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Un recordatorio de que no estamos solos


2020-06-09

Por Elizabeth Dias, The New York Times

“¿Está alguno enfermo entre vosotros?

Llamen a los ancianos de la iglesia y oren por él, ungiéndole con aceite en el nombre del Señor.

Y la oración de fe salvará al enfermo, y el Señor lo levantará;

y si hubiere cometido pecados, le serán perdonados”.

Epístola de Santiago

El padre Ryan Connors oró por un paciente de la COVID-19 al administrar un sacramento católico, la unción de los enfermos, en el Centro Médico St. Elizabeth.

Por siglos, los sacerdotes católicos han ungido a los enfermos con aceite. Este ritual se ha vuelto extraordinariamente difícil durante la pandemia del coronavirus. Sin embargo, en ciertas ocasiones, algunos de ellos han logrado ofrecer los últimos sacramentos.

Detrás del cristal yacía un hombre, inconsciente bajo la luz eléctrica color azul, rodeado de tubos. Su familia no tenía permiso de visitarlo. No se podía tocar su cuerpo.

El reverendo Ryan Connors lo observaba desde la puerta, su cuello clerical apenas se veía debajo del protector facial.

Desde que comenzó la pandemia del coronavirus, había visitado a pacientes de la COVID-19 en toda el área de Boston para llevar a cabo uno de los rituales religiosos más antiguos para quienes agonizan: la práctica católica comúnmente conocida como la “extremaunción”.

Durante siglos, los sacerdotes han ungido físicamente a los moribundos con aceite para curar el cuerpo y el alma, si no en esta vida, entonces en la siguiente. Muchos católicos han pasado toda su vida confiando en que, en sus horas más difíciles, un sacerdote, y a través de él Dios, vendría a socorrerlos.

Este martes por la mañana, en la unidad de cuidados intensivos del Centro Médico de St. Elizabeth, todo lo que Connors sabía del paciente era su nombre y que su familia había pedido un sacerdote.

Llevaba una bolsa de plástico transparente con una bola de algodón que tenía unas cuantas gotas de aceite bendito. También contaba con fotocopias de las páginas de un libro litúrgico.

A las 10:18 de la mañana, abrió la puerta. Caminó hasta la cama, con cuidado de no pisar los tubos que estaban en el suelo.

Extendió la mano y comenzó a orar.

El padre David Barnes después de darle la extremaunción a un paciente de la COVID-19 en el Hospital Newton-Wellesley.

El coronavirus ha llevado a Estados Unidos al valle de la sombra de la muerte. En tan solo tres meses, una partícula microscópica ha revelado la mortalidad humana. Toda la nación se ha esforzado por evadir la muerte, cerrando ciudades, cubriendo los rostros con tapabocas en las calles y aislando a los moribundos de sus seres queridos durante sus últimos momentos. Sin embargo, han muerto más de 100,000 personas, a menudo solas.

Muchos rituales, que sirven de guía en los momentos más sagrados de la vida, han sido imposibles. Los hijos se han despedido por última vez de sus padres agonizantes a través de ventanas o por FaceTime, si es que lograron hacerlo. Solo una que otra vez se ha permitido el ingreso de líderes religiosos a los hospitales y asilos de ancianos. Las familias asisten a funerales por Zoom.

Estados Unidos no solo enfrenta una crisis sanitaria y económica, sino también una crisis espiritual profundamente personal. Un virus nos ha obligado a enfrentar las preguntas más íntimas que tenemos, no solo sobre cómo vivimos, sino también de cómo morimos. Sobre lo que podemos controlar y lo que no. Sobre cómo abordar la dignidad, la desolación y la esperanza humanas. Y en especial sobre cómo darle sentido a nuestras últimas horas en este mundo.

“Este gran desastre cambiará nuestra relación con la muerte; no estoy exactamente segura de cómo, pero así será”, dijo Shannon Lee Dawdy, profesora de Antropología de la Universidad de Chicago. “Psicológicamente, nos está ocurriendo a todos”.

Mucho antes del ascenso de las grandes religiones del mundo moderno, los humanos han usado rituales para procesar la muerte. Han honrado la cualidad sagrada de la vida sepultando a los muertos. Han ofrendado conjuros u objetos para preparar a las personas antes de su ingreso al más allá.

Esta pandemia llegó a un país que se alejaba de muchas de sus tradiciones de fe. El cristianismo, la religión mayoritaria en Estados Unidos, ha ido decayendo con lentitud desde hace décadas. Durante la pandemia de la gripe de 1918, muchas iglesias dejaron de ofrecer servicios, pero los ministros podían visitar a los moribundos. Hace un siglo, los sacerdotes “respondían al llamado de los enfermos de noche y de día”, informó un diario católico en ese entonces. Ahora son las enfermeras y los médicos, no los líderes espirituales ni las familias, quienes se convierten en testigos de la muerte.

No hace demasiadas generaciones, la familia de una persona que moría se vestía de negro durante meses, detenía todos los relojes de la casa, cerraba las persianas y ponía paja en la calle para amortiguar los sonidos, dijo Teresa Berger, profesora de estudios litúrgicos de la Escuela de Divinidad de Yale.

“Había una vasta práctica ritual en torno a la muerte y los moribundos que actualmente hemos restringido”, dijo. “No sabemos cómo acompañar a las personas agonizantes con un ritual; eso se lo dejamos al hospital”.

Algunos rituales se han mantenido. Las familias judías lavan el cuerpo después de la muerte y viven el luto de la shiva. Muchos musulmanes giran la cama de un ser querido agonizante en dirección a La Meca. En el catolicismo existen los últimos sacramentos.

Al aumentar los casos de coronavirus en Boston, el cardenal Sean P. O’Malley, arzobispo católico, designó un grupo de trabajo de 21 sacerdotes para recibir entrenamiento en cómo ungir de manera segura a los pacientes de la COVID-19. La ciudad, considerablemente católica, es uno de los pocos lugares de Estados Unidos donde ciertos hospitales han permitido a los sacerdotes entrar durante la pandemia.

“El momento más significativo, el momento decisivo en nuestra vida, es cómo morimos”, dijo el padre Barnes.

El sacerdote Brian Conley, capellán jesuita del hospital Brigham and Women's, ha realizado cerca de cien unciones desde que comenzó la pandemia, a veces cinco al día cuando los casos alcanzaron el punto máximo.

“El objetivo del sacramento es ser un recordatorio de que no estamos solos”, dijo. “La iglesia está presente con esta persona, y Dios está presente con esta persona”.

Los últimos sacramentos en realidad son tres rituales que, según cree la Iglesia, canalizan la gracia divina: una confesión final y el perdón de los pecados; la unción de los enfermos, y la eucaristía, es decir, recordar el cuerpo y la sangre de Jesucristo.

La antigua práctica data de una Iglesia que nació, literalmente, por la muerte de un hombre. Las narrativas bíblicas cuentan que Jesucristo ponía las manos sobre los enfermos para sanarlos y perdonarlos, y que sus discípulos ungían con aceite a los enfermos. Cuando moría en la cruz, perdonó a sus enemigos y encomendó su espíritu a las manos de Dios.

Una estola en el bolsillo del padre Barnes

En ese entonces, un ritual romano que era común durante la muerte consistía en poner una moneda en la boca de los difuntos, con el fin de pagar el peaje a través de un río hacia el más allá. En sus inicios, la Iglesia sustituyó la moneda con pan que alimentaba a los muertos para el viaje hacia la presencia de Dios. Era una celebración final de la eucaristía, conocida en latín como viaticum, o “provisiones para el camino”.

En la Europa medieval, cuando las plagas mataban a una de cada tres personas, la unción de los enfermos se volvió aún más importante. La vida era corta, y la muerte era impredecible y vista como un castigo divino. Fue una era de ansiedad, la era del “Infierno” de Dante, cuando muchos temían que sus almas sufrieran en el purgatorio por sus pecados. Los últimos sacramentos absolvían a una persona moribunda y mitigaban el miedo sobre el propio destino eterno.

"Ars moriendi", alemán, circa 1475 d.C.

Todo un género de la literatura, "ars moriendi" (el arte de morir), se desarrolló en torno al bien morir. Los manuales que se extendieron por toda Europa describían las oraciones finales para los moribundos y sus familias, y enseñaban a evitar la tentación y el miedo en las últimas horas.

“Es muy difícil para los individuos seculares modernos comprender el nivel de desesperación”, dijo Ralph Keen, decano de estudios católicos y profesor de historia en la Universidad de Illinois en Chicago. “Un Dios justo que castiga a la humanidad temerosa, no hay nada más aterrador”.

“Estaba destinado a ser un sacramento de consuelo”, dijo.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el Vaticano amplió la unción para incluir a los enfermos y no solo a los moribundos. Los sacerdotes comenzaron a darle la unción a personas que enfrentaban una cirugía o tenían una enfermedad grave, como el cáncer.

El sacramento es una forma de reconocer lo sagrado de cada vida humana, explicó el reverendo Michael Witczak, profesor asociado de estudios litúrgicos y teología sacramental en la Universidad Católica de América. Los enfermos, los pecadores y los moribundos, todos tienen valores y derechos, dijo.

La palabra “paciente” viene del latín, y originalmente significaba “uno que sufre”. Pero en medio de una nueva enfermedad aterradora como la COVID-19, los pacientes pueden ser vistos antes como problemas a resolver o estadísticas, dijo.

“Traerles el sacramento es recordarnos que son seres humanos con un pasado y un presente y, ojalá, algún tipo de futuro”, dijo.

Barrios tan solo deseaba tocar su mano o darle un beso. Ella no es católica, pero su padre, un empleado de mantenimiento de 59 años que colocaba baldosas y techos, asistía a misa todos los domingos. Un amigo le contó sobre los últimos sacramentos y ella investigó en línea. Dos semanas después de que conectaron a su padre a un respirador, pidió que le llevaran a un sacerdote.

“Sé que las personas están inconscientes”, dijo Barrios. “Pero a veces te preguntas, desde el punto de vista religioso, ¿qué tan inconscientes están? ¿Pueden escucharte?”.

“La ciencia dice algo, pero no solo existe la ciencia”, comentó. “Simplemente sentimos que, si estuviéramos ahí, si pudiéramos tocarlo…”.

Su voz se detuvo.

La seguridad de contar con una presencia sagrada es un consuelo no solo para los moribundos, sino para los seres queridos que quedan atrás. Negarles el sacramento puede ser devastador. En abril, Elvira Arbusto, de 95 años, murió de la COVID-19 en un centro de cuidados en Connecticut. Sus hijos no pudieron lograr que alguien configurase una videollamada para poder hablar con ella, mucho menos conseguir un sacerdote.

“Sé que ella hubiera querido eso y también habría ayudado a la familia”, dijo su nuera, Beth Cioffoletti. “Fueron unos días muy perturbadores, de pensar que ella estaba abandonada en una habitación para morir”.

Para algunas familias, la unción deja abierta la esperanza de un milagro. Addis Dempsey, a quien conocen como Skip, estaba inconsciente e intubado en St. Elizabeth cuando un sacerdote fue a administrarle el sacramento a inicios de mayo. El primo de Dempsey, el sacerdote Bill Williams, quien ha ofrecido las mismas oraciones innumerables veces durante sus 52 años como párroco, estaba escuchando por el altavoz.

El sacramento fue un ritual de curación, explicó más tarde, un recordatorio de que sin importar cómo resulten las cosas, Dios está contigo.

“Los sacramentos son como abrazos de Dios, los momentos en los que nos abraza”, dijo el padre Bill Williams.

“No es magia”, dijo el padre Williams. “Son los fieles que llaman a Dios, y dicen, ‘Dios, necesitamos un abrazo en este momento’. Yo diría que los sacramentos son como abrazos de Dios, los momentos en los que nos abraza. Y a nadie le gustan los abrazos rápidos”.

Unos días después, Dempsey ya no necesitó un ventilador. Pronto fue extubado y capaz de hablar por unos cuantos minutos por teléfono con otra prima, Peggy Golden, mientras comenzaba su recuperación.

“Se vertieron muchas cosas en él, y Dios fue una de ellas”, dijo ella. “Tengo que creer que todas jugaron un papel para que ayer hablara con él. Alguien está en control de esto. Si elige curarlo, eso para mí está bien”.

Cuando Barrios pidió la unción para su padre, un capellán del hospital llamó a Connors, quien estaba impartiendo una clase de Teología Moral en línea.

Al aumentar el número de muertos en Boston, Connors comenzó el aislamiento con dos sacerdotes más, que también son parte de los equipos de la COVID-19 de la arquidiócesis. Antes de que uno de los sacerdotes salga de casa para ungir a los enfermos, se pone un par de zapatos limpios justo afuera de la puerta trasera. Cuando vuelve, de inmediato lava la ropa que usó.

Entre llamados, los tres sacerdotes hicieron una pausa para reflexionar acerca de su ministerio. El padre David Barnes acababa de ungir a un paciente agonizante en el Hospital Newton-Wellesley.

“A menudo piensas: esta persona irá al cielo después de hablar conmigo”, dijo Barnes. “Eso siempre es muy aleccionador, pero también muy hermoso, que puedas acompañar a alguien en ese momento”.

“El momento más importante, el momento definitorio de nuestra vida, es la manera en que morimos”, afirmó.

Esta es una oportunidad para que todas las personas analicen sus propias vidas y enfrenten las preguntas difíciles, explicó: “¿Qué es importante en la vida? ¿Cuál es el significado de la vida? ¿Cuál es tu máxima esperanza?”.

El padre Thomas Macdonald recordó que las enfermeras a veces se unían en oración con él cuando ungía pacientes en cuidados intensivos.

“Es fácil ser laico, es fácil no creer en Dios cuando piensas que la humanidad básicamente tiene el control sobre su propio destino y sus asuntos”, dijo. “Vivir bien requiere prepararse para la muerte, reconocer que la muerte es parte de nuestro destino humano. No sé cómo se logra eso sin creer en Dios, sin creer que hay un propósito real para nuestras vidas”.

Y aunque el futuro de la religión en Estados Unidos pueda ser tema de interés para la reflexión, dijo el padre Connors, él está enfocado en el trabajo que tiene a la mano: atender las necesidades espirituales reales de las personas.

“En 400 años, pase lo que pase en una pandemia, habrá sacerdotes para ungir al pueblo de Dios”, dijo. “Pase lo que pase”.

En la habitación en el Centro Médico St. Elizabeth, Connors rezó al lado de la cama del hombre. No importaba que era la primera vez que lo veía. Los unía su bautismo compartido y una creencia mayor que ellos: que, en esas últimas horas, Dios vendría.

Barrios observó de manera remota por FaceTime desde la clínica donde trabajaba como enfermera. Por primera vez, vio a su padre en la cama del hospital. Le pidió a un colega que se sentara con ella para poder sostener la mano de alguien mientras observaba.

Barrios observó por video cuando el sacerdote Connors administraba la unción de los enfermos a su padre.

Primero, una lectura del Evangelio según San Mateo. “Vengan a mí todos los que están cansados y llevan cargas pesadas, y yo les daré descanso”, leyó Connors. A continuación, la absolución de los pecados. La garantía del perdón.

Después, Connors levantó la bola de algodón. Tocó con ella la frente del hombre, y le untó aceite.

“Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo, para que libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”, proclamó el sacerdote.

Apartó la bola de algodón. Después la quemaría, según la enseñanza católica.

Vio al hombre.

“Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén”, oró.

Terminó. Todo el ritual duró solo unos cuantos minutos, y la unción se realizó en segundos. Pero en esos segundos quedó plasmada una eternidad.

Barrios se sintió conmovida.

“Como seres humanos somos muy frágiles”, dijo. “El amor sana”.

Tres semanas y un día después, su padre, Otto Ronaldo Barrios, murió.



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