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La ardua batalla contra el coronavirus en la frontera de Texas


2020-07-21

Por Caitlin Dickerson; The New York Times

Un sofocante día de la semana pasada cerca de la punta sur de Texas, donde las elevadas tasas de pobreza y la prevalencia de enfermedades crónicas han acentuado la ferocidad del coronavirus, el doctor Renzo Arauco Brown realizó sus rondas para verificar el progreso de algunos pacientes que sufrían complicaciones graves por el virus y cuyas vidas estaban en riesgo.

La unidad especial de enfermedades infecciosas en la que trabaja, que ahora está en una situación caótica, se ha visto abrumada por el número de nuevas admisiones en semanas recientes. Los médicos clínicos sudan bajo las distintas capas de equipo de protección que llevan y gritan para poder escucharse entre el continuo ruido de alarmas.

Trepado encima de un hombre de 63 años cuyos pulmones recibían cantidades peligrosas de oxígeno de un respirador, Arauco Brown ordenó medicamentos que paralizaran al hombre, con la esperanza de que así se solucionara el problema. Por desgracia, solo era una de las muchas complicaciones que enfrentaba; también había sufrido un derrame cerebral grave y coágulos sanguíneos debido al virus.

Al final del pasillo, una enfermera retiraba un cojín de debajo de la cabeza de una mujer de 39 años y descubría que estaba empapado en sangre. Arauco Brown se apresuró a revisarla. Volteó a ver a la enfermera, quien ya estaba en el teléfono solicitando todo lo necesario para una transfusión. “Dile que lo traigan ya, de inmediato”, dijo Arauco Brown.

Si se elabora una lista de los factores de riesgo para desarrollar complicaciones graves a consecuencia del virus, se tiene una descripción perfecta de estos márgenes del país: más del 60 por ciento de los residentes son diabéticos o prediabéticos. Las tasas de obesidad y cardiopatías se encuentran entre las más altas de Estados Unidos. Más del 90 por ciento de la población son latinos, grupo que muere a tasas más altas que los estadounidenses blancos a causa del virus.

La atmósfera durante los primeros meses de la pandemia fue de una calma escalofriante. Muchos funcionarios de salud pública le atribuyen el bajo número inicial de casos en El Valle a la orden de quedarse en casa. Eso cambió rápidamente después de que el gobernador Greg Abbott dejó que la orden estatal de permanecer en casa expirara en mayo.

“Sabíamos que era una bomba de tiempo debido a lo altos que son los porcentajes de obesidad, hipertensión y diabetes”, señaló Adolfo Kaplan, médico de cuidados intensivos que trabaja con Arauco Brown en DHR Health en Edinburg, Texas. “Sabíamos que si el hospital resultaba afectado, sería un desastre, y eso es lo que estamos viviendo”.

Más de 57,000 personas están hospitalizadas en este momento en todo el país, según el Proyecto de Rastreo COVID, lo que representa un marcado aumento que se aproxima al punto máximo alcanzado a nivel nacional en abril, cuando el centro del brote estadounidense se encontraba en Nueva York.

Las tres instalaciones que destina este hospital al tratamiento de pacientes de la COVID-19 han estado llenas a su capacidad total desde la primera semana de julio. En ocasiones, más de diez ambulancias han tenido que esperar afuera a que se desocupen camas.

Se han llevado sillones reclinables y camas rodantes a las salas de emergencia, donde algunos pacientes han tenido que esperar más de un día para ser transferidos a una unidad de terapia intensiva.

Con 11,000 infecciones activas en la región, los funcionarios de salud pública calculan que en dos semanas las hospitalizaciones podrían elevarse al doble. Peor aún, todos los hospitales cercanos también están al tope de su capacidad, por lo que nadie sabe a dónde irán los pacientes. El miércoles, Abbott anunció que las instalaciones de servicios sanitarios del área recibirán más financiamiento, personal médico y suministros.

“Nuestra curva en este momento va en línea recta ascendente. No hay ninguna señal de que vaya a aplanarse la curva. No hay alivio”, se lamentó Sherri Abendroth, coordinadora de seguridad y gestión de emergencias del hospital.

Los administradores de DHR Health comentaron que han dejado el hospital principal en gran parte libre de infecciones de coronavirus para atender a pacientes con padecimientos graves sin relación alguna con la pandemia, como ataques cardíacos y derrames cerebrales, así como algunos procedimientos electivos.

Hace meses, Abendroth empezó a comprar más máquinas para diálisis con el propósito de atender a pacientes con insuficiencia renal y a aquellos que pudieran desarrollarla a consecuencia del virus. Contrató personal adicional con experiencia en el tratamiento de complicaciones que son comunes en El Valle.

Por desgracia, varios factores fuera de su control complicaron la tarea de combatir el virus: muchos miembros de la comunidad evitan acudir a los servicios médicos a toda costa, por temor a incurrir en gastos imposibles de costear o, en algunos casos, poner en peligro su situación migratoria.

“No buscan atención médica sino hasta que están muy graves”, explicó. “Así que cuando los recibimos, deben quedarse más tiempo en el hospital y recibir tratamiento más intensivo”.

Incluso los bebés en el valle del Río Grande son especialmente vulnerables. Las altas tasas de diabetes entre las mujeres embarazadas dificultan el desarrollo de los pulmones en el útero. Desde antes de la pandemia ya se conectaba a muchos bebés a pequeños respiradores hasta que fortalecían sus pulmones y lograban respirar por sí mismos.

Una sección del hospital que atiende a las mujeres y fue sellada para las embarazadas infectadas con coronavirus se ha ampliado en dos ocasiones. Algunas mujeres han tenido que quedarse en su automóvil durante las primeras etapas del parto porque la unidad estaba llena.

En una comunidad conocida por sus fuertes vínculos familiares multigeneracionales, donde los doctores dicen en broma que algunas embarazadas podrían llenar una tribuna con los parientes que quieren estar presentes en el alumbramiento, el proceso de dar a luz con una infección de coronavirus ha sido de lo más sombrío.

“Quería que todo fuera diferente”, dijo Marisa Ponce, quien esperaba gemelas, mientras se preparaba para su traslado a una sala de operaciones para ser sometida a una cesárea. La pandemia apesadumbró todo su embarazo. Casi todos los días se quedaba en su habitación para evitar enfermarse. No tuvo ninguna fiesta del bebé y le pidió a la madre de su novio que se encargase de elegir una cuna y pañaleros. De cualquier forma, contrajo el virus.

Conforme a los procedimientos de seguridad del hospital, nadie pudo acompañarla en el alumbramiento. Su doctor le dio instrucciones de aislarse de las bebés durante dos semanas después de su nacimiento, hasta que pudieran realizarle dos pruebas para confirmar que estuviera recuperada por completo.

Durante la cesárea, Ponce se mostró estoica, rodeada por médicos clínicos que intentaban ayudarla tras capas y capas de uniformes y gafas de protección. Parecía que se habían vestido para viajar al espacio.

Cuando salieron las bebés, un dispositivo de filtración muy ruidoso utilizado para limpiar el aire de partículas de coronavirus enmudeció su llanto. En unos segundos, un terapeuta respiratorio las llevó a la unidad neonatal de cuidados intensivos. Las lágrimas corrían por el rostro de Ponce.

Otra futura madre con el coronavirus, Kimberly Muñoz, quien se describe a sí misma como una reina del drama, se había imaginado a los gritos mientras sujetaba las manos de su marido y su cuñada hasta el momento en que llegase su hijo recién nacido.

En cambio, Muñoz parió sola mientras su celular parpadeaba junto a ella con mensajes de los miembros de su familia, ansiosos por recibir noticias. Durante la media hora que tardó en llegar el bebé, estuvo callada. Cuando su médico sostuvo a su hijo por encima de ella, Muñoz lo buscó instintivamente, pero luego se detuvo. Un minuto después, el niño ya no estaba. “Me rompió el corazón”, dijo.

Similar a aproximadamente el 75 por ciento de las personas en El Valle con seguro de salud, tanto Ponce como Muñoz están cubiertas por Medicaid debido a sus bajos ingresos. Los médicos dicen que la pobreza exacerba las complicaciones del coronavirus, incluso en la recuperación. Muchos lugareños viven en hogares con múltiples generaciones que comparten espacios reducidos. Es difícil encontrar un cuarto libre donde una persona enferma pueda aislarse.

La semana pasada, en una de las unidades de coronavirus, José Alemán Saucedo, de 77 años, fue dado de alta para volver a su modesto departamento en la cercana ciudad de Donna después de dos semanas en el hospital. Ese mismo día, más temprano, un enfermero había llamado a media docena de miembros de su familia para preguntar si alguien podía llevarlo. Ninguno dijo que sí, así que Alemán tendría que irse solo a casa.

“Tengo miedo”, dijo Alemán, y agregó: “Preferiría quedarme aquí, pero ahora ocupo una habitación que se necesita para otras personas”.

Los médicos y enfermeros cubren turnos adicionales para atender las admisiones incesantes. Muchos sienten la devastación como algo personal.

“Ni siquiera es cuestión de dinero”, dijo Christian González, un enfermero de 25 años nacido en El Valle que ha trabajado turnos de entre 12 y 14 horas, seis días por semana, desde que los casos de coronavirus se dispararon en julio. “Es que se trata de gente que he conocido desde niño; el papá de algún conocido está enfermo, la mamá de otro está enferma”.

Al comienzo de un turno la semana pasada, González notó a un hombre sentado en una cama. Su estómago estaba temblando y su cuerpo se sacudía mientras luchaba por tomar oxígeno. Su piel se estaba volviendo púrpura.

Cuando González aceleró el paso para acercarse, se dio cuenta de que el rostro del hombre le resultaba familiar. Era el supervisor de la cafetería del hospital, un hombre de 62 años conocido por su enorme sonrisa y los especialmente deliciosos wraps de pollo que hace. Como casi todos los pacientes a su alrededor, también era diabético.

González llamó a un médico y luego llamó a la familia del hombre por el altavoz, para obtener permiso para ponerlo en un ventilador. En dos minutos, el supervisor de la cafetería estaba inconsciente con una máquina que llevaba aire a sus pulmones.

González dijo que esperaba que la intervención le salvara la vida, pero sabía que la mayoría de los pacientes mayores con problemas de salud preexistentes no se recuperan de la intubación. “Sus resultados son generalmente pobres”, dijo González. “Los riñones fallan. Es como una cascada de tristeza”.

Para los pacientes que estaban gravemente enfermos antes de contraer el coronavirus, hay aún menos posibilidades de supervivencia. Arauco Brown tenía una expresión de dolor debajo de sus dos capas de protección cuando llamó al hijo de una de sus pacientes. La mujer había llegado con insuficiencia cardíaca, presión arterial alta y cirrosis hepática.

Junto a su cama había dos pancartas con mensajes alentadores que los miembros de su familia habían dejado. Mostraban a la mujer sonriendo, envuelta en el centro de un gran abrazo grupal. Los letreros decían en español: “¡Ven a casa, mamá!” y “¡Te estamos esperando, abuela!”.

Arauco Brown tuvo que explicar a la familia de la mujer que no esperaba que ella pudiera respirar por sí misma de nuevo.

Para el personal del hospital, el número de muertes ha sido apabullante.

Una tarde, con lágrimas en los ojos, tres enfermeras de terapia intensiva se reunieron en torno a una mujer de 84 años que había hablado con ellas solo unos días antes. “Parecía que iba a recuperarse”, dijo una de ellas.

Esa mañana, se volvió evidente que el corazón de la mujer no resistiría. Las enfermeras llamaron a su hija y le prometieron que la mujer no moriría sola. Una de ellas, que se sentó a su lado, sostenía un teléfono sobre el oído de la mujer para que su hija le hablara. Con la mano que le quedaba libre, la enfermera acariciaba el brazo de su paciente durante sus últimos momentos de vida.

Cuando las máquinas indicaron que la mujer había muerto, las enfermeras se pusieron de pie lentamente. Cerraron los ojos de la mujer, la cubrieron con una sábana y comenzaron a prepararse para atender al paciente que ocuparía su lugar.



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