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Así fue como Biden ganó la presidencia de Estados Unidos


2020-11-10

Por Alexander Burns, Jonathan Martin y Katie Glueck | The New York Times

En una tarde de enero de 2019, Joe Biden hizo una llamada al alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, su amigo y aliado político que acababa de anunciar que no se postularía a la contienda por la candidatura demócrata a la presidencia.

Durante su conversación, recordó Garcetti, Biden no dijo con palabras exactas que había decidido montar su propia campaña. El exvicepresidente confesó que, si se postulaba, auguraba que el presidente Donald Trump arremetería “contra mi familia” en una elección “desagradable”.

Sin embargo, también dijo que se sentía motivado por un sentido del deber moral.

“En ese momento dijo: ‘De verdad me preocupa el alma de este país’”, relató Garcetti.

Veintiún meses y una semana después, Biden ha triunfado con una campaña que realizó bajo esos términos: como una cruzada patriótica para rescatar al gobierno estadounidense de un presidente que él consideraba como una figura tóxica. El lenguaje que usó en la llamada con Garcetti se convirtió en la consigna de una candidatura diseñada para dirigir a una amplia coalición de votantes en contra de Trump y sus políticas reaccionarias.

No fue la campaña más inspiradora de los últimos años, tampoco la más osada, ni la más ágil. Su candidatura no generó un movimiento juvenil al estilo de Obama ni un culto a la personalidad como el de Trump: no hubo reportes de partidarios de Biden que se hicieran tatuajes de “Joe” y lo adoraran en murales floridos, o que organizaran desfiles de barcos en su honor. Biden hizo campaña como una presencia serena y convencional, en lugar de ser un heraldo edificante del cambio. Durante gran parte de la elección general, su candidatura no fue un ejercicio de creatividad enérgica, sino más bien un caso de estudio sobre la disciplina y la moderación.

Al final, los votantes hicieron lo que Biden les pidió y nada más: repudiaron a Trump y le ofrecieron pocas recompensas al Partido Demócrata. Y con un margen de voto popular de cuatro millones y contando, los estadounidenses convirtieron a Biden en el tercer hombre, desde la Segunda Guerra Mundial, que derrotó a un presidente debidamente electo tras un solo periodo de gobierno.

En el transcurso de su campaña, Biden enfrentó dudas constantes sobre su agudeza política y la relevancia, en el año 2020, de un conjunto de instintos políticos que combinan los discursos en salones sindicales con las charlas informales en los pasillos del Congreso y que, en su mayoría, se desarrollaron en el siglo anterior.

Pero aunque Biden haya cometido varios errores en el camino, ninguno fue más importante en estas elecciones que la exactitud esencial con la que juzgó el carácter de su partido, su país y su oponente. Esta crónica de su candidatura, basada en entrevistas a cuatro docenas de asesores, partidarios, funcionarios electos y amigos, revela cómo la campaña de Biden nació por completo de su cosmovisión y su intuición política.

Durante las elecciones primarias, Biden rechazó la presión de tender más hacia la izquierda, pues confiaba en que su partido aceptaría su pragmatismo como la mejor opción para vencer a su oponente. En las elecciones generales, Biden hizo del comportamiento errático de Trump y su mala gestión de la pandemia del coronavirus sus temas centrales, por lo que evitó un sinfín de otros asuntos por considerarlos distracciones innecesarias.

Pese a que algunos demócratas lo instaron a competir en una variedad más amplia de estados disputados, Biden puso a los estados de los Grandes Lagos en el centro de su mapa electoral, confiado en que al apelar al centro político podría reconstruir el llamado “muro azul” y bloquear el camino de Trump hacia un segundo mandato.

Tal vez lo más destacado fue que Biden estaba convencido de que ningún otro problema sería más importante en las mentes de los electores que la presencia de Trump en el Despacho Oval. Y si podía convertir la elección en una votación positiva o negativa en torno a un presidente fuera de control, estaba seguro de que podía ganar.

En ese aspecto, tuvo razón. Mientras los votantes evaluaban a Biden como un posible candidato a la presidencia, sus defectos y debilidades familiares —el vocabulario anticuado y la afición por las florituras, sus historias nostálgicas sobre senadores segregacionistas y una actitud defensiva que lo llevó, en un caso, a desafiar a un votante a un concurso de flexiones— palidecían ante la conducta de un mandatario que sembraba división racial, amenazaba con desplegar soldados en ciudades estadounidenses y sugería la idea de inyectarse desinfectante como un tratamiento para el coronavirus.

Anita Dunn, una de las asesoras más cercanas de Biden, dijo que la campaña había sido impulsada desde el principio por el propio candidato, así como sus temáticas y estrategias inquebrantables.

“Fue su campaña”, afirmó Dunn. “Estuvo menos guiada por asesores que cualquier otra campaña presidencial de la historia moderna”.

Sin embargo, en una era de intensa polarización ideológica, la teoría política de Biden les pareció errada a algunos de sus aliados más leales al principio de la campaña.

Bob Casey, senador por Pensilvania, recordó una reunión que tuvo con el exvicepresidente en marzo de 2019, poco antes de que entrara a la contienda. Mientras Biden exponía su estrategia, Casey, quien es demócrata, no estaba del todo convencido.

“Estaba explicando lo que se convirtió en su plataforma más general, hablaba sobre el alma del país”, comentó Casey. “En ese entonces, me preocupaba que no fuera lo suficientemente contundente”.

Pero dijo que Biden “fue profético cuando dijo, incluso en las primarias cuando casi nadie más lo estaba haciendo, ‘tenemos que volver a unir al país’”.

Una candidatura en crisis

Casey no fue el único demócrata que se mostró escéptico sobre la aproximación de Biden. Si bien muchos votantes consideraban a Trump desagradable, o peor, es difícil derrotar a un presidente en funciones y Trump tenía el beneficio de una nación en paz relativa y prosperidad constante. Los oponentes de Biden en las elecciones primarias, quienes argumentaban que un mensaje de normalidad y experiencia confiable quizá no sería suficiente para ganar, parecían tener algo de razón.

Después, justo cuando Biden estaba consolidando una clara ventaja en la disputa demócrata por la nominación presidencial, se desató la pandemia del coronavirus. En cuestión de días, las campañas públicas se suspendieron y una sensación de miedo y penumbra se cernió sobre el país.

La gobernadora de Míchigan, Gretchen Whitmer, una aliada cercana a Biden, dijo que no fue evidente de inmediato que el gobierno de Trump prácticamente iba a cederle el problema de salud pública a Biden. La Casa Blanca, dijo Whitmer, “de verdad pudo haber estado a la altura de las circunstancias”.

No obstante, mientras Trump desestimaba la amenaza de la pandemia y despotricaba contra gobernadores como Whitmer por cerrar sus estados, Biden se movilizó para posicionarse como un líder alternativo. Empezó a esbozar su propio enfoque para combatir la enfermedad y a mostrarles a los votantes cómo actuaría si estuviera en el lugar de Trump.

Desde los confines de su hogar en la ribera de un lago en Wilmington, Delaware, recibía informes frecuentes sobre la pandemia y el daño económico que estaba causando, redactaba planes de políticas públicas y se comunicaba con dirigentes de estados y ciudades para recabar información.

“Me llamó para preguntar cómo estábamos en Míchigan y qué necesitábamos”, relató Whitmer.

Algo que Biden no estaba haciendo, para consternación de algunos miembros de su partido, era viajar por todo el país con el fin de hacer campaña en persona. Durante meses, apenas salió de las inmediaciones de su casa: a los 77 años, pertenece al grupo de personas que son especialmente vulnerables al virus, y sus asesores sintieron que podría socavar sus propias recomendaciones de salud pública si lo veían haciendo campaña presencial. Y varios donantes políticos y grupos de defensa demócratas cuestionaron la decisión de la campaña de Biden de renunciar a una sólida operación de obtención de votos en el terreno, debido a preocupaciones de seguridad.

Marc Morial, presidente de la Liga Urbana Nacional, dijo que al principio parecía que Biden pagó un precio por su cautela. Los aliados de la campaña intentaron que el exvicepresidente saliera para que el público lo viera, dijo Morial, y parafraseó la súplica de los colaboradores del candidato: “La gente necesita verte”.

Pero también dice que los miembros del equipo de Biden eran enfáticos al decir que el candidato sentía que no podía “decir una cosa y hacer otra” en lo que respecta a la salud pública, una opinión que Morial llegó a compartir.

El primer viaje importante de Biden fuera de Delaware no fue para hacer una visita tradicional de campaña, sino para enfrentar otra crisis: un ajuste de cuentas nacional sobre la brutalidad policial tras el asesinato de George Floyd. Biden viajó a Houston para visitar a la familia de Floyd, se sentó dos horas a escuchar a sus familiares desconsolados y les dijo que, aunque jamás había experimentado una pérdida como la de ellos, sabía cómo era perder a un hijo y comprendía su dolor, según el reverendo Al Sharpton, quien estuvo presente en la conversación. Cuando las protestas por la justicia racial en Atlanta se volvieron caóticas, Biden se acercó a la alcaldesa de la ciudad, Keisha Lance Bottoms, para ofrecerle apoyo y asesoría privada. Según Bottoms, el exvicepresidente fue alentador y analítico, y le contó cómo esas manifestaciones le recordaban a los disturbios en Wilmington, a fines de la década de 1960, que terminaron con una ocupación prolongada de la ciudad por parte de la Guardia Nacional.

Lo que definió a Biden como candidato, desde el principio, fue su interés por cultivar la empatía personal y su deseo de conectarse con otras personas. A lo largo de la campaña, invocó la historia trágica de su propia familia, y su experiencia para enfrentar el inmenso dolor y las pérdidas causadas por la pandemia del coronavirus.

“Él es capaz de personalizar estos grandes problemas”, dijo Bottoms. “Realmente tiene una sensibilidad y una mirada personal para muchos de los desafíos que enfrentamos”.

Biden también supo reconocer que su oponente carecía de ese impulso.

Mientras que a los demócratas les preocupaba que Biden estuviera adoptando un enfoque demasiado pasivo de la contienda, Trump parecía hacer todo lo posible para reforzar el atractivo de la prudencia de su retador: su sesión de fotos en la plaza Lafayette, que pretendía ser una demostración de fuerza, resultó en pura brutalidad cuando los agentes del orden público usaron gases lacrimógenos para dispersar a unos manifestantes. También hizo un mitin bajo techo en Tulsa, Oklahoma, que estaba planeado como un regreso enérgico a la campaña pero, en cambio, se convirtió en una zona de riesgo de coronavirus.

Sin embargo, a medida que se profundizaba el estado de ánimo de emergencia del país, Biden les confió a sus aliados que ya estaba sintiendo el peso de los desafíos que le esperaban si ganaba.

Tammy Duckworth, senadora por Illinois, recuerda que le dijo a Biden a principios de este año que el momento político parecía clamar por un candidato con una formidable experiencia en el gobierno. Biden le respondió: “Tammy, necesito gente a mi alrededor que entienda eso y que tenemos que empezar a trabajar”.

Biden reaccionó de manera similar el lunes pasado en Cleveland, cuando Sherrod Brown, senador por Ohio, le dijo a Biden que pronto tendría la oportunidad de ser “uno de los grandes presidentes de mi vida”.

“Me agarró del hombro”, dijo Brown, “se me acercó todo lo que pudo porque estaba usando una mascarilla y me dijo: ‘Realmente necesito que me ayudes’”.

Biden también expresó una ansiedad aguda después de pronunciar un par de discursos sobre la unidad nacional en Gettysburg, Pensilvania, y Warm Springs, Georgia, dos hitos asociados con las presidencias en crisis de Abraham Lincoln y Franklin Roosevelt.

Aunque Biden apreció la resonancia política de esos lugares, le sugirió a un asesor que se sentía menos cómodo con la comparación implícita entre él y esos hombres. Biden lo pasó mal viéndose a sí mismo como el próximo Lincoln o Roosevelt, dijo el colaborador.

Una especie de unidad partidista

Es posible que la pandemia, por sí sola, no tornara el panorama político a favor de Biden si no hubiese logrado una hazaña que la anterior candidata demócrata, Hillary Clinton, no pudo: persuadir a los demócratas de que se le unieran después de unas primarias complicadas.

Biden, sin embargo, tenía ventajas que Clinton no poseía. Por ejemplo, mantiene una relación cordial con su principal oponente, Bernie Sanders, el senador por Vermont.

A medida que la contienda demócrata se acercaba a su fin, Biden rápidamente tomó medidas para adaptarse a sus antiguos rivales de la izquierda. Días después de que Elizabeth Warren, senadora por Massachusetts, finalizara su campaña, a principios de marzo, Biden la llamó para decirle que estaba adoptando una de sus propuestas clave sobre la reforma de la quiebra. Y cuando Sanders se retiró de la contienda, Biden acordó crear un conjunto de grupos de trabajo políticos para formular una agenda de gobierno compartida.

Kathy Castor, representante demócrata por Florida que formó parte del grupo de trabajo climático de Biden, dijo que la diferencia con 2016 era marcada. “En ese entonces eso fue tan divisivo, desde la convención demócrata en Filadelfia hasta las elecciones”, dijo. “No se puede tener a los demócratas luchando contra los demócratas”.

Pero Biden no cedió al impulso ideológico general de su campaña. Por el contrario, él y sus asesores cercanos se sintieron reivindicados en su evaluación del Partido Demócrata como una coalición de centroizquierda, en vez de un movimiento de la izquierda activista. Aunque agregó algunos políticos progresistas a su personal de campaña, el círculo íntimo de Biden estaba dominado por centristas para quienes el espíritu del socialismo democrático de Sanders resultaba poco atractivo.

Quizás la más prominente de esos asesores fue Valerie Biden Owens, su hermana y consejera desde hace mucho tiempo, quien enfatizó durante las deliberaciones internas que la campaña debía tener cuidado con atacar a los ricos como táctica política. Después de todo, argumentó Owens, muchas personas de la clase trabajadora aspiran a ser ricas.

“El Partido Demócrata no es lo que la gente puede pensar que es en Twitter”, dijo Brendan Boyle, representante por Pensilvania y un partidario de Biden desde el primer día, que recuerda haberle dicho eso al exvicepresidente el año pasado. “Todavía son afroestadounidenses, blancos y latinos de la clase trabajadora. Y él siempre fue fiel a eso”.

En el transcurso del verano, Biden se dedicó a elegir a un compañero de fórmula que esperaba pudiera conciliar las presiones contrapuestas sobre su candidatura: para levantar el ánimo de su propio partido sin crear nuevas vulnerabilidades que los republicanos pudieran aprovechar. Se decidió por Kamala Harris, senadora por California, y completó su fórmula con una elección que fue revolucionaria y, a la vez, cautelosa: una mujer joven de color que, en gran medida, comparte sus instintos políticos pragmáticos.

Biden terminó formulando un mensaje y una agenda política que dejó a Trump con pocas vías para atacar, y se benefició de la falta de interés del presidente en conocer los detalles. Cuando Trump sintió vulnerabilidades en la plataforma demócrata, nunca ideó una crítica más profunda que las burlas que aparentemente hacía para Fox News: sus ataques a los planes climáticos de Biden, por ejemplo, incluyeron afirmaciones de que los demócratas obligarían a que los edificios tuviesen ventanas pequeñas.

Aunque el enfoque de Biden se mantuvo durante toda la campaña, dejó enormes preguntas que tendrá que responder más adelante. En algunos casos, Biden y sus asesores optaron deliberadamente por suprimir en vez de resolver los desacuerdos demócratas hasta después de las elecciones.

El ejemplo más destacado fue la respuesta evasiva de Biden al ascenso de la jueza Amy Coney Barrett a la Corte Suprema. Mientras otros demócratas lanzaban un grito de apoyo a la reforma del poder judicial federal, Biden pasó semanas negándose a declarar su propia posición, y finalmente propuso una comisión para estudiar las reformas judiciales como una medida temporal.

La prisa por elegir a la jueza Barrett le abrió los ojos a las tácticas duras de los republicanos del Senado actual, dijo un asesor. Pero en privado, Biden ha expresado su malestar por tratar de expandir el tribunal superior y le interesan las reformas judiciales más amplias, antes que simplemente agregar jueces.

Un legislador dijo que Steve Ricchetti, exjefe de gabinete de Biden, había sido sincero el verano pasado sobre el enfoque evasivo de la campaña hacia las divisiones internas del partido. Cuando se le preguntó en privado cómo pensaba Biden manejar a la izquierda, Ricchetti reconoció que sería un desafío a largo plazo.

Por el momento, dijo, triunfar el 3 de noviembre era el único objetivo.

La muralla azul y la línea azul

El momento más precario de la contienda para Biden quizá fue a finales de agosto, cuando una temporada de manifestaciones por la justicia racial dio paso a brotes de vandalismo e incendios provocados en un puñado de estados con relevancia política. En Wisconsin, luego de que Jacob Blake, un hombre negro, fue abaleado por un policía en Kenosha, se desataron disturbios en esa ciudad y Trump pasó al ataque.

En la convención republicana, el presidente y sus aliados asediaron a Biden durante una semana con ataques falsos o exagerados que lo vinculaban a delincuentes declarados y activistas de izquierda que habían adoptado la consigna de “desfinanciar a la policía”. Biden negó las aseveraciones, pero los republicanos persistieron.

La arremetida planteó un desafío peculiar para Biden, pues amenazaba con debilitar su coalición de minorías raciales, liberales jóvenes y blancos moderados. Trump comenzó una campaña alarmista dirigida en parte a las mujeres blancas, en la que afirmaba que iba a “rescatar sus suburbios” de lo que él retrató como muchedumbres saqueadoras que Biden no podía controlar.

Como otros liberales de su generación, Biden consideraba que los disturbios de Kenosha eran peligrosos. Al recordar los disturbios en las ciudades estadounidenses después de los asesinatos de la década de 1960, telefoneó a un asesor y le dijo que quería denunciar la violencia y le hizo una pregunta: ¿Qué había dicho Robert F. Kennedy para calmar los ánimos después del asesinato de Martin Luther King Jr.?

Biden viajó a Pittsburgh al lunes siguiente para desviar los ataques de Trump. En un discurso de 24 minutos, reafirmó su apoyo a la reforma policial y denunció con firmeza los disturbios civiles.

“Saquear no es protestar”, afirmó. “Necesitamos justicia en Estados Unidos. Necesitamos seguridad en Estados Unidos”.

La campaña de Biden convirtió un fragmento del discurso en un anuncio televisivo y lo difundió de manera publicitaria en todo el mapa electoral, con lo que contrarrestó las afirmaciones de Trump de que un gobierno demócrata desataría una anarquía violenta.

“Joe siempre ha sido alguien capaz de defender dos puntos de vista al mismo tiempo en cuanto al orden público y la justicia racial”, comentó Chris Coons, senador por Delaware.

Y una vez más, Biden se benefició del impulso de su oponente hacia la incitación y la división. Mientras los demócratas temían que los votantes pudieran ver a Trump como un valiente administrador de la seguridad pública, el presidente también se pronunció en defensa de las personas que están sembrando el caos en la derecha.

Trump volvería a hacerlo en su primer debate con Biden, estropeando su mensaje de ley y orden al negarse a denunciar a un grupo de extrema derecha.

Contar hasta 270

El momento posterior a los sucesos de Kenosha fue aún más importante para Biden debido a su resonancia en el Medio Oeste, la región que necesitaba por encima de todas las demás. Biden creía que esa franja de estados que se extendía desde Minnesota hasta Pensilvania era la que tenía más probabilidades de convertirlo en el próximo presidente.

Sus principales asesores compartían esa opinión.

Durante una sesión maratónica de Zoom en mayo, después de la primera gran ronda de votaciones de la campaña en las elecciones generales, Biden y su alto mando pasaron horas estudiando detenidamente el mapa electoral. Al final, habían definido sus prioridades: se centrarían en tres estados de los Grandes Lagos que Trump ganó en 2016: Wisconsin, Michigan y Pensilvania, además de Arizona, Florida y Carolina del Norte. La campaña se mostró escéptica sobre sus posibilidades en Florida y vio a otros dos estados del Cinturón del Sol, Georgia y Texas, como interesantes, pero difíciles y costosos para competir.

Cuando Biden y Harris regresaron a la campaña, ese mapa guió sus actividades y su estrategia publicitaria. Trabajaron en otros objetivos de más largo alcance como cuando Harris viajó repentinamente a Texas, mientras que Biden regresó a Ohio, donde las encuestas mostraban que era competitivo. Ninguno de esos estados lo respaldó la noche de las elecciones.

Más fructífera fue una jugada tardía en Georgia, un estado en rápida diversificación donde los votantes suburbanos parecían inclinarse fuertemente hacia los demócratas. En octubre, el encuestador de Biden, John Anzalone, determinó que el exvicepresidente tenía más posibilidades de ganar allí que en Carolina del Norte e incluso en Florida, y Biden se embarcó en su viaje a Atlanta y Warm Springs. Harris visitó el estado repetidamente y, en vísperas de las elecciones, la campaña decidió enviar al expresidente Barack Obama a Georgia en vez de a Carolina del Norte para dar un último impulso.

En cuanto se dieron a conocer los resultados preliminares del martes, un estado de tensión se apoderó de gran parte de la campaña de Biden. En Florida y Carolina del Norte, los primeros lugares que reportaron resultados, a Trump le fue mejor de lo que habían pronosticado las encuestas demócratas y muy por encima de las predicciones de la mayoría de los sondeos realizados por los medios.

En público, la campaña de Biden proyectó compostura, en contraste con el comportamiento errático de Trump en Twitter y sus comentarios nocturnos desde la Casa Blanca. Greg Schultz, exdirector de campaña de Biden durante las primarias demócratas, realizó una llamada con partidarios clave para tranquilizarlos e insistió en que los primeros retornos en los suburbios de Ohio eran un buen augurio para los estados cambiantes cercanos. Pero, para algunos oyentes consternados, no fue una presentación convincente.

El círculo íntimo de Biden se sentía cada vez más inquieto conforme avanzaba la noche y se hacía evidente que el presidente llevaba una ventaja más sólida de la esperada. Jill Biden, Christopher Dodd, exsenador por Connecticut, y una serie de asesores de Biden llamaron a los demócratas de todo el país para obtener más información sobre el recuento de votos y si Biden estaba en peligro de perder.

En cuestión de horas, la suerte de Biden mejoró a medida que las grandes ciudades del norte reportaron sus votos. Se tendría que esperar al sábado, cuando Pensilvania anunciara el conteo a su favor, para confirmar que Biden había ganado más de los 270 votos necesarios del Colegio Electoral para asegurar la presidencia. La muralla azul volvió a respaldar a los demócratas, y Biden también podría prevalecer en los estados de Arizona y Georgia que apoyaron a los republicanos.

Pese a todo el júbilo demócrata ante la derrota de Trump, es posible que Biden no comparta ese sentimiento de alegría total. Rahm Emanuel, quien fue el jefe de Gabinete del expresidente Barack Obama durante la Gran Recesión, dijo que le advirtió a Biden hace poco que la recompensa de la victoria sería efímera.

“Ganar es solo el comienzo”, le dijo Emanuel, aludiendo a lo que le esperaba en el Despacho Oval.

El hombre que pronto sería el nuevo presidente electo le respondió: “Y que lo digas”.



Jamileth


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