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Ruth Bader Ginsburg, la trayectoria de un icono feminista


2020-09-21

Por Linda Greenhouse | The New York Times

Ruth Bader Ginsburg, la segunda mujer en servir en la Corte Suprema de Estados Unidos y una pionera en la defensa de los derechos de la mujer, que en su novena década se convirtió en el improbable icono cultural de una generación mucho más joven, murió el viernes 18 de septiembre en su casa en Washington. Tenía 87 años.

La causa del deceso fueron las complicaciones de un cáncer pancreático metastásico, dijo la Corte Suprema.

Cuando se le encontraron dos pequeños tumores en uno de sus pulmones en diciembre de 2018, durante una exploración de seguimiento por haberse roto las costillas tras una caída reciente, Ginsburg ya había vencido al cáncer de colon en 1999 y al cáncer de páncreas —en etapa temprana— una década después. Se le colocó un estent (endoprótesis vascular) de arteria coronaria para despejar una arteria bloqueada en 2014.

Con sus 1,52 metros de altura y sus 45 kilos, la jueza Ginsburg siempre suscitó comentarios por su frágil apariencia. Pero era fuerte y se ejercitaba de manera regular con un entrenador, que publicó un libro sobre el desafiante régimen de ejercicios de su famosa clienta.

Cuando Ginsburg cumplió 80 años y celebró su vigésimo aniversario en la Corte Suprema durante el segundo mandato del presidente Barack Obama, ignoró el coro de llamados que pedían que se retirara, a fin de darle a un presidente demócrata la oportunidad de nombrar a su remplazo. Planeaba quedarse “mientras pueda hacer el trabajo a toda máquina”, decía, añadiendo a veces: “Habrá un presidente después de este y espero que ese presidente sea un buen presidente”.

Cuando la jueza Sandra Day O’Connor se jubiló en enero de 2006, Ginsburg fue –durante algún tiempo– la única mujer en el máximo tribunal de justicia estadounidense, lo que difícilmente es evidencia de la revolución en la condición jurídica de la mujer que ella ayudó a lograr en su carrera como litigante y estratega.

Sus años como la única jueza en la corte fueron “la peor época”, recordó en una entrevista de 2014. “La imagen al público que entraba al juzgado era la de ocho hombres, de un cierto tamaño y luego esta pequeña mujer sentada a un lado. Esa no era una buena imagen para el público”. Con el tiempo se le unieron otras dos mujeres, ambas nombradas por Obama: Sonia Sotomayor en 2009 y Elena Kagan en 2010.

Tras la jubilación en 2010 del juez John Paul Stevens, cuyo lugar ocupó Kagan, Ginsburg se convirtió en la integrante de mayor antigüedad de la corte y la lideresa de facto de un bloque liberal de cuatro jueces, formado por las tres juezas y el juez Stephen Breyer. A menos que pudieran atraer un quinto voto —a menudo del juez Anthony Kennedy, pero en ocasiones cada vez más escasas antes de su jubilación en 2018—, los cuatro solían estar en desacuerdo con el tribunal ideológicamente polarizado.

Las puntuales y poderosas opiniones disidentes de Ginsburg, quien solía hablar en nombre de los cuatro, atrajeron atención creciente a medida que el tribunal se movía más a la derecha. Una estudiante de Derecho, Shana Knizhnik, le puso el apodo de “Notorious R.B.G.”, un juego de palabras basado en el nombre de un famoso rapero, “Notorious B.I.G.”, nacido en Brooklyn, igual que la jueza. Pronto el nombre y la imagen de Ginsburg (su expresión serena pero adusta, el cuello de encaje con volantes que adornaba su toga judicial negra, sus ojos enmarcados por unas gafas de gran tamaño y una corona de oro ladeada sobre la cabeza) se convirtieron en una sensación en internet.

Las jóvenes se tatuaban esa imagen en los brazos; las niñas se disfrazaban de R.B.G. para Halloween. “No puedes deletrear ‘truth’ [verdad] sin Ruth” se leía en calcomanías para parachoques y en camisetas. Una biografía, Notorious RBG: The Life and Times of Ruth Bader Ginsburg, de Irin Carmon y Knizhnik, llegó a la lista de libros más vendidos al día siguiente de su publicación en 2015, y al año siguiente, Simon & Schuster sacó una biografía de Ginsburg para niños con el título I Dissent. Un documental sobre su vida fue un sorprendente éxito de taquilla en el verano de 2018, y una película biográfica de Hollywood centrada en su primer caso judicial en torno a la discriminación sexual se estrenó el día de Navidad de ese año.

Inspiración para muchos

La adulación aumentó tras la elección de Donald Trump, a quien Ginsburg había tenido la indiscreción de llamar “un farsante” en una entrevista durante la campaña presidencial de 2016 (más tarde dijo que su comentario había sido “desacertado”). Los académicos culturales buscaron una explicación para el fenómeno. Dahlia Lithwick, en un artículo de The Atlantic a principios de 2019, hizo esta observación: “Hoy, más que nunca, las mujeres ávidas de modelos de influencia, autenticidad, dignidad y voces femeninas ensalzan a una jueza octogenaria como la encarnación de la esperanza de un futuro fortalecido”.

Su estrellato tardío no podría haberse predicho ni remotamente en junio de 1993, cuando el presidente Bill Clinton nombró a la jueza de voz suave, de 60 años de edad, que apreciaba el compañerismo y cuya amistad con colegas conservadores en la corte de apelaciones, donde prestó servicios durante 13 años, hizo que algunas líderes feministas expresaran su preocupación, en privado, acerca de la posibilidad de que el presidente hubiese cometido un error. Clinton la eligió para que ocupara el lugar del juez Byron White, nombrado por el presidente John F. Kennedy, quien se retiró después de 31 años de servicio en la Corte Suprema. Su confirmación en el Senado, siete semanas después y con una votación de 96 contra 3, puso fin a una sequía de nombramientos demócratas en la Corte Suprema que se remontaba al nombramiento de Thurgood Marshall por el presidente Lyndon B. Johnson 26 años antes.

Había algo que encajaba en esa secuencia, porque en ocasiones Ruth Ginsburg había sido descrita como la Thurgood Marshall del movimiento por los derechos de la mujer por quienes recordaban sus días como litigante y directora del Proyecto por los Derechos de la Mujer de la Unión Americana de Libertades Civiles durante la década de 1970.

La analogía se basaba en su sentido de la estrategia y su cuidadosa selección de casos, porque ella convenció a la Corte Suprema, integrada exclusivamente por hombres, de que empezara a reconocer la barrera constitucional contra la discriminación de género. El joven Thurgood Marshall había hecho lo mismo como el principal estratega jurídico del movimiento por los derechos civiles en la construcción del caso contra la segregación racial.

Comerciantes

El padre de Ruth Bader, Nathan Bader, emigró a Nueva York con su familia a los 13 años. Su madre, conocida de soltera como Celia Amster, nació cuatro meses después de la llegada de su propia familia. Ruth, bautizada como Joan Ruth y cuyo apodo en la infancia era Kiki, nació el 15 de marzo de 1933. Creció en el barrio Flatbush de Brooklyn en esencia como hija única; su hermana mayor murió de meningitis a la edad de 6 años, cuando Ruth tenía 14 meses. La familia era propietaria de pequeñas tiendas minoristas, que incluían una tienda de pieles y una sombrerería. Nunca les sobraba el dinero.

Celia Bader era una mujer con ambiciones intelectuales que se graduó del bachillerato a los 15 años pero no logró ir a la universidad; su familia la mandó a trabajar al distrito textil de Manhattan para que su hermano pudiera asistir a la Universidad de Cornell. Tenía altas expectativas para su hija, pero no vivió para ver cómo las lograba. Se supo que tenía cáncer cervical cuando Ruth empezaba la secundaria en la escuela James Madison y murió a los 47 años, en 1950, un día antes de la graduación de bachillerato de su hija. Después de la ceremonia de graduación a la que Ruth no pudo asistir, sus profesores le llevaron sus numerosas medallas y reconocimientos a casa.

El 14 de junio de 1993, cuando la jueza Ginsburg asistió con Clinton al Jardín de las Rosas para el anuncio de su nominación a la Corte Suprema, al presidente se le humedecieron los ojos al escuchar el homenaje que ella le hizo a su madre. “Ruego que yo sea todo lo que ella hubiera sido de haber vivido en una era en la que las mujeres pudieran aspirar y lograr y en la que las hijas fueran tan apreciadas como los hijos”, dijo.

Ruth Bader asistió a la Universidad Cornell con una beca. Durante su primer año, conoció a un estudiante de segundo año, Martin Ginsburg. Para Ruth, de 17 años, la atracción fue inmediata. “Fue el único chico que conocí al que le importaba que yo tuviera cerebro”, decía con frecuencia en los últimos años de su vida. Para su tercer año, ellos ya estaban comprometidos, y se casaron después de que ella se graduó en 1954.

La suya fue una relación romántica e intelectual de toda la vida. Vistos desde fuera, eran opuestos. Mientras ella era reservada y elegía sus palabras con cuidado, él era un anecdotista vivaz, que con facilidad hacía bromas de las que él mismo solía ser el blanco. No obstante, la profundidad de su vínculo era evidente para todos los que los conocían.

Martin Ginsburg, abogado tributario muy exitoso, se convertiría en el mayor promotor de su esposa, ya que abandonó con gusto su lucrativo bufete de Nueva York para mudarse con ella a Washington en 1980, cuando el presidente Jimmy Carter la nombró como integrante del Tribunal de Apelaciones de los Estados Unidos para el Circuito del Distrito de Columbia. Trece años más tarde, él cabildeó enérgicamente tras bambalinas para que ella fuera nombrada magistrada de la Corte Suprema.

Al establecerse en Washington, Martin Ginsburg se dedicó a enseñar derecho tributario en la Facultad de Derecho de Georgetown. Ocupó una cátedra que un cliente de muchos años, Ross Perot, financió en agradecimiento por la asesoría de impuestos que le había ahorrado al empresario texano millones de dólares. También era un cocinero gourmet que se dedicó a preparar los alimentos para la familia y, después, horneaba postres para que su esposa compartiera con los colegas de la corte. (Ruth Ginsburg admitía ser una cocinera terrible cuyos hijos le prohibían entrar a la cocina). Los Ginsburg vivían en un departamento dúplex en Watergate, cerca del Centro John F. Kennedy de Artes Escénicas, donde con frecuencia asistían a la ópera y el ballet.

Su matrimonio de 56 años terminó cuando él murió de cáncer en 2010 a la edad de 78 años.

En sus últimos días dejó una nota manuscrita en un bloc amarillo para que su esposa la encontrara al lado de la cama.

“Mi queridísima Ruth”, decía. “Eres la única persona que he amado en mi vida, aparte de la familia, hijos y nietos, y te he admirado y amado casi desde el primer día que nos conocimos en Cornell”. Agregaba: “¡Qué gusto ha sido verte avanzar hasta la cima del mundo jurídico!”.

Les sobreviven sus dos hijos, Jane, profesora de Derecho de Propiedad Intelectual en la Escuela de Derecho de Columbia, y James, productor de grabaciones de música clásica en Chicago, junto con cuatro nietos.

Con el ‘collar de la disidencia’ puesto

La jueza Ginsburg se esmeraba al emitir sus dictámenes, tanto los que hacía para la mayoría como cuando estaba en desacuerdo. Sus dictámenes estaban muy bien elaborados, con frases declarativas directas y muy poca jerga. A veces decía que estudiar literatura con Vladimir Nabokov en la Universidad Cornell la había inspirado a prestar atención a la escritura.

A pesar de ello, fueron sus disidencias, en particular las que anunció desde el banquillo, las que recibieron mayor atención. En un guiño a su público, adquirió la costumbre de cambiar los collares decorativos que vestía junto con su toga judicial en los días en que anunciaba un disenso. Incluso usó su “collar de la disidencia”, que un observador describió como “parecido a una pieza de armadura medieval”, el día después de la elección de Trump.

Uno de sus disensos más conocidos fue en 2013 en el caso del condado de Shelby contra Holder, en el que un voto mayoritario de 5 a 4 invalidó una disposición fundamental de la Ley de Derecho al Voto de 1965.

“¿Qué pasó con la mesura habitual del tribunal?”, cuestionó Ginsburg en una referencia irónica a los llamados de los conservadores a favor de la “moderación judicial”. Y remató su anuncio con estas palabras: “El gran hombre que encabezó la marcha de Selma a Montgomery y allí pidió que se aprobara la Ley de Derechos de Voto predijo el progreso, incluso en Alabama. ‘El arco del universo moral es largo’, dijo, pero ‘se inclina hacia la justicia’ si hay un compromiso firme para ver que la tarea se concrete. Ese compromiso ha sido perjudicado por la decisión de hoy”.

Entre las aproximadamente 200 opiniones emitidas por la jueza Ginsburg que fueron adoptadas por la mayoría —unas siete u ocho por año— una de sus favoritas era el de una decisión relativamente desconocida de 1996 llamada M.L.B. v. S.L.J. El asunto era si una madre cuyos derechos parentales habían sido anulados por un decreto de la corte tenía derecho a apelar incluso si no era capaz de costear los gastos de preparar el expediente oficial de la corte. La Corte Suprema de Misisipi había determinado que el Estado no tenía obligación de pagar el expediente, sin el cual la apelación no procedía.

La doctrina constitucional no ofrecía un camino claro para fallar a favor de M.L.B., la madre. Con pocas excepciones, la más notable entre ellas el derecho de un indigente acusado penalmente, la Constitución de Estados Unidos no ofrece derechos afirmativos y el precedente de la Corte Suprema rechaza la idea de que la pobreza sea una condición merecedora de consideración judicial especial como protección equitativa. Así que la jueza Ginsburg consiguió su decisión votada 6 a 3 a través de una línea separada de casos en los que la corte había tratado la protección a las relaciones familiares como algo fundamental.

“El Estado no puede cerrar con candado la puerta a la justicia igualitaria” al tratarse de los derechos de paternidad, escribió en una opinión que hilaba fino entre los precedentes desfavorables de la Corte Suprema y aquellos de los que podía deducirse autoridad legal favorable. “En este contexto”, escribió la decana de la Escuela de Derecho de Harvard Martha Minow en un ensayo lleno de admiración hacia su opinión, “la opinión de la jueza Ginsburg en M.L.B v. S.L.J es verdaderamente extraordinaria”.

Una decisión de 2017 abordaba el tratamiento diferenciado de la ley federal de inmigración hacia las madres y padres sin vínculo matrimonial que buscan transmitir su ciudadanía estadounidense a los hijos nacidos en el exterior. Según la ley, la madre podía transmitir la ciudadanía siempre y cuando hubiera vivido en Estados Unidos al menos durante un año. Para el padre el requerimiento era de cinco años. La suposición sobre la que descansaba la ley es que mientras que la identidad de la madre es obvia, no lo era tanto en lo que respecta al padre, menos propenso a asumir responsabilidad parental por un hijo nacido fuera del matrimonio.

La jueza Ginsburg, escribió una opinión que obtuvo una mayoría 6 a 2 en Sessions v. Morales-Santana, en la que encontraba que la ley violaba la garantía constitucional de protección igualitaria. La distinción basada en sexo, escribió, era “sorprendentemente anacrónica” y reflejaba “una época en la que los libros de derecho de nuestro país estaban plagados de generalizaciones exageradas sobre el modo de ser de hombres y mujeres”. Con vocabulario que había usado durante décadas, primero como abogada y ahora como jueza, prosiguió: “las generalizaciones exageradas de ese tipo, ha logrado comprender la corte, tienen un impacto restrictivo, así sean descriptivas del modo en que muchas personas organizan su vida”.

Sin miedo en el estrado

Al pedírsele a menudo que explicara el éxito de su campaña de litigio en los años setenta, la jueza Ginsburg solía ofrecer algún tipo de respuesta en la que decía haber estado en el lugar correcto con los alegatos correctos en el momento correcto.

“Qué afortunada fui de estar viva y ser abogada”, escribió en el prefacio a My Own Words, una recopilación de sus escritos publicada en 2016, “cuando por primera vez en la historia de Estados Unidos fue posible instar, exitosamente, ante las cortes y las legislaturas, a la condición de ciudadanía equitativa de hombres y mujeres como un principio constitucional fundamental”.

Sin embargo, no podía negar por completo que el suyo había sido un papel más que causal. “¿Qué hizo que la comprensión de la corte se aclarara y creciera?”, se preguntó en un artículo publicado en la Hofstra Law Review en 1997. “Los jueces leen los diarios y son influenciados, no por el clima del día, como el distinguido profesor de derecho constitucional dijo una vez, sino por el clima de la época”.

“Los jueces de la Corte Suprema y también los jueces de cortes inferiores, empezaban a ser conscientes del mar de cambio en la sociedad de Estados Unidos. Su iluminación avanzaba en público gracias a los informes emitidos en las cortes y, en privado, sospecho, por los anhelos de las mujeres, en particular sus hijas y nietas, en sus propias familias y comunidades”.

La jueza Ginsburg era tan precisa en su apariencia como en su forma de abordar el trabajo. Llevaba el cabello atado hacia atrás y prefería trajes finos a medida del diseñador Giorgio Armani que ocasionalmente combinaba con chaquetas de patrones llamativos adquiridos en viajes lejanos. Apareció en varias listas de las mujeres mejores vestidas.

Aunque en el banquillo era una interrogadora activa y persistente, en los ambientes sociales tendía a hablar poco. A menudo dejaba que su marido, más extrovertido y jovial, hablara por ella, y a los que no la conocían les parecía tímida e incluso retraída, aunque al hablar de su gran amor, la ópera, podía llegar a ser casi lírica.

No podría decirse que tuviera una personalidad dual, como pudiera haber parecido, sino que su timidez innata simplemente desaparecía cuando tenía un trabajo que hacer. Alguna vez recordó que antes de su primer alegato en la Corte Suprema, estaba tan nerviosa que no comió “por miedo a vomitar”.

Pero a los dos minutos de iniciado el alegato, “el miedo desapareció”, recordó. Se dio cuenta de que su “audiencia cautiva” eran los jueces más poderosos de Estados Unidos y “sentí una oleada de poder que me hizo seguir adelante”.



Jamileth


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