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Inmunidad cualificada
Lluís Bassets, El País La policía tiene el gatillo fácil porque cuenta con la protección de la justicia. Así de sencillo. Donald Trump no es el culpable de la muerte de George Floyd. Tampoco es el promotor de los disturbios. Pero no es una casualidad que Trump esté en la Casa Blanca, ni lo son sus irresponsables provocaciones, que incitan a la violencia en vez de calmar a los manifestantes. El mismo país desgarrado por la división racial que llevó a Trump a la Casa Blanca es el que ha consagrado a lo largo de los años un sistema de impunidad para sus cuerpos de policía. Racismo y abuso de poder van de la mano en ambos casos. No se entiende una cosa sin la otra. Los agentes del orden público, desde las policías locales hasta los cuerpos de seguridad federales, están fuertemente militarizados, en su formación, entrenamiento y tácticas de despliegue. Tiene toda la lógica en un país donde la venta, posesión e incluso exhibición en público de armas de asalto están consideradas como derechos protegidos constitucionalmente. Las armas de fuego causan tantas víctimas como los accidentes de tráfico. Hay una tendencia a la desinhibición a la hora de utilizarlas contra ciudadanos indefensos, tanto por parte de policías de servicio como de civiles armados que perpetran matanzas masivas. Tampoco se entiende una cosa sin la otra. Todo favorece el gatillo fácil, especialmente cuando se trata de disparar sobre ciudadanos de piel oscura. En este caso, de inmovilizar hasta la muerte a un ciudadano esposado. Las estadísticas sobre fallecidos por actuaciones de la policía demuestran que el número de afroamericanos quintuplica el de blancos. No bastan las explicaciones sobre la composición de los cuerpos policiales, en los que las minorías suelen estar proporcionalmente menos representadas que los ciudadanos blancos. Cuenta también el fuerte sentimiento corporativo de una profesión encuadrada en poderosos sindicatos, con capacidad para imponer un estatuto especial o Carta de Derechos Policiales (Bill of Rights Police), reconocido por 16 Estados, que protege a sus miembros cuando se hallan acusados por un delito, con limitaciones extremadamente garantistas en la investigación y en el interrogatorio. Si es difícil procesar a un agente, más difícil todavía es condenarlo. Las asociaciones contra la violencia policial han documentado un sistemático comportamiento deferente de los jurados ante policías imputados y una proporción de sentencias culpables inferior a la del resto de ciudadanos. Desde 2005, son 78 los agentes de policía acusados de asesinato o de homicidio por disparos. Solo 27 han sido condenados, 14 por un jurado popular y 13 por reconocimiento de culpabilidad previa al juicio. Solo uno de ellos, con una pena de 16 años, por asesinato. A la vista de la muerte de George Floyd, se diría que poco ha cambiado desde la época sangrienta de los linchamientos y asesinatos raciales en el profundo Sur. No es así, si atendemos de nuevo a las estadísticas. Es creciente el número de policías acusados de homicidio. En la primera década del siglo el promedio de policías procesados era de cinco por año y ahora la cifra se acerca a la veintena. No significa esto que haya empeorado el comportamiento policial, ni tampoco mejorado, sino que se han incrementado los medios para documentar con vídeos los crímenes, como ha sucedido con la muerte de Floyd, ahogado bajo la rodilla de un agente, en una maniobra de inmovilización muy utilizada. La impunidad policial tiene una base jurídica y la ha establecido el Tribunal Supremo, con una doctrina reconocida por varias sentencias, denominada inmunidad cualificada, que pretende proteger los errores cometidos por los agentes del orden, pero termina protegiendo sus crímenes. No basta con echar a Trump para terminar con esta peste tan letal como la covid-19. Pero una cosa va con la otra.
regina |
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