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Nayib Bukele, el joven presidente que prometió cambiar El Salvador, gobierna con mano dura


2020-05-06

Por Natalie Kitroeff, The New Yorl Times

El mandatario ganó las elecciones al presentarse como un líder transformador que haría avanzar al país. Sus críticos dicen que ahora, al apoyarse en el ejército, se parece a los autócratas del pasado.

Los salvadoreños se la jugaron cuando eligieron como presidente a Nayib Bukele: era un político con poca experiencia, un milénial que dirigió su campaña principalmente en las redes sociales y que ofreció pocos detalles concretos sobre cómo gobernaría.

Aun así, los votantes en El Salvador lo llevaron a la presidencia con la esperanza de un cambio que mejoraría sus vidas en un país que durante mucho tiempo ha sido afectado por la corrupción y la pobreza y que tiene una de las tasas de asesinatos más altas del mundo.

Pero las medidas que Bukele ha tomado en los últimos meses han hecho que muchos salvadoreños —abogados, líderes empresariales, defensores de derechos humanos, periodistas y otros— sientan temor ante la posibilidad de que su gobierno sea un retroceso hacia el tipo de liderazgo autoritario que el país derrocó luego de librar una guerra civil.

En febrero, Bukele llevó soldados al Congreso para intimidar a los legisladores con el fin de que aprobaran un proyecto de ley. Al mes siguiente, no acató las órdenes de la Corte Suprema de que dejara de usar al ejército en los operativos de detención de los infractores de la cuarentena. Más tarde, abogó por el uso de la fuerza letal en una ofensiva contra las pandillas criminales que aumentan la tasa de homicidios en el país.

“El mismo presidente se apoya más en los militares y en la policía, y de repente estos cuerpos nuevamente vuelven a ejercer un papel represivo”, dijo Luis Coto, un sacerdote que lidera una parroquia de 15,000 miembros en el centro del país. “Estamos dando marcha atrás, retrocediendo a lo que fue el tiempo de la guerra”.

La elección de Bukele, de 38 años, hizo a un lado a los dos partidos políticos que se habían alternado en el poder desde el final de la brutal guerra civil de El Salvador de la década de 1990. Cuando declaró su victoria, vestido con un pantalón de mezclilla y una chaqueta de cuero, Bukele dijo que el país había “pasado la página” a la era de la posguerra.

La mayoría de la población, cansada de la violencia, continúa apoyándolo, y tiene altos índices de aprobación. El equipo de Bukele declinó hacer comentarios para este artículo.

Pero sus decisiones recientes han sacudido la frágil democracia del país.

Cuando la legislatura tardó en aprobar fondos adicionales para el ejército en febrero, Bukele llevó a soldados armados y a policías hasta los pasillos de la Asamblea Legislativa para presionar a los congresistas a actuar. La medida provocó una crisis constitucional y revivió los recuerdos de las dictaduras militares que gobernaron al país durante casi medio siglo.

Al siguiente mes, desplegó al ejército en las calles para hacer cumplir una de las cuarentenas más estrictas de la región con el fin de evitar la propagación del coronavirus. Soldados y policías han encerrado a miles de personas en centros de contención por no cumplir con la cuarentena, y los mantienen confinados en esas instalaciones durante semanas. La Corte Suprema dictaminó que las detenciones eran inconstitucionales y le ordenó a Bukele que las suspendiera, pero él se negó.

“Cinco personas no van a decidir la muerte de cientos de miles de salvadoreños”, dijo Bukele, en su cuenta de Twitter, sobre las resoluciones de los jueces. “La sala no tiene facultades para implementar o quitar medidas sanitarias ni para decidir sobre contenciones epidemiológicas”.

Luego, en abril, una oleada de asesinatos destrozó la relativa paz que había prevalecido en el país desde el inicio de la pandemia y puso en duda uno de los logros más importantes de Bukele: reducir la violencia.

En respuesta, autorizó a la policía y al ejército a matar a miembros de pandillas si fuera necesario, con un tuit en el que decía: “El uso de la fuerza letal está autorizado para defensa propia o para la defensa de la vida de los salvadoreños”.

El gobierno también publicitó una serie de medidas destinadas a castigar a los miembros de las pandillas que se encuentran encarcelados, al publicar fotos que muestran el duro trato que reciben por parte de las fuerzas de seguridad.

Una imagen mostraba a cientos de prisioneros amontonados en el suelo, con las cabezas afeitadas presionadas una contra la otra, mientras los guardias los vigilaban con armas semiautomáticas. La escena no respetaba las reglas de distanciamiento social que el Estado está aplicando de manera estricta en otros lugares.

“Hay una humillación en el acto de tenerlos a todos semidesnudos, obligados a tocarse a la vista del público”, dijo José Miguel Cruz, experto en delincuencia organizada salvadoreña en la Universidad Internacional de Florida.

Bukele también anunció que se ubicará a pandilleros rivales en la misma celda y que sellará las celdas con láminas de metal soldado. “Estarán adentro, en lo oscuro, con sus amigos de la otra pandilla”, tuiteó.

Según los expertos en seguridad salvadoreños, revertir la política de segregar a los miembros de las pandillas envía un mensaje claro. “Es una invitación para que se maten entre sí”, dijo Cruz.

Abogados salvadoreños, consorcios empresariales y destacados grupos de investigación han condenado las acciones del presidente. Muchas personas de las organizaciones de derechos humanos, nacionales e internacionales, advirtieron que Bukele se estaba inclinando hacia una dictadura. Dos de los principales congresistas demócratas que forman parte del Comité de Asuntos Exteriores de la Cámara de Representantes de Estados Unidos escribieron una carta al presidente salvadoreño en la que condenaban las imágenes “innecesariamente degradantes” de las cárceles del país.

“Quienes lo alabaron en su momento, quienes confiaban en él en su momento, ahora están comprendiendo que estamos frente a un gobernante autoritario, irresponsable e inmaduro que puede traer un daño irreparable al país” dijo Celia Medrano, una activista salvadoreña del grupo de derechos humanos Cristosal.

El gobierno de Donald Trump se ha quedado callado. En una conferencia de prensa reciente, Michael Kozak, el secretario en funciones a cargo de la Oficina de Asuntos del Hemisferio Occidental del Departamento de Estado, dijo que el desafío de Bukele a la Corte Suprema equivalía a “diferencias de opinión sobre el mejor modo de manejar los temas de cuarentena y distanciamiento social” y destacó los “índices de popularidad extremadamente altos” del presidente.

Las encuestas muestran que más del 85 por ciento de la población apoya al presidente, cuya postura de mano dura contra el crimen es popular entre los salvadoreños que sufren a causa de las pandillas.

En Cojutepeque, una ciudad que durante mucho tiempo ha sido un bastión de la derecha, muchos residentes dicen que están contentos con la forma en que el gobierno trata a los miembros de la delincuencia organizada.

“Las familias han sido golpeadas por la violencia”, dijo Coto, quien dirige una parroquia en la ciudad. “La gente dice: ‘Bueno, está bien, que los maten si quieren’”.

Coto, de 69 años, dijo que sus feligreses estaban hartos de los dos partidos que ocuparon la presidencia durante décadas, malversaron dinero y no lograron que el país fuera más seguro. Tres expresidentes del país han sido acusados de corrupción y uno de ellos recibió una condena de diez años de prisión.

El sacerdote dijo que el pueblo confía en Bukele, quien fundó su propio partido político llamado Nuevas Ideas y triunfó con el eslogan: “El dinero alcanza cuando nadie roba”. Además, el gobierno les otorgó 300 dólares a las familias afectadas por la pandemia y ha hecho entregas de alimentos gratis en ciudades pobres como Cojutepeque.

“Tiene carácter mesiánico, el carácter de salvador de una situación en la cual casi la mitad de la población es pobre”, dijo Coto. “La gente no va a criticar la represión del gobierno”.

Aún así, la presencia constante de soldados armados ha inquietado a la ciudad, dijo Coto. Un sábado a finales de marzo, después de misa, él y otro sacerdote llevaron en auto a una mujer a su casa. En el camino de regreso, un grupo de militares los paró e interrogó y los amenazó con detenerlos por violar la cuarentena.

“Nos llenaron de mucho miedo porque pensábamos que nos iban a llevar a un lugar de contención” dijo Coto, quien agregó que intentó explicarles la situación a los oficiales armados.

Al final, los soldados los dejaron ir con una advertencia. El sacerdote no ha salido de la iglesia desde entonces.



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