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La crisis de la ‘trumpeconomía’
Pablo Guimón, El País Poblaciones pequeñas y dispersas, poderosos camiones y rancheras quemando gasolina por anodinas carreteras infinitas, destellos de una grandeza perdida en forma de hipertrofiadas bibliotecas públicas y ostentosos parques que nadie frecuenta. Hay muchos pueblos construidos en torno a una fábrica en el Medio Oeste, pero pocos representan tan bien los avatares de la industria estadounidense como Lordstown, Ohio, orgullosa sede de una de las plantas más grandes de General Motors en el país, que fue el mayor empleador de este valle del Mahoning después del colapso de la industria del acero a principios de los años 80. El destino de la fábrica se refleja en el del pequeño café de Nese, a las puertas del pueblo, frente al cementerio. Fue reduciendo su horario a medida que se eliminaban turnos en la cadena de montaje. Hace dos años, la camarera le contaba a este corresponsal que, mientras la planta no cerrara, seguirían llegando clientes, pero que no las tenía todas consigo. Hoy, un cartel de “se vende” y otro de “se alquila” adornan las ruinas del pequeño café, que acumula polvo y telarañas. La misma suerte corrió la fábrica. Y los 4,500 puestos de trabajo que llegó a tener. En el inmenso aparcamiento donde hace años descansaban cientos de coches relucientes, la hierba crece por las grietas del asfalto envejecido. Un pequeño cartel rojo que dice “Trump a la basura” destaca bajo el imponente letrero negro con el logo de Lordstown Motors, la flamante planta donde se ha producido un prototipo de ranchera eléctrica, cuyas virtudes elogiaba el presidente este mismo lunes en la Casa Blanca. La nueva fábrica ocupa una pequeña porción del mastodonte de hormigón que albergaba la antigua. “Bienvenidos al valle del voltaje”, dice uno de los posters en la inmaculada recepción. “El futuro del trabajo es eléctrico, y en este rincón nuestro de América sabemos una cosa o dos sobre trabajo”, dice otro. “Hace cuatro años Trump nos dijo que no vendiéramos nuestras casas, que General Motors no se iba a ir”, recuerda Ethan Kistler, de 30 años, que vive a apenas tres kilómetros de la factoría. “Y mire ahora. Mi cuñado trabajaba en una fábrica de componentes para la planta, y se ha tenido que ir a Wyoming. Mi vecino de enfrente también se ha tenido que marchar. El presidente dice que Lordstown está floreciente. ¿A usted qué le parece?”. En este mismo Estado de Ohio, hace ahora 40 años, el entonces candidato republicano Ronald Reagan acuñó una frase sencilla que se ha convertido en un clásico de la política estadounidense. Se enfrentaba en un debate en la ciudad de Cleveland al presidente demócrata Jimmy Carter. En los minutos finales, preguntó a los ciudadanos: “¿Les va a ustedes mejor que hace cuatro años?”. La respuesta, claro, era no. Los sondeos hasta entonces estaban ajustados, pero Reagan arrasó en las elecciones una semana después. Mucho ha cambiado desde 1980 para que, como reza el no menos manido aforismo lampedusiano, todo siga igual. Cuatro años de Donald Trump han transformado el estilo de hacer política en este país, han polarizado la sociedad hasta límites demenciales, han roto los equilibrios geoestratégicos globales. Pero dentro de un mes, cuando los ciudadanos voten en unas elecciones que ambos partidos califican de existenciales, en Estados como Ohio, alejados del ruido de Washington, muchos acudirán a las urnas calibrando el peso de sus bolsillos. Principal preocupación En estos Estados del Medio Oeste, donde 77.744 papeletas dieron a Trump la llave de la Casa Blanca hace cuatro años, la primera preocupación de los votantes de cara a las elecciones del 3 de noviembre, según un estudio reciente, es la economía. ¿Les va mejor que hace cuatro años? La respuesta corta, tan clara ahora como en 1980, es no. Estados Unidos está hoy en medio de la peor desaceleración económica desde la Gran Depresión. En el segundo trimestre del año, el PIB bajó un 9,5%. En agosto, había 11,5 millones menos de estadounidenses con empleo que en febrero. La tasa de paro, aunque ha bajado desde que en abril alcanzó un pico del 14,7%, fue en septiembre del 7,9%%, más del doble que en febrero (3,5%). Donald Trump, según la organización progresista Center for American Progress, va camino de convertirse en el único presidente en cumplir su mandato con un crecimiento negativo del empleo desde que la Oficina de Estadísticas Laborales lleva registros mensuales. La fotografía, evidentemente, tiene truco. En el primer trimestre del año golpeó repentinamente una pandemia —"la plaga China", en las palabras empleadas por un furioso Trump en el debate presidencial del pasado martes— que obligó a frenar la actividad en seco en buena parte del mundo, y que arrebató al presidente el argumento con el que confiaba en alejar de la Casa Blanca a los camiones de mudanzas hasta dentro de cuatro años. Ningún presidente en la historia moderna de Estados Unidos ha perdido la reelección con una economía fuerte, y hasta febrero Estados Unidos surfeaba una insólita ola de crecimiento ininterrumpido desde hacía 11 años. Trump quiso prolongar la buena racha heredada introduciendo, en diciembre de 2017, la mayor bajada de impuestos en tres décadas, que premiaba especialmente a los más ricos y a las empresas. Pero lo cierto es que la ola, como advertían machaconamente los críticos del presidente, ya estaba rompiendo. En la segunda mitad del mandato de Trump, a medida que se neutralizaba el efecto del estímulo fiscal y las guerras comerciales lastraban la inversión de las empresas, el crecimiento se ralentizó del 2,9% en 2018 al 2,3% en 2019. La frenada era más evidente en Estados como Ohio, del cinturón industrial del Medio Oeste, llamados a ser decisivos de nuevo en las elecciones. “Los datos muestran que el sector industrial en Michigan, Ohio, Pennsylvania y Wisconsin, los cuatro Estados del Medio Oeste que dieron la victoria a Trump, ya estaba en recesión antes incluso de la pandemia”, explica Michael Shields, del think tank Policy Matters Ohio, coautor de un estudio publicado la semana pasada que analiza las tendencias en el empleo y los salarios en los últimos 20 años. “No ha habido una recuperación del sector industrial y los motivos principales son la destructiva guerra comercial con China, los defectos en los acuerdos comerciales alcanzados con otros países y una política fiscal que beneficia a las grandes multinacionales que producen fuera del país”, añade Shields. Pero no toda la economía estadounidense estaba tan mal como la industria. La foto finish del mandato de Trump, antes de la pandemia, era más o menos así: la industria y algunos sectores adyacentes, más vulnerables a la desaceleración económica global y a las guerras comerciales, estaban recortando empleo. El sector servicios, animado por los consumidores, seguía boyante. Sucede que el sector industrial está sobredimensionado en el debate político, precisamente porque unas decenas de miles de votos en estos Estados del Medio Oeste pueden decidir las elecciones. Pero en diciembre de 2019, la industria representaba solo el 8,4% del empleo del país, un porcentaje que sigue un ritmo decreciente desde la Segunda Guerra Mundial. Incluso en estos Estados del Medio Oeste, según William Adams, economista del banco PNC en Ohio, la tendencia está cambiando. “La industria forma parte de la identidad de la región de los Grandes Lagos, pero su importancia en el empleo sigue una tendencia descendente”, explica. “Los jóvenes van a la universidad y cada vez trabajan más en el sector servicios. Con un mercado laboral tan ajustado como el que veníamos teniendo, resulta difícil encontrar trabajadores cualificados. La población de estos Estados envejece. En 2019 había 822,000 empleos en el sector de la sanidad en Ohio, 100,000 más que en 2009. En el sector industrial había 717,000 empleos en 2019, casi 100,000 menos que en 2009. La industria sigue y seguirá siendo una parte importante de nuestra economía, pero el trabajo va a ser más técnico y automatizado, no va a ser un motor del empleo como lo era hace 20 o 40 años”. Estados Unidos en 2020 es en buena medida una economía de servicios, por tanto, y la buena noticia es que hasta este año el sector gozaba de buena salud. La mala noticia es que el coronavirus lo ha dejado temblando. Y para comprobarlo basta con viajar 660 kilómetros al este en dirección al centro mismo de Manhattan, en la ciudad de Nueva York. Desde hace ya medio año, siempre es domingo en el Midtown. Las aceras vacías de oficinistas. El metro desierto. Los comercios cerrados. Y a la hora del almuerzo, apenas unas almas respirando el aire fresco a través de la mascarilla. “He venido a recoger un ordenador con un nuevo sistema informático que necesitamos. Llevo desde marzo instalado en Long Island, fuera de la ciudad, con mi mujer y mis hijos. Apenas queda nadie en la oficina. No sé cuándo volveremos”, explica John, de 48 años, trabajador de un banco que prefiere no dar su apellido. A sus espaldas, el edificio Time & Life. Apenas unos centenares de personas pueblan hoy el interior de esta torre modernista, en pleno Rockefeller Center, renovada hace solo unos años para acoger a 8,000 trabajadores en sus 48 plantas sin columnas. En tiempos normales la amplísima acera que lo rodea, cuyo diseño emula el pavimento ondulado de Copacabana, en un guiño a su ubicación en la avenida de las Américas, era un hervidero de gente y de comercios que ofrecían todo lo que los oficinistas pudieran necesitar antes de regresar a sus mesas. Hoy es un trozo casi inerte de una ciudad fantasma. Tras las ventanas de los rascacielos vacíos del Midtown se esconde una catástrofe. Este trozo de la isla de Manhattan constituye desde hace un siglo el músculo de la ciudad de Nueva York. Un símbolo de su grandeza, que ha sobrevivido a todas las crisis pero que ahora se ha llevado por delante un ente microscópico. El coronavirus lo ha vaciado de vida, pero también de sentido. La idea de este enjambre de acero, hormigón, cristal y asfalto era juntar al mayor número posible de personas, lo contrario a la distancia social. El resto de la ciudad regresa poco a poco a la normalidad, pero el Midtown está aún lejos de ella. Menos del 10% de los trabajadores de las oficinas de Nueva York han regresado a sus puestos. Solo una cuarta parte de los grandes empleadores de la ciudad planean volver a llenar sus oficinas antes de final del año, y un 54% cree que lo hará antes del verano del año que viene, según un reciente estudio. La pandemia va camino de hacer que 2020 sea en conjunto el peor año de los últimos 20 para el mercado de oficinas. Se alquila menos, más barato y por periodos más cortos. Nueva York tiene más espacio de oficinas que Londres y San Francisco sumados. El trabajo de oficina es el corazón de Nueva York. Lo que se paga en impuestos por los espacios que ocupan supone uno de cada 10 dólares de recaudación fiscal de la ciudad. Nueva York ha salido de muchas crisis antes, pero esta pandemia ha hecho a las compañías plantearse el modelo completo. El turismo paró en seco. Los teatros de Broadway llevan ya seis meses cerrados, el cierre más largo de su historia. Son 10,000 empleos directos y otros 87,000 indirectos. Cafeterías, tiendas de barrio, lavanderías. Fuera de Manhattan, los pequeños comercios son los que dan a los barrios de la ciudad de Nueva York su personalidad única. Son, más allá de las grandes empresas financieras, el corazón de la Gran Manzana. Constituyen el 98% de los empleadores y emplean a más de tres millones de personas, la mitad de los trabajadores de la ciudad. Cuando la pandemia desaparezca, una tercera parte de las 240,000 pequeñas empresas de la ciudad habrá cerrado para siempre, según un informe de la Asociación para la Ciudad de Nueva York, que engloba a un grupo de casi 300 empresarios. La tasa de desempleo en la ciudad de Nueva York es del 16%, el doble que la media del país. Solo un tercio de las habitaciones de hotel están ocupadas. El aluvión de vecinos que ha abandonado la ciudad por el coronavirus ha dejado 15.025 apartamentos vacíos en Manhattan, según un estudio de la compañía inmobiliaria Douglas Elliman, lo que supone una tasa de desocupación del 5%, la más alta en los 14 años que lleva realizándose el informe. El regreso de los trabajadores, la vuelta a la nueva normalidad, sea esta como sea, convertirá a Manhattan en un banco de pruebas de lo que el futuro depara a otros centros urbanos por todo el mundo. Antes de que golpeara la pandemia, la economía estadounidense de estos cuatro años de Trump no ha sido “la mejor economía de la historia”, como le gusta repetir a un presidente instalado en la hipérbole. Seguía un mismo patrón de expansión desde el inicio de la Administración Obama, por debajo de los crecimientos del 4% que se dieron, por ejemplo, en la segunda mitad de los noventa. El coronavirus lo puso todo patas arriba y la situación en el país, como no pierde oportunidad de recordar el presidente, ha mejorado en los últimos meses. A mediados de septiembre, la OCDE corrigió su previsión de contracción de la economía estadounidense para el final de este año. De una caída del 7,3% que calculaba en junio a una del 3,8%. No era el único de los países ricos para los que mejoraba sus predicciones, pero sí el que merecía la corrección más optimista. Los principales motivos de la mejora en la economía han sido la progresiva reapertura de la actividad y el colosal plan de estímulo aprobado en primavera. Una inyección de cerca de tres billones de dólares, la mayor que ha aprobado ningún país, tanto en términos absolutos como en relación al PIB, con un envío masivo de cheques de 1,200 dólares a los ciudadanos, complementos a las prestaciones de desempleo y ayudas a diversos sectores. Pero las medidas se agotan y la bronca política impide a un Congreso dividido sacar adelante un segundo paquete. “Se ha convertido en improbable que haya otra ronda de estímulos fiscales antes de las elecciones”, decía el equipo de economistas de Bank of America en una nota reciente. Aunque Estados como Nueva York, donde el coronavirus golpeó sin clemencia en primavera, han logrado hasta ahora doblegar la curva de la pandemia, los números de contagios siguen siendo altos a nivel nacional. Incluso el propio presidente y su mujer han dado positivo esta semana. Con la llegada del frío, sumado a un presidente ansioso por consolidar la recuperación económica antes de las elecciones, pocos descartan una segunda ola, como la que está sufriendo Europa, cuando los estadounidenses tengan que responder, justo 40 años después, a la pregunta de Reagan. En Wall Street sigue la fiesta En EE UU hay dos realidades: 'main street' —la economía real— y Wall Street —el mundo del dinero—. El hueco que se ha abierto entre estos universos paralelos es mayor que nunca. Mientras la gente de la calle sufre las consecuencias de la covid-19, la Bolsa apura sus días de vino y rosas. Desde que en 2016 Donald Trump ganase las elecciones, el índice S&P 500 se ha revalorizado más del 60%. Tras el descalabro del pasado mes de marzo, cuando estalló la pandemia, el mercado estadounidense se ha recuperado con gran vigor y vuelve a cotizar cerca de sus máximos históricos. El balance triunfal de Wall Street, aunque el actual presidente trate de venderlo como un tanto a su favor, tiene un gran culpable; la Reserva Federal. El organismo presidido por Jerome Powell ha dado alas a la renta variable con su política monetaria. La desaceleración económica que empezó a aflorar a partir de 2018 y, sobre todo, las consecuencias económicas del coronavirus obligaron al banco central estadounidense a dar marcha atrás en su plan para retirar de forma paulatina los estímulos que había inyectado tras la Gran Recesión. El dinero barato, con tipos de interés que han vuelto al 0,25% después de situarse al 2,5% hace poco más de un año, ha sido la gasolina para el subidón de las cotizaciones. Las políticas expansivas de la Reserva Federal han tendido un claro efecto colateral en la divisa. El dólar, que estuvo coqueteando con la paridad con el euro a finales de 2016, ha bailado al son de los tipos de interés durante el mandato de Trump. En la actualidad, por cada billete verde solo dan 85 céntimos de euro. Esta debilidad en el tipo de cambio es música para los oídos para el sector exportador estadounidense. El 3 de noviembre las urnas decidirán el próximo inquilino de la Casa Blanca. En teoría, el mundo del dinero debería simpatizar más con Trump, con una visión más promercado. Sin embargo, sus políticas de tierra quemada en materia comercial y medioambiental, son un lastre que incluso Wall Street reconoce. “La percepción de que una victoria de Joe Biden sería un mal resultado para los mercados no está corroborada por el historial de los presidentes demócratas”, dice Schroders en una nota enviada a sus clientes. “Si éstos vencen en el Congreso, es probable que los precios de las acciones de EE UU descuenten el aumento de los impuestos a las empresas. Por otro lado, si los republicanos mantienen el control del Senado, es poco probable que se aprueben reformas fiscales. Sin embargo, como la mayor parte de la toma de decisiones de política exterior reside en el presidente, todavía podemos esperar una mejora en las relaciones internacionales. Esta combinación de statu quo fiscal y un deshielo de las relaciones internacionales sería el mejor escenario para los mercados globales”, añaden en la gestora británica. JMRS |
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