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No maten al mensajero


2020-11-27

Por Diego Fonseca | The New York Times

En junio de 2020, el escritor brasileño João Paulo Cuenca satirizó en Twitter un aforismo atribuido al filósofo francés Jean Meslier (también a los pensadores Denis Diderot y a François-Marie Voltaire).

En el siglo XVIII, Meslier había escrito sobre la necesidad de un Estado secular en el cual el hombre sería libre solo cuando el último rey fuera colgado de las entrañas del último cura. Cuenca, crítico incansable del gobierno del presidente de Brasil, tuiteó: “El brasileño solo será libre cuando el último Bolsonaro sea colgado de las entrañas del último pastor de la Iglesia Universal”.

El tuit fue borrado luego, pero el infierno ya estaba desatado. La cadena alemana Deutsche Welle, para la cual escribía Cuenca, cesó su columna quincenal equiparando el tuit a una manifestación de discurso de odio e incitación a la violencia. Tal vez tras comprobar la ausencia de respaldo institucional, Eduardo Bolsonaro, uno de los hijos del presidente, amenazó con pedir el procesamiento del periodista y los pastores de la Iglesia Universal comenzaron a presentar demandas por todo el país. Para octubre pasado, Cuenca enfrentaba más de cien procesos judiciales. Por un tuit satírico.

Cuenca no es el único afectado por la presión de los poderosos. Paola Ugaz, una valiente periodista peruana, podría ser condenada a tres años de cárcel y a pagar una indemnización de casi 60,000 dólares producto de la persecución judicial —y pública— de una organización religiosa a la que investigó por años. El caso más reciente involucra a la siempre represiva Cuba: Carlos Manuel Álvarez, director del medio cubano El Estornudo, fue detenido el 26 de noviembre por agentes de seguridad del Estado mientras apoyaba a huelguistas de hambre. Lo liberaron horas después.

Como ellos, un número creciente de periodistas en América Latina enfrenta asedio legal y acoso sistemático de figuras públicas en el poder. La prensa ya no es un tábano molesto: ahora es un enemigo. Solo en México, en los últimos veinte años han sido asesinados más de cien periodistas. En el país, que encabeza los rankings de crímenes civiles, se acumulan miles de denuncias por ataques a trabajadores de prensa, en muchos casos asociados a figuras políticas.

El mensaje parece claro: periodista que ataque a un poder consolidado, sufrirá las consecuencias. Lo grave es que esto no sucede en el siglo XVIII de Meslier sino en el XXI, cuando debíamos saber algo ya sobre separación de poderes, la libre expresión y un asunto algo menor llamado democracia.

La prensa libre es una institución clave de las sociedades democráticas, indispensable para vigilar a los poderes político, religioso o económico. En estos años, con una legión de mandatarios o congresistas que han mostrado peligrosas maneras autoritarias —desde Jair Bolsonaro en Brasil, a los legisladores del caótico Perú a Andrés Manuel López Obrador en México—, el periodismo y la crítica se han vuelto crecientemente amenazantes y amenazadas.

No es casualidad que desde las antípodas ideológicas, de Hugo Chávez a Bolsonaro, los medios independientes hayan sido convertidos en un enemigo público. Son incómodos como tábanos, y a los tábanos se los elimina.

Matar al mensajero —esto es, a quien se encarga de revelar de corrupción a abusos— solo sirve a quien ocupa el poder mientras destroza a las sociedades por décadas.

La prensa libre tiene derecho al agravio cuando habla al y del poder. Pero hay ciertos actores políticos que no aceptan escrutinio, crítica ni burla. Los autoritarismos, los personalismos y los movimientos de fe se llevan mal con el disenso. Los autócratas no debaten. Los extremistas jamás dudan. Como las sectas, demandan lealtad a la verdad revelada, que nunca es democrática. Por eso es necesario contar con una prensa independiente, rigurosa y con libertad para hacer su trabajo.

El hostigamiento y la intimidación llegan hoy cuando las organizaciones periodísticas son tan diversas y disímiles que su influencia se ha reducido. Atravesados por esa crisis en toda la industria y en todas partes del mundo, los periodistas son todavía más vulnerables.

Como la prensa todavía mantiene una intensa referencia simbólica en la psique colectiva como actor protagónico de la vida pública y quizá porque perciben su debilidad, los políticos están cargando contra el periodismo libre de una manera que se sugiere creciente y más desembozada.

Y no es solo el ataque y el asedio: es la degradación de su rol intelectual. Al equipararlo con un actor partidario, los poderosos ubican al periodismo en el espacio de un conspirador venal. Completan la maniobra de debilitamiento alimentando el victimismo, creando o respaldando medios afines para que oficien de propagandistas.

Los gobernantes preparados para lidiar con la turbulencia del debate público saben que las reglas del juego incluyen ser sometidos a un permanente y en ocasiones brutal examen periodístico. Un buen gobierno resistirá la tentación autoritaria, pero el camino en la región parce ser el opuesto.

La lista es prolíficamente ominosa. El chavismo durante y después de Chávez ha ahogado a la prensa no-chavista y creado sus medios afectos. El kirchnerismo en Argentina infectó los medios estatales con propagandistas pagados. En Nicaragua procuran sistemáticamente acorralar e intimidar a los escasos medios críticos al régimen. Nayib Bukele ha convertido en su enemigo público a pequeños y bravos periódicos independientes, como El Faro y Factum, y luego dio el paso previsible: creó un noticiero propio. En Estados Unidos, Donald Trump ha desacreditado a la prensa liberal durante cuatro años mientras difundía con determinación a medios propagandísticos y falsarios como Fox News, OANN, Newsmax o Breitbart. Finalmente, mientras López Obrador demoniza casi a diario al periodismo en México, en días pasados su partido relanzó Regeneración, su portal de propaganda, acusando a la prensa independiente de un rol oscuro.

El periodismo debe ser defendido como soporte de la pluralidad. La prensa no disputa el acceso al poder, como haría un partido; discute su construcción como parte de la vida pública. Un periodista es un individuo de derechos, miembro de uno de los pocos espacios civiles articulados para “curar” el debate público. Un ataque a la prensa es un ataque a la ciudadanía: el poderoso decreta que solo él encarna la verdad admisible.

Las expresiones de Cuenca y Ugaz han sido judicializadas, retiradas de la discusión de adultos y empujadas a una trampa legal. Es un recurso de coerción usual: el poderoso se declara ofendido y hace caer sobre el crítico un peso desproporcionado, asimétrico, injusto y antidemocrático. Usualmente coopta con mecanismos legales que precisan rediscusión, como el delito de “difamación”, pero también amenaza, corrompe y mata. La detención de Álvarez, por caso, pasó del amedrentamiento a la represión abierta.

Los casos de Cuenca, Ugaz y Álvarez también demostraron cómo enfrentar el atropello: las reacciones solidarias han sido inmediatas y amplias. Pero, claro, jamás son suficientes. Es la vigilancia activa de la sociedad civil —a la cual pertenece la prensa— la que mantendrá vivo al periodismo. El embate autoritario requiere de una ciudadanía de pie, visible y con la voz en alto. Es más difícil imponer una visión única de las cosas cuando los mensajeros somos millones.



Jamileth


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