Formato de impresión


La entrada en la vida eterna


2020-07-07

Fuente: Fraternidad Católica

«Con la certeza de que nada hay más seguro que la muerte
y nada más inseguro que su momento»

Dios creó a los hombres para que vivieran para siempre, un tiempo en esta tierra y después eternamente en el Cielo. Debido al pecado, entró la muerte en el mundo y por eso, porque la muerte es un castigo, la muerte es un suceso doloroso absolutamente cierto. Lo único que es incierto es cuándo, dónde y cómo se producirá. Carlos V compuso su primer testamento en 1522 cuando contaba veintidós años. Contenía una frase que incluyó en el testamento que hizo en 1554: «Con la certeza de que nada hay más seguro que la muerte y nada más inseguro que su momento».

Con el pecado se perdió la vida sobrenatural y, por tanto, el verdadero sentido de la existencia humana. Aunque la muerte es un hecho, nuestra inteligencia se da cuenta de que el alma no muere porque es de orden espiritual y no se puede corromper. Pero sin el cuerpo, ¿a dónde va el alma?

«El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo. La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreductible a la sola materia, se levanta contra la muerte.

La Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre» (Concilio Vaticano II, Const. dogm. Gaudium et spes). 

A todos los hombres les cuesta morir, a todos, también a quienes tienen fe; porque la muerte es el desgarramiento substancial, el cambio más profundo a nivel natural de la persona: la separación del alma -forma substancial- del cuerpo. Cuesta porque el alma apetece vivir en el cuerpo, en su cuerpo, porque ha sido hecha para vivir con él. Pero junto a este dolor a la hora de morir, puede haber otra cosa, el temor. Pero ¿quién teme? El que algo debe, el que sabe o sospecha que algo malo ha hecho. Quienes se esfuerzan por vivir según el querer de Dios no tienen este temor, y sí lo tienen quienes no viven así. Y esto, por un lado, porque se pone el corazón en cosas de la tierra (la fama, el dinero, el placer, el poder...) y se sabe que todo eso acabará el día en que uno muere. «Oh muerte, qué amargo es tu recuerdo para el que vive tranquilo con sus posesiones, para el hombre contento que prospera en todo y tiene salud para gozar de los placeres» (Si 41,1). «Temen mucho la muerte porque aman mucho la vida de este mundo y poco la del otro. Pero el alma que ama a Dios vive más en la otra vida que en ésta, porque el alma vive más donde ama que donde anima» (San Juan de la Cruz, Cántico espiritual).

Pero, a la vez, se teme la muerte cuando se sabe que uno ha nacido para vivir según la vida de la gracia y comete un pecado o lleva una vida al margen de Dios, porque sospecha que está malogrando su vida, que la muerte será como el aborto de la vida que se debería vivir para siempre. Quienes han puesto su confianza en Dios, en cambio, saben con la sabiduría que Dios les da que la muerte precisamente es el principio y que nada han de temer. «A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. -A nosotros, la muerte -la Vida- nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio» (San Josemaría, Camino). Por eso, decía san Agustín, «Si tienes miedo a la muerte, ama la vida. Tu vida es Dios, tu vida es Cristo, tu vida es el Espíritu Santo. Le desagradas obrando mal. No habita El en templo ruinoso, no entra en templo sucio» (San Agustín, Sermón 161). Lo definitivo es morir en estado de gracia y, para eso, vivir habitualmente en esa situación, porque sólo se muere una vez (cfr. Hb 9,27) y el premio o castigo eterno depende de ese momento. Para quienes viven en gracia, decía gráficamente san Carlos, la muerte no lleva en sus manos una guadaña exterminadora, sino una llave de oro que nos abre la puerta de la vida eterna.

Se ha hablado muchas veces de la muerte como maestra de la vida; su lección consiste en enseñar a vivir: ¡Cuántos aprenden a vivir justamente cuando se les termina la vida! Se dan cuenta de que estaban en la tierra solamente para obedecer a Dios y ganar el Cielo. En aquella parábola de Jesucristo sobre el rico Epulón y el pobre Lázaro, además de mostrar la existencia del Cielo y del infierno como lugares absolutamente distintos y distantes, indica cómo Epulón, viendo que él se había equivocado y que ya no tenía remedio, quiere que Lázaro vaya a advertir a sus hermanos para que aprendan a vivir: «"Te ruego, padre -dice a Abraham-, que le envíes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les avise y no vengan también ellos a este lugar de tormentos". Abraham respondió: "Tienen a Moisés y a los Profetas, que los escuchen". Pero él dijo: "No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va a ellos, harán penitencia". Y le contestó: "Si no escuchan a Moisés y a los Profetas, tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite"» (Lc 16, 27-31).

Algunos que no viven como Dios quiere, esperan un suceso extraordinario -que un muerto resucite, por ejemplo- para cambiar de vida. Pero ni aun así cambiarían de vida, porque el que no quiere creer no quiere. Les sucede como a los judíos que, después de ver la resurrección de Lázaro, no sólo no creyeron en Jesús, sino que acordaron matarle, y, posteriormente, cuando vieron el sepulcro vacío y el testimonio de la resurrección de Cristo dado por quienes le vieron resucitado, tampoco quisieron creer. «No escucharon a Cristo resucitado porque no escucharon a Cristo a su paso por la tierra» (San Agustín, Sermón 138). Aprender a vivir; qué distintas se ven las cosas en el momento de la muerte. Jesucristo, con su doctrina nos ha enseñado cómo vivir.



regina


� Copyright ElPeriodicodeMexico.com