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El Perú y la revolución morada
Antonio López Vega y Fernán Altuve-Febres | El País Muchos de los partidos que han capitalizado la reivindicación de regeneración de la vida pública y política que han aflorado a lo largo del planeta han adoptado el morado como color propio. También en el Perú donde, tradicionalmente, el morado también era propio del mes de octubre por un motivo religioso: el cristo moreno que sale desde hace dos siglos en una multitudinaria procesión seguida por fieles ataviados con ese color. Con motivo de la crisis desatada por la covid, este año la procesión fue suspendida. Con todo, el morado se ha vuelto a adueñar de las calles del país cuando los ciudadanos se han lanzado a las calles enarbolando estandartes y símbolos violáceos para reivindicar esa indispensable regeneración política en una tan insospechada como extraña revolución cuyo éxito o fracaso aún está por ver. Esta revolución morada se movilizó a través de redes sociales como TikTok –muchos dicen que ha sido esencial en este caso-, Twitter, Instagram o Facebook. Como ocurrió en la primavera árabe o en el 15M de los indignados madrileños, también aquí sus principales impulsores son los jóvenes a quienes la corrupción del sistema no solo les arroja ese insatisfactorio futuro precario sin posibilidades de un desarrollo profesional digno –por decirlo con Guy Standing-, sino que compromete los valores de sostenibilidad e igualdad que conforman el núcleo del adn de estas nuevas generaciones en red. La boyante coyuntura económica que ha atravesado el Perú en las últimas décadas ha sido modélica para muchos. Sin embargo, la desregulación masiva e irresponsable de los mercados -origen de la quiebra internacional de 2008- y la ausencia de políticas de equidad han tensionado los ya maltrechos resortes sociales peruanos. La creciente desigualdad se ha convertido en insoportable para importantes capas sociales que han visto frustradas las esperanzas suscitadas con el nuevo milenio. Los sucesivos escándalos de corrupción que han afectado a una parte sustantiva de las elites dirigentes del país han terminado por dañar tanto a su sistema político como a la economía misma cuya vulnerabilidad se ha hecho evidente en el contexto sobrevenido de la actual pandemia. El Perú atesora un triste récord de gobernantes involucrados en tramas corruptas. Si hace poco ha sido detenido en Estados Unidos para proceder a su extradición el presidente Alejandro Toledo, Ollanta y Nadine Humala y Pedro Pablo Kuzcinsky han sido también perseguidos por la acción de la justicia. Si añadimos a ello el dramático suicidio de Alan García el mismo día de su intento de arresto y las condenas contra el golpista Francisco Morales Bermúdez y el autogolpista Alberto Fujimori por violaciones de los derechos humanos, el resultado es desolador: prácticamente ningún exmandatario peruano ha librado de manera positiva la acción de los tribunales desde 1975. Aunque la elemental presunción de inocencia impide ser aún más categóricos con los presidentes cuyos procesos están aún inconclusos, queremos fijar nuestra atención en cómo buena parte de los corruptores, muchos de ellos grandes beneficiarios de estas tramas corruptas, nacionales e internacionales –como destapó el caso Odebrecht, por ejemplo-, han permanecido en la más absoluta y escandalosa impunidad. Mientras, el ajusticiamiento mediático y judicial contra los líderes políticos desacredita –de manera injusta, en muchos casos- a la clase política del país, haciendo de la parte el todo. El pasado 9 de noviembre el presidente Martín Vizcarra fue destituido por el Parlamento que él mismo había hecho elegir en enero de este año ante graves cargos de corrupción que la prensa había denunciado en los meses anteriores y que databan del tiempo en que había sido gobernador de la pequeña región sureña de Moquegua. Fue la gota que colmó el vaso. Tras dos décadas de una “democracia sucia” –como algunos se han empeñado en calificarla-, se desató una inesperada reacción ciudadana hastiada del permanente y cansino conflicto entre el ejecutivo y el legislativo que databa de 2016 y que ha evidenciado la lesionada división de poderes. Después llegó el sainete. Tras las iniciales propuestas para sustituir a Vizcarra, según fueron pasando las horas y los manifestantes tomando las calles, se impuso el “ni con Vizcarra ni con Merino”. El otrora presidente del Congreso asumió interinamente por unos días la jefatura del Estado y nombró un Gabinete que cayó derribado por las protestas que causaron la irreparable pérdida de dos jóvenes fallecidos con ocasión de las protestas. El partido Morado logró entonces encumbrar a Francisco Sagasti quien, al juramentar el cargo presidencial con su corbata púrpura, prometía un Gobierno de unidad y concordia de transición hasta las elecciones del próximo año. No serán meses sencillos. Este ingeniero de intachable trayectoria pública e ideas progresistas deberá enfrentar las graves consecuencias de la pandemia, la inseguridad ciudadana y la crisis económica, en un contexto de descrédito de la clase política que lleva a algunos a cuestionar el mismo sistema. A pesar de algunas decisiones cuestionables –como el nombramiento para la poderosa cartera de defensa de Nuria Sparch, destacada ejecutiva de Graña & Montero, empresa constructora que recientemente confesó ante la fiscalía un antiguo caso de corrupción-, Sagasti tiene ante sí el desafío insoslayable de devolver la confianza institucional a los peruanos. El auspicio de esta primavera en el hemisferio sur es un buen augurio. Urge fomentar un pacto intergeneracional que ofrezca a los jóvenes una alternativa de desarrollo vital que dote de estabilidad al sistema, mejore la equidad, incremente oportunidades a las deterioradas clases medias y haga efectivo un proyecto de vida en común para los diferentes paisajes peruanos –por decirlo con Riva Agüero-. A esta generación del “Bicentenario” le corresponde, en definitiva, ganar la República prometida que soñó lo mejor de la tradición política e intelectual peruana. Fernán Altuve-Febres es presidente de la Sociedad Peruana de la Historia y Antonio López Vega es director del Instituto Universitario de Investigación Ortega y Gasset (UCM). Jamileth |
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