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Beirut me trató como a una amiga cuando era una extraña ensangrentada y aturdida


2020-08-06

Por Vivian Yee | The New York Times

BEIRUT — Estaba a punto de ver un video que una amiga me había enviado la tarde del martes —“parece que se está quemando el puerto”, dijo— cuando todo mi edificio se sacudió, como quien se asusta, por el estruendo más profundo que jamás escuché. Con dificultad, e inocencia, corrí hacia la ventana y luego volví a mi escritorio en busca de noticias.

Después hubo un estruendo mucho más grande y el sonido en sí pareció astillarse. Había vidrio volando por todas partes. Sin pensar, me moví y me resguardé debajo de mi escritorio.

Cuando el mundo dejó de quebrarse, al principio no podía ver debido a la sangre que corría por mi rostro. Después de parpadear hasta apartar la sangre de mis ojos, intenté ver mi departamento, que se había convertido en un sitio de demolición. La puerta amarilla de mi entrada había sido expulsada y estaba sobre la mesa del comedor. No logré encontrar mi pasaporte ni un par de zapatos resistentes.

Después alguien me diría que los beirutíes de su generación —los que crecieron durante la guerra civil de Líbano, que duró 15 años— corrieron instintivamente a los pasillos interiores tan pronto como escucharon la primera explosión para escapar del vidrio, que sabían que estallaría.

Yo no estaba tan bien entrenada, pero los libaneses que me ayudarían en las horas siguientes tenían el temple conmovedor de quien ha vivido incontables desastres. Casi todos eran desconocidos y aún así me trataron como a una amiga.

Cuando llegué a la planta baja, esquivando una enorme ventana rota y dentada que reposaba sobre mi escalera, mi vecindario, con su agraciada arquitectura antigua típica de Beirut y sus ventanas arqueadas, lucía como la imagen de las guerras que había visto desde lejos: una boca a la que le faltan todos los dientes.

Alguien que pasaba en una moto vio mi rostro ensangrentado y me dijo que me subiera. Cuando no pudimos acercarnos más al hospital, nuestro camino bloqueado por lomas de vidrio roto y autos a la deriva, me bajé y empecé a caminar.

Todos en la calle parecían estar sangrando de heridas abiertas o envueltos en vendajes improvisados. Todos menos una mujer en un top muy chic sin espalda que llevaba a un perrito en una correa. Apenas una hora antes todos estábamos paseando perros o revisando el correo electrónico o comprando el mercado. Apenas una hora antes no había sangre.

Al acercarme al hospital encontré pacientes ancianos, aturdidos en sus sillas de ruedas, aún conectados a bolsas intravenosas. Una mujer yacía frente a la destrozada sala de urgencias, tenía todo el cuerpo chorreando rojo y casi no se movía. Era claro que no estaban recibiendo nuevos pacientes, ciertamente a nadie que hubiera corrido con tanta suerte como yo.

Alguien de nombre Youssef me vio, me hizo sentar y empezó a limpiarme y a vendarme la cara. Una vez que estuvo seguro de que podía caminar se fue y empecé a divagar mientras intentaba pensar en otro hospital al que pudiera ir.

Me topé con el amigo de un amigo, alguien a quien solo había visto unas cuantas veces antes, y él vendó el resto de mis heridas, desinfectando las laceraciones con chisguetes del licor nacional de Líbano, una bebida con sabor a anís llamada arak.

Su compañero de casa barría la terraza de ambos mientras yo ensangrentaba sus toallas. “Soy incapaz de pensar a menos de que esté limpio”, explicó.

Hasta entonces no tenía ni la más vaga explicación de lo que podía haber sucedido. Alguien reportaba que habían explotado fuegos artificiales en el puerto. Mucho después, funcionarios libaneses reconocieron que había un gran depósito de material explosivo incautado años atrás por el gobierno   en el sitio de los estallidos.

Los sobrevivientes iban a pie, moviéndose más rápido que el tráfico atascado. A cualquiera que parecía no haber sufrido daños, la gente le gritaba “alhamdulillah al-salama” o, bruscamente traducido, gracias a Dios que estás bien.

Antes del fin de la noche, después de que mis colegas me habían encontrado, después de que un chofer de nombre Ralph que pasaba y que ofreció llevarnos a uno de los pocos hospitales que aún aceptaban pacientes, después de que un médico había puesto 11 grapas en mi frente y otras tantas en mi pierna y brazos, la gente empezó a decirme lo mismo a mí: gracias a Dios que estás bien.

“Gracias”, decía en respuesta, “sinceramente gracias”, y no lo decía solo en respuesta a los buenos deseos.



Jamileth


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