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Bolivia: coronavirus y retroceso democrático 


2020-05-21

FRANZ FLORES CASTRO | Política Exterior

El gobierno ha aprovechado la pandemia para aplazar indefinidamente las elecciones nacionales y para establecer mecanismos de control que dañan gravemente las libertades individuales.

Bolivia afronta la pandemia de coronavirus en medio de una compleja e inacabada reconfiguración de su sistema político. El 10 de noviembre de 2019, el entonces presidente, Evo Morales, abandonó el gobierno en un contexto de multitudinarias protestas urbanas, denuncias de fraude, el amotinamento de la policía y la sugerencia del jefe de las Fuerzas Armadas, Williams Kaliman, para que dejara la presidencia. El vacío de poder fue ocupado por la senadora Jeanine Áñez, a quien se asignó las tareas de pacificar el país –la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) contabilizó 23 personas fallecidas y 715 heridos como saldo del enfrentamiento entre las fuerzas de seguridad y los seguidores de Morales–, renovar por completo el Tribunal Supremo Electoral (TSE) y convocar a elecciones presidenciales y legislativas en el plazo más corto posible. Fue un proceso tenso, acompañado de un debate en torno a la existencia o no de irregularidades en los comicios de 2019. Frente al informe de la Organización de Estados 

Americanos que dictamina fraude en las elecciones bolivianas, voces expertas como la de los académicos John Curiel y Jack R. Williams, del Laboratorio de Elecciones del Massachusetts Institute of Technology, rechazan en este estudio las conclusiones de dicho informe.

Finalmente, se convocaron comicios nacionales para el 3 de mayo de 2020. Se inscribieron ocho candidatos: el expresidente Carlos Mesa (Comunidad Ciudadana); Luis Arce (MAS), exministro de economía del gobierno de Morales; el expresidente Jorge Quiroga (Libre 21); el exlíder cívico Fernando Camacho (Creemos); Felix Patzi (MTS); Ruth Nina (Pan-Bol), y Chin Hyug Chung (FPV). En un paso sorprendente, la presidenta, Jeanine Áñez, se presentó bajo la sigla Juntos.

Las encuestas daban a Arce como favorito para ganar las elecciones. En la última medición realizada, por la empresa Cies Mori, Arce tenía una intención de voto del 33,3%, seguido por Mesa (18,3%) y Áñez (16,5%). Estos datos anunciaban un triunfo en primera vuelta para el MAS y una fuerte disputa entre Mesa y Áñez por el segundo lugar. No era para menos, ya que el sistema electoral boliviano prevé la realización de un balotaje en caso de que ninguno de los candidatos logre superar en la primera vuelta el 50% de los votos (o el 40% más una diferencia de 10 puntos sobre el segundo). Si Arce no llegaba a superar el 40%, tendría que enfrentarse a una oposición cohesionada en torno al segundo candidato más votado.

La pandemia cambió dos aspectos de la política boliviana, centrada entonces en la disputa electoral: reforzó los rasgos autoritarios del gobierno de Áñez y abrió otro frente de batalla entre el nivel nacional y los niveles subnacionales de gobierno (alcaldías y gobernaciones).

Como se sabe, toda emergencia nacional –ya sea por un desastre natural o por una guerra– dota al poder ejecutivo de potestades para asumir medidas de emergencia que implican la supresión de libertades, unas medidas que, en último extremo, pueden acabar dañando el sistema democrático. Para detener el coronavirus, el gobierno boliviano tomó medidas como la cuarentena obligatoria, el cierre de colegios y universidades y la prohibición de reuniones. Sin embargo, también aprovechó la coyuntura para desplegar ciberpatrullas encargadas de detectar a quienes, según su criterio, desinformaban sobre la pandemia en redes sociales; aplicó medidas discriminatorias contra ciertos grupos evitando, por ejemplo, que connacionales varados en la frontera con Chile regresasen al país; y tomó ventaja de la flexibilización de los controles institucionales para aprobar un polémico decreto que autoriza al Comité Nacional de Bioseguridad a establecer mecanismos abreviados para la evaluación de semillas transgénicas en Bolivia.

Mención aparte merecen las medidas de emergencia adoptadas por el gobierno en torno al cumplimiento del confinamiento, ya que ha dispuesto sanción penal a las personas que transgredan, desinformen o generen incertidumbre entre la población. En otras palabras: cualquier ciudadano que, a juicio del gobierno, esté desobedeciendo la norma corre el riesgo de ser sometido a pena de cárcel de uno a 10 años. Instituciones como Human Rights Watch y Amnistía Internacional –y la bancada del MAS en la Asamblea Legislativa– han criticado estas medidas por atentar contra los derechos humanos, afirmando que otorgan al gobierno un amplio margen para calificar cualquier brote de protesta social como atentado a la salud pública. En este sentido, sirvan de ejemplo las detenciones de Patricia Arce –alcaldesa de Vinto por el MAS, quien fue detenida pese a gozar de medidas cautelares otorgadas por la CIDH– y de Mauricio Jara –identificado por el gobierno como un “guerrero digital” relacionado con el MAS– por los delitos de sedición, instigación pública a delinquir y atentado contra la salud pública.

Dicho esto, no es casual que el índice de riesgo de retroceso democrático a causa de la pandemia, elaborado por el V-Dem Institute, coloque a Bolivia, junto a Brasil, Paraguay y Venezuela, entre los países con alto riesgo de un debilitamiento de su democracia a causa de las medidas adoptadas contra el Covid-19.

Lo preocupante es que la cultura política boliviana parece acompañar este proceso. Hace años que las mediciones realizadas por el Latinobarómetro muestran una desafección ciudadana cada vez mayor con el sistema democrático y sus instituciones. En la última encuesta del proyecto Lapop, Bolivia es el segundo país, después de Perú, cuya ciudadanía estaría de acuerdo con el cierre del Congreso por parte del poder ejecutivo en una situación de crisis como la causada por el Covid-19.

La disputa entre poderes del Estado

En 2019, Morales dejó la silla presidencial, pero la mayoría de dos tercios de su partido en la Asamblea Legislativa quedó intacta, lo que generó tensiones entre los poderes del Estado. Una de ellas fue a propósito de la Ley de Garantías, impulsada en el Senado, que prescribía recaudos legales para los líderes sociales, la otorgación de salvoconductos a dirigentes del MAS asilados en embajadas, así como juicio de responsabilidades para exautoridades de Estado. Para el gobierno, la ley implicaba impunidad para las personas que habían promovido actos de violencia en la crisis política de octubre y noviembre de 2019. El hecho de que la norma haya sido sancionada por la Asamblea Legislativa y rechazada por el ejecutivo para, finalmente, ser promulgada por aquella, marca el divorcio entre ambos poderes del Estado.

A esto se sumó que la Asamblea Legislativa procedió a interpelar a miembros del gabinete del gobierno de Áñez. En el caso del ministro de Defensa, esta acción derivó en su censura, extremo que obligó a Áñez a pedir su renuncia, aunque horas después fue nuevamente posesionado en el cargo. Hasta el inicio del brote de la pandemia en Bolivia, tres ministros se encontraban en la lista de interpelados en el legislativo, pero todo quedó en suspenso a raíz de la emergencia sanitaria del Covid-19.

El otro asunto que tensionó las relaciones entre los poderes del Estado fue la fecha de los comicios nacionales. Inicialmente, estaban previstos para el 3 de mayo, pero fueron aplazados por el TSE debido a la crisis sanitaria, sin especificar una nueva fecha. Finalmente, el 30 de abril el Senado –bajo la presidencia de Eva Copa, del MAS– sancionó una Ley que define un plazo de 90 días para la realización de las elecciones presidenciales, lo que despertó una polémica en torno al dilema entre salud o elecciones. Sería largo el detallar los rasgos del debate, pero queda claro que el gobierno está interesado en tratar de postergar de manera indefinida las elecciones para permanecer en el poder, mientras el MAS batalla por su realización pues confía en ganar los comicios, confirmando las predicciones de los sondeos.

La disputa entre niveles de gobierno

El segundo espacio de tensión política es el territorial, específicamente entre niveles de gobierno. También tiene que ver con el poder del MAS, que se mantuvo pese a la salida de su líder. Bolivia tiene 339 gobiernos municipales, de los cuales 225 están en manos del MAS. Este, además, controla seis de las nueve gobernaciones departamentales. Solo la gobernación de Santa Cruz y las alcaldías de La Paz y El Alto son aliados del gobierno, lo que patentiza su debilidad política a nivel territorial.

En estas condiciones, el conflicto entre el nivel central y el subnacional era inevitable cuando la pandemia llega a Bolivia. Las gobernaciones y alcaldías más sensibles a las demandas de la población –haciendo uso de sus facultades y competencias–, declararon, antes que lo hiciera el gobierno central, medidas de protección sanitaria, llegando algunas incluso a declarar cuarentena. En paralelo, algunos de ellos empezaron a proyectar instalaciones físicas para recibir a los enfermos y acciones para la detección de la enfermedad.

Ante esto, el gobierno buscó debilitar los niveles subnacionales, mediante decretos que lo situaban como el único habilitado para coordinar y definir la lucha contra la pandemia, amenazando incluso con cárcel a quienes, teniendo una responsabilidad departamental o local, contravinieran esta lógica. Para reforzar este propósito, el gobierno creó la figura de coordinadores departamentales que, las más de las veces, entraron en disputa y polémica con las autoridades sanitarias de los departamentos. Si bien esto se puede explicar por la intención del gobierno de ejercer un mayor control territorial, también tiene mucho que ver con las históricas deficiencias del aparato burocrático del Estado: según un último informe de la OCDE y el BID sobre las administraciones públicas en América Latina, en Bolivia la coordinación vertical del Estado no se basa en normas institucionales sino, casi en exclusiva, en la voluntad y profesionalidad de los titulares de cada uno de los niveles.

En suma, Bolivia hoy pasa por un momento de parálisis en su proceso de reconfiguración política, sin fecha definida para la realización de las elecciones nacionales, que son, en definitiva, el único medio para legitimar el poder y establecer los nuevos equilibrios políticos. El gobierno ha aprovechado la pandemia, además, para establecer mecanismos de control que dañan gravemente las libertades individuales. Por último, asistimos a un enfrentamiento abierto entre el gobierno y la Asamblea Legilativa y a otro, no menos profundo, entre los diferentes niveles de gobierno. Todo ello en medio de una preocupante mutación de la cultura política boliviana, cada vez más afecta a salidas autoritarias.



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