendrían que tomar más adelante, según dijeron varios familiares, porque en un principio creyeron que se recuperaría.

De hecho, al principio Toro dijo que se empezaba a sentir mejor. Pronto, sin embargo, sonaba cada vez más cansada y sin aliento por teléfono. Le dijo a Jaramillo, la hija que vive en Florida, que tenía hambre, pero que no se podía comunicar con los miembros del personal debido a la barrera del lenguaje; ellos le llevaban comida, pero ella estaba demasiado débil para alimentarse. Después requirió una máscara de oxígeno, lo que le dificultaba hablar por teléfono, y una radiografía mostró que la neumonía estaba empeorando.

En casa, Matías se asomaba por la cortina de la sala, buscando a su bisabuela. “‘Uuela, ‘uela, ‘uela”, la llamaba, queriendo decir “abuela”, la forma en que siempre la saludaba.

El 2 de abril, casi dos semanas después de haber llegado al hospital, los niveles de oxígeno de Toro cayeron a un 85 por ciento —lo normal es que ronden el 90 por ciento— y le costaba más trabajo respirar, de acuerdo con los registros médicos que revisó Gottesman. El equipo médico la puso boca abajo, una técnica conocida como decúbito prono que a veces mejora los niveles de oxígeno en las personas con la COVID-19. Sin embargo, los niveles en su sangre cayeron aún más, a un 75 por ciento, y después al 60, así que la pusieron boca arriba.

Un anestesiólogo colocó un tubo de respiración en su vía respiratoria y la trasladaron a la unidad de cuidados intensivos. Los médicos creían que había desarrollado un síndrome de dificultad respiratoria aguda, o SDRA, y que había llegado a una etapa grave, dijo Gottesman.

Sus familiares habían notado que Rendón, hispanohablante, se sentía abrumada por las llamadas de los médicos y molesta de no poder visitarla. “Nos sentimos impotentes porque quisiéramos estar con ella en este momento”, dijo Rendón más tarde.

Así que su tía, Jaramillo, se encargó de la toma de decisiones tras consultar a sus hermanos. Esteban, su esposo, quien habla inglés, coordinó las llamadas entre ella y el equipo médico alternante que cuidaba a Toro y a menudo ayudaba a interpretar para la familia.

Tres días después de que Toro llegó a la UCI, un médico residente les explicó a sus familiares que había tenido una evolución deficiente y que su estado de ventilación había empeorado. Tras la llamada, se colocó en su historial una orden de no reanimar. Sin embargo, Martha Jaramillo aún no estaba lista para que iniciaran lo que el médico llamó cuidados paliativos.

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Esteban Jaramillo, instructor del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales Subalternos de la Reserva, se mostró frustrado por lo que parecía una falta de claridad en las llamadas con los médicos. ¿Qué eran los cuidados paliativos? Se enteró de que eso implicaba desconectar el respirador y que un miembro de la familia la visitara para despedirse. ¿Cuánto tiempo le dan normalmente a alguien conectado a un respirador para que mejore? Recordó que le dijeron dos semanas.

Lo más importante era saber qué probabilidades de mejorar tenía su suegra. Un médico le dijo que ni siquiera estaba seguro de que Toro pudiera sobrevivir a esa noche. Debido a ese temor, Esteban Jaramillo rápidamente organizó una videollamada grupal con un pastor, la familia y Toro para despedirse de ella.

Rendón se sentó con la Biblia desgastada de su abuela y observó a Toro desde su computadora portátil; medicada y dormida, respiraba rítmicamente con un tubo en la boca. Los familiares tomaron turnos para orar y hablar con Toro. Con lágrimas en los ojos, le decían cuánto la amaban.

Al final de la llamada de casi una hora el 6 de abril, la familia le agradeció a Elisa Vicari, la trabajadora social que los había conectado, quien llevaba dos mascarillas, una careta y gafas de protección. No todos los trabajadores sociales se sentían cómodos de entrar a las habitaciones de los pacientes con coronavirus. Pero Vicari, de 33 años, acudía en sus días de descanso para ayudar a que los familiares se despidieran por videollamada, momentos que en aquellos días ocurrían casi a diario.

“Es solo un poco de lo que necesitan estas familias”, dijo Vicari más tarde. “Puedes escuchar el dolor y la tristeza en sus voces”.

Gottesman y sus colegas continuaron con tratamientos que creían que podrían ayudar a Toro. Habían probado la cloroquina, el medicamento contra la malaria, así como el anakinra, que generalmente se receta para tratar la artritis reumatoide. Los médicos introdujeron una sonda con cámara por su vía respiratoria dos veces, sin éxito, para ver si había bloqueos que pudieran explicar por qué era tan difícil oxigenarla.

Después trajeron al equipo de cuidados paliativos, especializado en la comodidad y los asuntos del fin de la vida. Uno de sus médicos habló con la familia el día en que tuvieron la videollamada para “ayudarlos con la difícil toma de decisiones”, decía una nota en su historial.

La enfermedad de Toro solo afectaba sus pulmones —“todas las demás partes de su cuerpo funcionaban”, dijo Gottesman después—. Sus pulmones no estaban mejorando.

‘Una última esperanza’

El 16 de abril, diez días después, Gottesman y Vicari se reunieron en una oficina de la unidad de cuidados intensivos para la videollamada de “objetivos de cuidado” con la familia de Toro.

Cuando se preparaban para la llamada, Gottesman le dijo a un periodista: “Le daré una última esperanza”. Había sometido a Toro a un tratamiento de tres días con dosis altas de esteroides para tratar de ayudar a sus pulmones. Si eso no funcionaba, acordaron él y sus colegas, debían desconectar el respirador. “Si le va bien, será magnífico. Pero si no, también la ayudaremos en la etapa final”.

Él dijo que no planificaba proponer una opción que pudiera continuar con el soporte vital de Toro pero no restaurar su salud, porque sus pulmones probablemente tenían cicatrices significativas. “Era una mujer activa, vivaz, antes de esto”, dijo Vicari. “No sé qué tan de acuerdo estaría eso con sus valores”.

La opción a la que se refería era una traqueotomía. Con una abertura quirúrgica en el cuello, puede colocarse un ventilador a los pacientes que necesitan su uso a largo plazo o indefinido, lo que permite extraer el incómodo tubo de respiración de la boca y la garganta del paciente.

Eso hace que sea más fácil disminuir la sedación e intentar despertar a los pacientes, aunque puede ser difícil en aquellos con el tipo de daño pulmonar como el que Toro parecía tener, dijo Gottesman. Agregó que a los pacientes les va mejor cuando se les mantiene sedados y quietos para permitir que el ventilador funcione por ellos. North Shore, dijo, había realizado relativamente pocos de esos procedimientos en pacientes con coronavirus.

Los especialistas en cuidados intensivos difieren en sus enfoques para los pacientes de la COVID-19 con ventiladores, y han estado debatiendo qué es lo más efectivo. “Por toda la ciudad, hay muchas discrepancias sobre las traqueotomías y qué hacer”, dice Narasimhan, de Northwell.

En algunos hospitales, los doctores realizan los procedimientos con frecuencia, a menudo menos de dos semanas después de que un paciente recibe un respirador, creyendo que pueden acortar la estadía en la unidad de cuidados intensivos y mejorar las posibilidades de recuperación. “Creo que es una mejor atención”, dijo Roopa Kohli-Seth, directora del Instituto de Cuidados Críticos en Mt. Sinai.

Pero otros, incluyendo una organización estadounidense de cirugía y el equipo a cargo de Toro, prefieren esperar “para ver en qué dirección van las personas”, dijo Narasimhan. Esto se debe, en parte, a que el procedimiento y la atención continua que requiere una traqueotomía, presentaban el riesgo de exponer a los miembros del personal al virus. También se debió a la significativa proporción de los pacientes que morirían sin importar el curso que se tomara, dijo.

Narasimhan señaló que, en el mejor de los casos, era difícil hallar lugar en un centro de atención a largo plazo. Dentro del sistema de Northwell, dijo, había discusiones sobre crear su propio centro de atención a largo plazo, del mismo modo que ciertas áreas de sus hospitales se han convertido en unidades de cuidado intensivo en las últimas semanas.

El hospital no consideró que Toro era candidata para otro tratamiento, como usar una máquina de corazón y pulmón que permite que esos órganos descansen. La terapia, intensiva en recursos, —oxigenación por membrana extracorpórea (OMEC o la ECMO, por sus sigla en inglés)— era escasa y estaba reservada para pacientes más jóvenes, según lo había decidido el hospital, dijo Gottesman después. Era poco probable que ayudara a sanar sus pulmones, agregó.

Finalmente, comenzó la llamada, y se unieron los familiares de Toro en Estados Unidos y Colombia. “Estamos viviendo una situación complicada”, les dijo Gottesman. “Sin importar qué ocurra, ya no será una mujer independiente”.

Vicari preguntó si Toro les había dicho cuáles eran sus deseos, y la hija menor de Toro respondió, con voz entrecortada mientras hablaba con la ayuda de un intérprete.

“Una vez me dijo que ella quisiera como quedarse dormida y que su corazoncito se apagara”, dijo Andrea Rendón, y agregó que su madre le había dicho: “Yo me quiero morir antes de ser carga para ustedes y que me vean en una cama enfermita”.

Jaramillo, la hermana mayor de Rendón, agregó que su madre había tenido una conversación similar con ella y dijo que le había pedido al Señor no la dejara en una cama sufriendo durante mucho tiempo.

El médico y la trabajadora social voltearon a verse y asintieron. “Suena a que Carmen y el resto de la familia son muy espirituales y tienen mucha fe en Dios”, dijo Gottesman.

El médico propuso terminar el tratamiento de tres días con esteroides. Si no funcionaba, como lo sospechaba, dijo, “creo que deberíamos hacer lo que creo que es médicamente correcto y también parece que son los deseos de Carmen y lo que el resto de la familia querría. Es decir, quitarle el respirador pero asegurarnos de que no sienta dolor, que esté muy cómoda y que lo más probable es que fallezca rápidamente pero con calma y tranquilidad”.

La voz de Jaramillo se quebró al preguntar: “¿No hay nada más que se pueda hacer por ella?”.

Gottesman respondió: “Hemos intentado todo lo posible”.

Otra hija preguntó qué tan dependiente del oxígeno sería su madre en caso de sobrevivir.

“Si lo logra, probablemente necesite oxígeno”, comentó Gottesman. “No podría respirar bien por sí misma. Si puede caminar, lo cual tendría que verse debido a todo el tiempo que ha estado en cama, necesitaría mucha rehabilitación. Y, si puede caminar, sus pulmones no le permitirían caminar mucho porque le faltaría el aliento y básicamente tendría una discapacidad pulmonar”.

Esa noche, en casa, Gottesman siguió pensando en su paciente, recordó más tarde, preguntándose qué más se podría hacer. El médico, de 56 años, había dedicado su carrera a tratar enfermedades pulmonares y a proporcionar cuidados críticos, en parte porque su padre, un médico, había muerto joven de un coágulo de sangre en los pulmones tras sobrevivir luego de que un automóvil lo atropelló.

Gottesman sabía de un nuevo estudio para probar si el plasma sanguíneo de los sobrevivientes, que contiene anticuerpos que combaten al virus, podría ayudar a las personas a combatir la enfermedad. Al día siguiente, preguntó si la familia si estarían interesados en que Toro participara.

“Haremos lo que sea para intentar salvar su vida”, Jaramillo le dijo al médico, después de consultar con su esposa. “Lo que sea”.

Aquella noche, la familia se reunió para la sesión diaria de oración en línea, usando la aplicación Zoom. El tema fue la victoria. Rendón se unió desde la mesa de su cocina en Nueva York, oraba y cantaba en voz baja, secándose las lágrimas y ocasionalmente reía mientras los parientes compartían recuerdos. Su esposo se sentó a su lado con el brazo detrás del respaldo de su silla.

Miembros de la familia leyeron pasajes sobre David y Goliat y dieron testimonios. Una mujer dijo que había visto en las noticias sobre un hombre mayor dado de alta de un hospital después de su batalla contra el virus. “Todas las enfermeras y los médicos aplaudían”, dijo Luz Arce, una sobrina. “Había música y había alegría”.

“¿Se imaginan nosotros yendo por ella y poder traérnosla?”, Rendón susurró a su esposo. Ella leyó a su familia la Epístola de Santiago: “Bienaventurado el varón que soporta la tentación, porque cuando haya resistido la prueba recibirá la corona de vida que Dios ha prometido a los que le aman”.

La siguiente tarde, un sábado, Gottesman informó a los Jaramillo que los esteroides no habían funcionado. Después de discutir, él y sus colegas habían decidido no usar el tratamiento con suero sanguíneo, pensando que no cambiaría las cosas.

“Nada funciona”, Gottesman recordó más tarde haberles dicho. “Deberíamos hablar sobre cuándo queremos sacar el tubo”. La familia aceptó lo que parecía inevitable, aunque no hubo una decisión formal.

Finalmente, a Rendón se le permitiría estar al lado de la cama de su abuela. “Eras el soldado, fuerte por todos nosotros”, le diría un pariente.

‘Abre tus ojos’

Ese domingo, 19 de abril, Gottesman llevó a Eliana Marcela Rendón y a su esposo a la unidad de cuidados intensivos. “Asustará un poco”, advirtió. “Todos están conectados a respiradores en esta zona”.

Llevaron a Rendón y a su esposo a la ventana del pasillo de la habitación de su abuela. “La persona más noble y humilde que he conocido en mi vida eres tú”, dijo, hablando a través del cristal. “Abre tus ojos, mi reina. Abre tus ojos”.

El equipo médico bloqueó la ventana y desconectó el respirador mientras les ayudaban a Rendón y a su esposo a ponerse trajes hospitalarios. Prepararon la música religiosa en español en una tableta para ayudar a que Toro “tuviera una transición más suave”, dijo un miembro del personal.

La trabajadora social, Vicari, hizo una llamada a través de Zoom a otros familiares y entró a la habitación con Eliana Marcela Rendón, su esposo, el doctor Gottesman y una enfermera.

Toro estaba respirando, pero se encontraba inconsciente, después de haber recibido morfina, un sedante y el medicamento anestésico ketamina. Gottesman no había planeado darle oxígeno con mascarilla ni un tubo nasal porque estaba sedada y no creía que lo necesitara para estar cómoda. Sin embargo, la nieta lo pidió, creyendo que ayudaría a mantenerla viva.

Un coro de voces sonaba en las bocinas de la tableta para saludarla y le decían lo hermosa que era, además de agradecerle y expresarle su amor.

Rendón le rogaba a Dios que su abuela viviera, aunque eso implicara cuidarla con un respirador. Le habló a Toro y le recordó lo feliz que estaba de que llegara la primavera para llevar a Matías a disfrutarla. “Están saliendo las flores”, dijo. “Levántese que ya llegó la primavera”.

Con el cubrebocas puesto, Rendón se inclinó y besó a su abuela en la frente. Después acarició su rostro y sus brazos y la tomó de las manos. Caminó hasta el otro extremo de la cama, quitó las sábanas y besó sus pies.

Mientras las voces comenzaban a orar, la respiración de Toro se ralentizó y, después de casi una hora, se detuvo.

Rendón se quedó al lado de su abuela, doblada por el dolor, hasta que el equipo le dijo con delicadeza que era hora de marcharse.


 



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