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Un ejército de agresores camuflados


2020-07-21

Por Sinar Alvarado, The New York Times

Durante su largo combate contra las guerrillas en Colombia, miembros de las fuerzas armadas han cometido delitos diversos contra civiles. La violación de una menor indígena recuerda la necesidad de una reforma militar.

El campo puede ser un aliado del crimen. Allí la soledad y la lejanía colaboran cuando los violentos de cualquier bando deciden que las vidas de los demás les pertenecen. Algo así ocurrió el 22 de junio en Santa Cecilia, un caserío del Eje Cafetero colombiano, donde siete soldados violaron a una indígena de la etnia emberá katío y al menos uno de ellos ofreció dinero por su silencio. La impunidad no cuajó esta vez porque la familia de la chica, de 12 años, denunció la agresión enseguida. Desde 2016 el ejército de Colombia suma 118 investigaciones abiertas por abuso sexual de menores. Esto, junto a otras faltas, le ha granjeado la peor desaprobación de los últimos 20 años.

Nuestra guerra interna convirtió a los militares en héroes. Durante décadas acumularon prestigio social y un respaldo mayoritario entre la población. Con la fuerza del Estado combatieron a las guerrillas y protegieron a los ciudadanos del secuestro, la extorsión y el asesinato. Pero la reputación y el apoyo popular sirvieron también para desplegar un paraguas de silencio que toleró distintos abusos. En tiempos violentos prosperó entre muchos soldados y altos oficiales la idea de que estaban por encima de la ley.

Ahora que desarmó a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc), su guerrilla más numerosa y antigua, el país intenta consolidar una paz duradera. Entre otras novedades, esto implica revisar a una fuerza pública formada para la guerra y adecuarla a este momento inédito de sosiego en construcción.

La institución militar nos debe algunos compromisos democráticos: detener sus constantes escarceos con la ilegalidad, proteger sin distingos a la población civil, acatar las sucesivas demandas de transparencia y respetar el Estado de derecho en todo momento. Es inaceptable para los contribuyentes de este país financiar fusiles que luego pueden someterlos.

La negociación de paz que desarmó a las antiguas Farc fue una oportunidad brillante para propiciar los cambios más urgentes. Pero las fuerzas armadas, las mismas que arrinconaron a la guerrilla hasta forzar el armisticio, recibieron allí un tratamiento especial que no dejó espacio político para los cambios necesarios, me dijo María Victoria Llorente, directora de la Fundación Ideas para la Paz. Juan Manuel Santos, el expresidente pacificador, de algún modo prefirió dejar quietos a los hombres de armas con tal de comprometerlos en su meta principal.

Ahora el problema es de liderazgo, me confirmó Llorente. “Los militares sienten que hay demasiadas cortapisas legales para poder actuar en un conflicto complejo como el colombiano, mezclado entre crimen organizado y conflicto contrainsurgente clásico”, dijo. Es cierto que las guerrillas, por encima de cualquier ideología, suelen actuar como bandas criminales financiadas por el narcotráfico. Pero los militares son el brazo armado de la legalidad, y su mandato para combatir el delito no incluye la posibilidad de imitarlo.

Aunque ha ocurrido en numerosas ocasiones. En su combate permanente contra la insurgencia, los militares colombianos han “dado de baja” al Derecho Internacional Humanitario. Entre 1988 y 2014 varios grupos de soldados disfrazaron a inocentes de guerrilleros y ejecutaron a 2248 para cobrar beneficios. El eufemismo los bautizó como “falsos positivos”. Durante el gobierno de Álvaro Uribe —cuando se registraron más víctimas— hubo también, según investigaciones, alianzas con paramilitares para someter a las Farc, el enemigo común. A fines de 2019, en las selvas del oriente, el ejército bombardeó un campamento de disidentes guerrilleros y mató a ocho niños. Para completar la muestra, este año se reveló que la inteligencia militar espió a decenas de periodistas y opositores políticos.

A esto se suma la violación de la niña emberá katío. La fuerza pública de un Estado democrático actúa con indolente frecuencia como un ejército de ocupación.

Inmune al ruido y la crítica ciudadana que despertaron estos casos, el presidente de Colombia, Iván Duque, ha mantenido en sus puestos a casi todos los generales, mientras ha explicado los delitos con la manida tesis de las manzanas podridas: un reducido grupo de inadaptados que hace quedar mal a un ejército sin máculas.

Pero el problema es mayor. Y no se resuelve solo separando del grupo a los autores materiales de las ilegalidades como quien extirpa un tumor para salvar al organismo sano. Para entenderlo basta revisar los casos de abuso sexual.

Según el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH), la militarización de territorios incrementó los casos de violencia sexual cometidos por miembros del ejército y la policía. La violación en Santa Cecilia es parte de un fenómeno amplio. En las zonas rurales, donde gobiernan las balas, abunda el miedo. Por eso las denuncias son escasas y buena parte de los abusos no se registra. Aún así el Registro Único de Víctimas reporta 32.382 por delitos contra la integridad sexual durante medio siglo de conflicto armado. Organizaciones de justicia para las mujeres han pedido a la Jurisdicción Especial de Paz que incluya estos abusos en su competencia. Sería un buen primer paso. Pero harán falta otros.

Durante muchos años, diversas voces en Colombia han exigido una reforma urgente de las fuerzas armadas. La solución, sin embargo, rebasa a los cuarteles.

Los militares de este país obedecen al poder civil, pero en este momento político no surge de él una autoridad que proscriba los delitos de forma inequívoca. Duque recibió los votos del expresidente Uribe, su mentor, y todos los análisis demuestran que fue elegido gracias a ese caudal. Pero Duque también heredó a una generación de altos oficiales cuya doctrina, dominada aún por la tesis del enemigo interno, pide a gritos ser reformulada. Porque este legado viene atado a una estrategia antigua: desdeñar los delitos cometidos por militares como si fueran simples daños colaterales.

En un país como Colombia, donde el narcotráfico y los grupos armados ilegales aún dominan vastas zonas sin la presencia efectiva del Estado, es impensable prescindir del ejército, como lo hizo Costa Rica en 1948. Pero sí sería saludable plantear una nueva filosofía; reconsiderar el propósito de la fuerza pública y quitarle el monopolio de la presencia oficial. En muchas zonas rurales solo ellos representan la legalidad. Mientras el Estado lleve al campo solo botas y balas, seguirá viva una subordinación que pone a los civiles como súbditos de cualquier hombre armado.

Para evitar nuevas violaciones a menores y otros abusos en manos de soldados, el cambio de fondo exige una nueva actitud. Las fuerzas armadas deben entender que su fuero no las exime de cumplir la ley. Por el contrario, deben propagar entre sus filas una ética militar que pueda ser firme sin el uso excesivo de la fuerza. Una forma de rescatar el uniforme camuflado de un ideario que con frecuencia lo percibe como abusador potencial.



regina


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