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Cuando un país falla en la prueba del malvavisco


2020-06-12

Por Paul Krugman, The New York Times

Estados Unidos está demasiado desunido como para enfrentar de manera efectiva la pandemia del coronavirus. Tenemos el conocimiento, tenemos los recursos, pero no tenemos la voluntad.

La prueba del malvavisco es un famoso experimento psicológico que prueba la disposición de los niños para postergar la gratificación. A los niños se les ofrece un malvavisco, pero se les dice que pueden tener un segundo malvavisco si están dispuestos a esperar 15 minutos antes de comerse el primero. La afirmación de que a los niños con fuerza de voluntad les irá mejor en la vida no se ha sustentado bien, pero el experimento sigue siendo una metáfora útil para muchas opciones en la vida, tanto de individuos como de grupos más grandes.

Una forma de pensar sobre la pandemia de la COVID-19 es que plantea un tipo de prueba del malvavisco para la sociedad.

En este punto, ha habido suficientes historias internacionales de éxito sobre cómo lidiar con el coronavirus como para darnos una idea clara de lo que se necesita para vencer a la pandemia. Primero, hay que imponer un distanciamiento social estricto el tiempo suficiente para reducir el número de personas infectadas a una pequeña fracción de la población. Luego se debe implementar un régimen de pruebas, rastreo y aislamiento: identificar rápidamente cualquier brote nuevo, encontrar a todos los que estuvieron expuestos y ponerlos en cuarentena hasta que haya pasado el peligro.

Esta estrategia es aplicable. Corea del Sur lo ha hecho. Nueva Zelanda lo ha hecho.

Pero debes ser estricto y debes ser paciente, mantener el rumbo hasta que la pandemia haya acabado, no ceder a la tentación de volver a la vida normal cuando el virus aún está muy extendido. Entonces, como dije, es una especie de prueba del malvavisco.

Y Estados Unidos está fallando en esa prueba.

Los nuevos casos en Estados Unidos y las muertes han disminuido desde inicios de abril, pero eso se debe casi en su totalidad a que el área metropolitana de Nueva York, después de un brote horrible, ha logrado un gran progreso. En muchas partes del país —incluidos nuestros estados más poblados, California, Texas y Florida— la enfermedad aún se está diseminando. En general, los nuevos casos se estancan y pueden estar comenzando a elevarse. Y, aún así, los gobiernos estatales están empezando a reabrir.

Esta es una historia muy diferente a la que está sucediendo en otros países avanzados, incluso en países muy golpeados como Italia y España, donde los casos nuevos han caído dramáticamente. Ahora parece probable que a fines del verano seamos la única nación rica en la que un gran número de personas aún mueran por la COVID-19.

¿Por qué estamos fallando en la prueba? Es fácil culpar a Donald Trump, un hombre-niño que seguramente se zamparía ese primer malvavisco y luego intentaría robar los de los otros niños. Pero la impaciencia de Estados Unidos, su falta de voluntad para hacer lo que se tiene que hacer para lidiar con una amenaza que no puede ser derrotada con amagos de violencia, es mucho más profunda que un solo hombre.

No ayuda que los miembros del Partido Republicano se opongan ideológicamente a los programas gubernamentales de redes de seguridad, que son los que hacen tolerables las consecuencias económicas del distanciamiento social; como explico en mi reciente columna, parecen determinados a dejar que la ayuda de emergencia crucial expire demasiado pronto. Tampoco ayuda que incluso las medidas de bajo costo para limitar la propagación de la COVID-19, sobre todo usar mascarillas (que protegen principalmente a las otras personas), estén atrapadas en nuestras guerras culturales.

Estados Unidos en 2020, parece, está demasiado desunido, con demasiadas personas tomadas por la ideología y el partidismo, como para enfrentar de manera efectiva una pandemia. Tenemos el conocimiento, tenemos los recursos, pero no tenemos la voluntad.



regina


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