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El petróleo y la COVID-19: Una tragedia sobre otra en la Amazonía peruana


2020-10-02

Por Joseph Zárate, The New York Times

El gobierno peruano hizo poco para proteger a los indígenas de su país del coronavirus y ya había fallado para protegerlos de las amenazas de la contaminación ambiental.

Cuando Elmer Hualinga era niño, a finales de los años ochenta, solía ir a la quebrada de su comunidad a coger unos peces raros. Los veía flotando sobre el agua, inmóviles, embarrados en una sustancia negra y viscosa, entonces desconocida para él. A los mayores de Nueva Andoas, la comunidad del pueblo quichua en la Amazonía peruana, junto a la frontera con Ecuador, parecía no preocuparles: solo sacaban los animales del agua oscura, los enjuagaban y los llevaban a casa para cocinarlos.

Aquellos días definirían el futuro de Hualinga, hoy convertido en un líder quichua de 38 años. “No voy a culpar a mis ancestros”, me cuenta por teléfono, “pero así comíamos sin saber que nos estábamos contaminando”.

Los quichua —o kichwa— son una de las 51 naciones amazónicas que habitan el Perú desde hace milenios. Y en su mismo territorio, en la región Loreto, en las cuencas de los ríos Pastaza, Tigre, Corrientes y Chambira, cerca a Nueva Andoas, funciona también el Lote 192: el campo petrolero más grande del país, con casi medio siglo de antigüedad y el récord infame de tener 155 derrames de petróleo en los últimos nueve años.

Escucho a Hualinga desde Lima, capital del Perú —uno de los países latinoamericanos más dependientes del petróleo— y pienso en cuánto pagan los indígenas amazónicos para que podamos sostener la vida cómoda y moderna que llevamos. El “oro negro” de la Amazonía peruana representa, junto con el gas natural y el carbón, el 85 por ciento del consumo de energía del país. Construir la economía de una nación sobre la explotación de sus recursos naturales tiene un costo, pero sobre todo deja una deuda. En el Perú esa deuda es con el medioambiente y los pueblos indígenas. No nos atrevemos a asumirla porque nos resulta ajena o incómoda.

La pandemia —causada por un nuevo coronavirus que probablemente se propagó de un animal salvaje a los humanos en buena medida como resultado de la destrucción de los ecosistemas en China— ha exacerbado esa deuda.

Perú tiene la tasa de mortalidad por la COVID-19 más alta del mundo. Cuando el estado de emergencia inició en marzo, las comunidades tuvieron que proteger sus fronteras con sus propios recursos. Pero la profunda escasez de empleo en las ciudades empujó a que miles de indígenas amazónicos retornaran a sus pueblos de origen sin suficientes medidas de protección y contagiaran de coronavirus a sus familias.

Hasta fines de agosto, al menos 37 centros de salud en comunidades nativas habían cerrado: sus médicos y enfermeros se contagiaron y no tenían reemplazo. Una especie de condena en una región donde más del 50 por ciento de comunidades no tiene puestos de salud y, los que existen, muchas veces no tienen agua, luz ni suficientes doctores.

A inicios de septiembre, el Ministerio de Salud contaba más de 18,000 indígenas infectados de la COVID-19 en la Amazonía peruana. Los awajún y los kichwa son los más golpeados. Si bien no hay una cifra oficial, la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep) —que viene procesando la información de las Direcciones Regionales de Salud— registraba hasta fines de agosto 387 indígenas fallecidos por el virus. Podrían ser muchos más: varios contagiados murieron con síntomas, pero no se hicieron pruebas rápidas ni pasaron a revisión médica.

El Estado hizo muy poco para proteger del coronavirus a los indígenas en la Amazonía peruana y ha fallado por décadas para protegerlos de las amenazas de la contaminación medioambiental.

Desde 2008, trabaja en territorio quichua como monitor ambiental indígena. Desde el amanecer, de manera voluntaria y sin pago, carga un GPS, una tablet y una cámara de fotos y sale a recorrer los puntos de contaminación por derrames petroleros para documentar el desastre que encuentra a su paso: lagunas con películas de aceite sobre el agua; charcos negros cerca a sus chacras de yuca y plátano.

“Mi trabajo es intentar que mi pueblo, mis hijos, ya no se contaminen como cuando yo era niño”, me dice Hualinga, quien envía la información que reúne a la Federación Indígena Quechua del Pastaza para alertar de la fuga a las autoridades ambientales. Lo grave es que los derrames no se detienen.

Desde el inicio de la emergencia por la pandemia, ocurrieron 14 derrames de petróleo en la selva peruana. Ocho de ellos, en el Lote 192. Frontera Energy del Perú S. A., compañía a cargo de ese lote, no ha estado operando desde hace meses, pero el crudo de sus instalaciones sigue contaminando el agua y el suelo.

“Nadie está conteniendo los derrames, hay sitios donde se acumula petróleo y la lluvia lo desborda”, advierte Hualinga. Las autoridades ambientales todavía investigan las causas, pero está claro que hay pozos y tuberías tan antiguos y deteriorados, que gotean y necesitan limpieza permanente.

Esta situación no es nueva. Entre 2000 y 2019, hubo 474 derrames de petróleo en la Amazonía peruana: el 65 por ciento de ellos causados por la corrosión de ductos y fallas operativas de compañías como Pluspetrol Norte, antecesora de Frontera Energy y la petrolera más contaminante del país.

Solo en el Lote 192 —según “La sombra del petróleo”, informe de la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos y Oxfam— hay 2000 sitios devastados por la actividad petrolera: 32 de esas zonas tienen tanta tierra contaminada con crudo y metales pesados suficiente para llenar 231 estadios nacionales.

Semejante daño ha dejado secuelas. En 2016, especialistas del Ministerio de Salud recogieron muestras de sangre y orina de 1168 personas de la población que vive en la zona de influencia del Lote 192. La mitad de los evaluados, incluyendo Hualinga, su esposa y su hijo pequeño, tenían metales tóxicos —plomo, arsénico, mercurio, cadmio— en niveles mayores a los permitidos por la Organización Mundial de la Salud. Dichas sustancias pueden afectar el sistema nervioso, la capacidad para aprender, causar hipertensión, insuficiencia renal y cáncer.

Una catástrofe así, en una zona donde siete de cada diez personas son pobres, donde no hay agua potable y las mujeres y niños enferman de anemia por desnutrición crónica, pone al pueblo quichua de Nueva Andoas en condiciones de alto riesgo ante cualquier enfermedad. Más aún, frente a una pandemia que ya ha matado a más de 31,000 peruanos: casi tantos muertos como dejó la guerra contra el grupo terrorista Sendero Luminoso.

Si antes de la pandemia ya era muy complicado para los pueblos indígenas acceder a vacunas y medicamentos para tratar epidemias como la del dengue y el VIH, ¿cómo resistir a este nuevo coronavirus?

Tras seis meses de haberse declarado la emergencia sanitaria, hartos de que las autoridades no los escuchen, varias comunidades amazónicas han exigido medicinas, atención médica y alimentos seguros que les permitan sobrevivir. Otras se organizan para protestar, aunque reciban balazos de la policía como respuesta.

En la frontera amazónica, donde viven los quichuas, todavía nadie ha fallecido oficialmente de la COVID-19. Dada la escasez de medicinas, hay enfermos tratándose con plantas medicinales o toman tés herbales. En Nueva Andoas, el 60 por ciento de la población dio positivo a las pruebas rápidas, incluyendo a Lucas, el hijo de 11 años de Hualinga, quien tiene la sangre contaminada por los derrames.

Hualinga sueña con vivir en una nación indígena con su propio gobierno y leyes. Ese sería un modo de cortar esa cadena de tragedias y la indolencia del Estado, si acaso es posible imaginar uno que los libere del doble azote del petróleo y el virus.

“Si existiera un país así, sería quizás diferente para los pueblos amazónicos”.

“¿Y cuándo crees que eso ocurra?”, le pregunté.

“Cuando un indígena y un occidental valgan lo mismo”.

 



maria-jose


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