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El epicentro


2020-12-03

Por Dan Barry, Annie Correal, Photographs By Todd Heisler | The New York Times

Cuando el invierno se convirtió en primavera, el coronavirus golpeó a un rincón de Queens con más fuerza que a casi cualquier otro lugar de Estados Unidos.

Lleva una peluca roja y un vestido negro que ella misma cosió. Se ciñe a su cuerpo cuando se desplaza por el escenario, moviendo los labios al compás de canciones de amor en español en un lugar lleno sobre todo de ausencia.

Es tarde el 9 de marzo, y Yimel Alvarado está en su trabajo habitual de los lunes, un bar encima de un restaurante mexicano en la sección Corona de Queens. Aquí es donde se siente como en casa, donde por lo general un público de clientes gays y transexuales aplaude sus bromas coquetas.

¡Tomen!, dice a menudo, mientras los fans tiran dinero a sus pies. La noche se nos va a ir.

Pero esta noche Yimel no es ella misma. Lleva días así. Su delineado de ojos estilo Cleopatra solo acentúa el cansancio de su mirada. Es solo una gripa, dice.

En algún momento, la dueña del bar, preocupada, saca el tequila. Las dos amigas se toman unos tragos mientras, cerca, unos cuantos clientes se besan y se juntan para hacerse selfis con el celular.

Más allá de la puerta del restaurante, la misma negación y temor se ciernen sobre los barrios densamente poblados, en los apartamentos subdivididos por paredes de yeso y necesidad, a lo largo y ancho del bullicio de la Avenida Roosevelt.

En un edificio, una inmigrante de Ecuador se preocupa por los muchos parientes que viven en su estrecho apartamento, entre ellos sus frágiles padres. Un integrante de la familia, su cuñado, tiene una tos persistente.

En otro, una pareja de Bangladés recibe una llamada de su hija desde su dormitorio en una prestigiosa universidad de la Ivy League, quien les advierte que se arriesgan a enfermarse al ir al trabajo y compartir el aire de cerca con extraños: su madre en el aeropuerto de La Guardia, su padre en su taxi amarillo. Ella les ruega que se queden en casa. No lo hacen.

Pero un conductor de Uber está tan obsesionado con la tos de dos pasajeros recientes que ha dejado de buscar clientes. Hace 30 años en Nepal, huyó de su vida de monje budista al tirar su túnica roja bajo un árbol. Ahora reza mientras desinfecta su Toyota negro.

A la vuelta de la esquina, un chef tailandés que viaja en metro a Manhattan envía angustiados mensajes de texto desde el trabajo a su compañero, menos preocupado, en casa. Le inquieta el creciente número de casos confirmados en Estados Unidos.

¿Está aquí? ¿El mortal coronavirus?

En el Hospital Elmhurst, cerca de ahí, una médico de urgencias ha notado una oleada de pacientes con síntomas parecidos a los de la gripe. Ahora hay confirmación de lo que ella y sus colegas sabían que era inevitable: el primer caso de COVID-19, la enfermedad mortal causada por el coronavirus.

Está aquí.

Pero los mensajes son contradictorios. El gobernador Andrew M. Cuomo ha declarado el estado de emergencia, mientras que el presidente Donald Trump sigue restando importancia al virus. Una “zona de contención” está a punto de establecerse en la pequeña ciudad de Nueva Rochelle, mientras que a una decena de kilómetros al sur el ajetreo apresurado de Manhattan fluye ininterrumpidamente.

Pronto, este punto del mapa de Queens, donde convergen tantas culturas, se convertirá en el epicentro mundial de un tipo de crisis de salud que no se ha visto en Estados Unidos en un siglo. Muy pronto.

Por ahora, cansada, Yimel Alvarado continúa su espectáculo, animada por poco más que la dosis de tequila. Decidida pero enferma, vocaliza una balada en la que una mujer se dirige a la esposa de su amante.

Ahora es tarde, señora

Ahora es tarde, señora

Es demasiado tarde ahora, señora.

Son apenas unos tres kilómetros los que separan las estaciones de las calles 69 y 103 de la línea 7 del metro en el norte de Queens. Sin embargo, bajo las vías elevadas se extiende el mundo entero.

En este espacio hay cinco barrios del rompecabezas de Queens —Woodside, Elmhurst, East Elmhurst, Jackson Heights y Corona— cuyas historias combinadas reflejan la evolución de Nueva York: los asentamientos holandeses e ingleses y los campos de trigo y maíz, las líneas de ferrocarril y las urbanizaciones que brotaron en un santiamén, los apartamentos con jardín solo para los protestantes blancos y los montones de cenizas inmortalizados en El gran Gatsby. Luego las viviendas para las masas, los rostros siempre cambiantes.

Caminar por la Avenida Roosevelt ahora es viajar desde los picos del Himalaya a las áridas llanuras mexicanas y escuchar la música de la mezcla de lenguas y dialectos, todo ello en un radio de tres decenas de breves cuadras.

En el crepúsculo perpetuo que proyectan desde el cielo las vías elevadas del metro, los comerciantes venden cestas tejidas de Ecuador y zapatos de cuero de México, mientras que tenderos indios exhiben sus productos y hombres llevan cabras desolladas a las carnicerías halal. Los dentistas y los médicos ofrecen sus servicios desde estrechos escaparates, al igual que los autoproclamados curanderos que se encuentran entre las estatuas y velas de las tiendas de artículos religiosos, disponibles para consultas.

Los animados ritmos de la calle siguen el ritmo percusivo de la cumbia, el golpe del reguetón, la llamada a la oración. El combustible de todo esto es un buffet internacional de chisporroteantes tacos de carne del sur de México, bollos al vapor de Nepal, curris indios, ceviche peruano, buñuelos colombianos.

Y en todas partes, gente. Muchos trabajan en los servicios que animan la ciudad: conducen, limpian, cocinan, construyen. Se despiertan con la primera luz del día y se alinean en los andenes del metro, cascos y vasos de café en la mano. Muchos desconfían de las autoridades, o son vulnerables a la explotación, o simplemente tienen demasiado miedo de reportarse enfermos.

Decenas de miles brotan de los conventillos de ladrillo con patios estrechos, de las pequeñas casas con jardines de parra, de los sótanos con poca luz natural. Si tienen suerte, viven con familia o amigos; si no, viven entre extraños, pagan una cama o tal vez solo un sofá.

Condiciones imperfectas para el distanciamiento social. Perfectas para el contagio.

Sábado, 14 de marzo

“Este virus se ha extendido mucho más de lo que sabemos”.

La iglesia católica de San Sebastián en Woodside cerró en marzo, junto con otros lugares de culto.

Yimel Alvarado yace enferma en la penumbra de su pequeño dormitorio; sobre su cabeza, en la pared, hay un crucifijo. Las cortinas de satén rosa están corridas contra la luz de la tarde, cinco días después de su actuación de cabaret en el bar arriba del restaurante El Trío.

Desde entonces, un pánico de baja intensidad se ha instalado en la ciudad afuera de su modesto apartamento de Jackson Heights. Los torniquetes del metro son desinfectados dos veces al día. La Diócesis de Brooklyn ha suspendido la obligación de la misa dominical para los católicos. El Departamento de Policía de Nueva York ha alertado a sus 77 distritos que la COVID-19 está ahora clasificada como una pandemia.

El capitán Jonathan Cermeli, el oficial al mando de la comisaría 110 de Elmhurst, no puede creer el cambio abrupto de los acontecimientos. Hace solo una semana, en la fiesta de cumpleaños por los 12 años de su hijo, unos amigos discutían un tema que parecía totalmente ajeno a sus vidas.

¿Han oído sobre ese virus?

Ahora el alcalde Bill de Blasio ha declarado el estado de emergencia. Su oficina dirá que estuvo en contacto frecuente con los hospitales de la ciudad e informó regularmente a los funcionarios electos y al público. Pero dos concejales locales, Francisco Moya y Daniel Dromm, se quejan de recibir poca orientación por parte de la alcaldía.

“Nos sentimos como si estuviéramos solos”, dirá más tarde Moya.

Yimel, de 40 años, también está sola.

Como tantos inmigrantes indocumentados, no tiene seguro médico, ni médico de cabecera al que llamar. Ha rechazado varias veces los ofrecimientos de ayuda de sus compañeros de habitación —que la ven como a una madre— y apenas ha insinuado a su familia en México que está enferma. Ha recurrido a la oración y al té con infusión de cítricos para tratar lo que llama sarcásticamente su bendita tos.

Pero ahora la mujer siempre dispuesta a tomarse un selfi coqueto no contesta el teléfono, y su texto sobre una tos ha asustado en el Bronx a una de sus hermanas menores, Olivia Aldama, que intuye lo que esto significa: su amada Chiquis está enferma.

Olivia, de 34 años, termina su turno en una tintorería y se apresura para tomar el metro a Jackson Heights. Entra en la oscura habitación de Yimel y encuentra a su hermana gimiendo en sueños, con el celular enterrado entre las sábanas. Su respiración es trabajosa, sus labios están secos, su lengua parece papel blanco; necesita ir al hospital.

Estoy aquí, dice Olivia, abrazándola. Ya estoy aquí.

Puede que Olivia no sepa todo sobre la hermana que tiene en sus brazos. Que Yimel durmió en las calles cuando llegó a Nueva York hace unos 20 años. Que fue trabajadora sexual, y soportó ataques verbales y físicos bajo las vías elevadas de Jackson Heights. Que puede que aún lo sea.

Lo que Olivia sabe es que, al nacer, su hermana fue identificada como un niño, un género con el que Yimel se dio cuenta más tarde que no encajaba, pero que ella y su familia aún reconocen como parte de su pasado.

Al crecer en Tlapa de Comonfort, una ciudad en las montañas del sur de México, en el estado de Guerrero, prefería jugar a ponerse vestidos con las cuatro hijas de la familia, lo que provocaba la ira de su padre. Las tensiones se fueron acumulando a lo largo de los años hasta que un día, rebosante de bebida y vergüenza, el hombre sacó un cuchillo y gritó: ¡Mátese!

La única opción era huir. Pero antes de que unos contrabandistas la cruzaran al otro lado de la frontera, la adolescente acompañó a su madre en el fresco de la Basílica de Guadalupe en Ciudad de México. Allí, la madre la encomendó a la Virgen.

En Jackson Heights, la nueva inmigrante al fin encontró aceptación entre las personas gays y transexuales que también habían huido de la intolerancia en América Latina. Floreció en Yimel Alvarado y encontró su vocación de artista en los clubes gays de la Avenida Roosevelt.

También se ha convertido en la atrevida matriarca de gran corazón de lo que se conoce como la Familia Alvarado, un grupo muy unido a cuyos integrantes ha alimentado, vestido, aconsejado y a menudo acogido. Sobre la puerta de su apartamento cuelga un cartel que reafirma, en inglés: We Are So Good Together, Somos tan buenos juntos.

En los últimos años, sin embargo, Yimel ha salido menos, ha ganado peso y ha bebido más. A menudo se queda aquí en su dormitorio, creando su glamuroso vestuario en una máquina de coser, o dibujando diseños de vestidos en un cuaderno. También anota los aforismos reconfortantes que encuentra.

Antes de rendirte, intenta

Antes de morir, VIVE

Ahora, que Olivia lucha por ayudar a su hermana a sentarse, un joven salvadoreño llama a la puerta. Desde que Yimel se enteró de que al chico le habían robado en un refugio para personas sin hogar, él ha estado viviendo en el apartamento y duerme en el sofá.

Juntos, visten y guían a Yimel, que delira, hacia las escaleras. Ella se incorpora y comienza a bajar los escalones con calma, uno por uno, solo para detenerse, exhausta.

Llaman un taxi. Pero el conductor, al sospechar que la mujer desplomada en las escaleras tiene el virus, se disculpa y se va. En un fugaz momento de claridad, Yimel habla: Llama a una ambulancia.

La ambulancia que lleva otro posible caso de covid llega a la entrada de emergencias del Hospital Elmhurst. El coloso de color salmón remonta sus raíces a casi dos siglos atrás, a un hospital penitenciario en lo que ahora se llama Roosevelt Island, donde se atendía a los encarcelados, los pobres y los desamparados mucho antes de que se abriera este complejo de once pisos en 1957.

Un paciente llega al Hospital Elmhurst en marzo.

Puede que otros vean aquí un deslucido hospital municipal sin comodidades que atiende sobre todo a los desfavorecidos y a los que no tienen seguro. Pero la doctora Laura Iavicoli, de 49 años de edad, considera que su hospital de protección social es “el lugar más mágico de la Tierra”, con personal capacitado y comprometido y una mezcla diversa de pacientes que cada día presentan nuevos desafíos.

Pero nunca un desafío tan abrumador como este virus mortal, que apareció por primera vez a finales del año pasado en la ciudad china de Wuhan, a 12,000 kilómetros de Nueva York. Ahora es aquí en Queens, donde la reciente confirmación de casos de coronavirus en el hospital predice sombríos días por venir.

Al principio el hospital se consideró preparado: al realizar un ejercicio interactivo sobre el virus con el personal a finales de enero, una serie de simulacros de rutina y asegurar el acceso a cuatro salas de aislamiento con presión negativa en el departamento de emergencias. Los responsables supusieron que el virus se comportaría como otras enfermedades contagiosas para las que el hospital se había preparado pero que jamás había visto, como el ébola.

Pero las previsiones se derrumbaron. Las enfermedades parecidas a la gripe están fuera de control, mientras que los casos de coronavirus van en aumento. Y como el acceso a las pruebas está severamente limitado, los médicos envían a muchos pacientes —incluyendo a algunos que pueden tener covid— a casa para que se aíslen.

Los administradores del hospital están investigando la pandemia de gripe de 1918, se comunican con expertos médicos de todo el mundo y se reúnen todas las noches en una sala de conferencias para revisar los modelos y las estadísticas. Pero Iavicoli se ha convencido de que este virus no puede esquivarse.

El plan inicial de aislamiento del hospital —basado en los protocolos de varios países y agencias, incluyendo los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades— descansaba en otra suposición más: que el coronavirus se manifiesta con fiebre, tos y dificultad respiratoria. Ahora los médicos se están dando cuenta de que la diarrea y el malestar también pueden indicar covid, lo que significa que, sin querer, algunos pacientes contagiosos pueden haber sido pasados por alto.

Cada día, más espacio de los departamentos de emergencia debe ser reutilizado como zona de aislamiento. El área reservada para el tratamiento de la tos y los cortes menores es ahora para la covid. El área de cuidados intensivos, originalmente con siete camas, pronto tendrá 20, todas para la covid.

Las mangueras verdes de oxígeno serpentean por el suelo, mientras las mangueras azules de los filtros de aire se elevan hasta el techo. Los enfermos se agrupan en la entrada, se encorvan en sillas, se acuestan en camillas a lo largo de las paredes de color rosa apagado.

Al principio el Hospital Elmhurst se consideró preparado para el coronavirus.

Ahora los paramédicos en trajes protectores traen a una más: Yimel Alvarado.

La colocan en una camilla en el pasillo, junto a una joven que sujeta su barriga y grita en agonía. Brevemente fuera de su delirio, Yimel la mira con evidente compasión, pero pronto se pierde de nuevo, y habla en el idioma de la alucinación al mirar fijamente los monitores del hospital en el pasillo:

Por eso no veo televisión. Porque nomás cambian de canal.

Sin el oxígeno que recibía en la ambulancia, Yimel se debilita. Un sorbo de agua le causa accesos de tos, lo que envía a Olivia a buscar ayuda. Un enfermero se apresura a comprobar la oxigenación de la sangre de Yimel.

Varios trabajadores del hospital se reúnen pronto alrededor de ella. Primero en inglés, luego en español, preguntan: ¿Has viajado? ¿Has tenido tos? ¿Has tenido fiebre alta? ¿Por cuánto tiempo?

Olivia repite las respuestas que escuchó que su hermana dio a los paramédicos en la ambulancia: No. Sí. Sí. Cuatro días.

A Yimel la llevan detrás de un conjunto de puertas de cristal. Horas más tarde, un doctor aparece para informar a Olivia que su hermana se encuentra en estado crítico con neumonía y que estaría muerta si no la hubieran llevado al hospital.

Hace cinco días, Yimel actuaba en un bar; ahora está en cuidados intensivos. Por la mañana estará inconsciente, intubada y encerrada en una tienda de plástico.

A principios de este sábado, Trump afirmó que el número relativamente bajo de muertes relacionadas con el coronavirus en el país —unas 50 hasta ahora—, se debía a “un montón de buenas decisiones”. Mañana describirá el virus como “algo sobre lo que tenemos un tremendo control”.

Pero estas optimistas afirmaciones contradicen lo que se está viviendo en el Hospital Elmhurst, donde los casos de covid y enfermedades similares a la gripe continúan su siniestro aumento. Cerca de la medianoche, Iavicoli habla por teléfono con otros dos supervisores de la sala de urgencias, Stuart Kessler y Phillip Fairweather, para evaluar el daño de otro día desgarrador.

Iavicoli, que tiene experiencia en el manejo de urgencias, recomienda un requerimiento estricto de que el personal de los departamentos de emergencias use equipo de protección personal completo —bata, guantes, gafas y máscara N95— en todo momento.

Los tres doctores están de acuerdo. Ahora todo el departamento es oficialmente una “zona de riesgo”, basado en una nueva suposición: es probable que todos tengan covid.

Miércoles, 18 de marzo

“Quiero que la gente esté tranquila, porque vamos a ganar esto”.

Times Square, una zona casi siempre atestada de humanidad, se vació conforme las personas empezaron a quedarse en casa.

Una quietud se asienta sobre la ciudad. Se han cancelado los eventos con los que Nueva York mide el tiempo, como el Desfile del Día de San Patricio. Las escuelas están cerradas para más de un millón de estudiantes. Se suspenden los servicios religiosos. Los centros de transporte están desiertos. Los rascacielos están vacíos. Broadway está en penumbra.

Atravesar ese silencio despierta una ansiedad palpable, una preparación colectiva para el golpe que viene.

En el apartamento de arriba de una casa para dos familias en Woodside, Dawa Sherpa, el conductor nepalí de Uber, trata de limpiar lo que no puede ver pero teme que esté presente.

Limpia la escalera, donde los zapatos de sus tres hijos, de 18, 13 y 6 años, forman una fila ordenada en los escalones. Limpia los dormitorios, la cocina y la sala, donde hay un mapa roto del sistema de metro y un gran santuario budista con tres figuras clave: Buda Shakyamuni, Guru Rinpoche y Chenrezig.

En el altar se encuentran siete cuencos de plata que se llenan de agua por la mañana y se vacían por la noche, un cáliz de plata rebosante de una ofrenda de té de color ámbar, y una gran botella de desinfectante de manos.

Dawa tiene 50 años, es bajo y fornido, su pelo negro salpicado de gris. Nació en una pequeñísima aldea agrícola en la cima de una montaña en el Himalaya, se mudó con su familia a Katmandú, y a la edad de 10 años fue enviado a un monasterio budista, donde su vida se convirtió en un campo de entrenamiento espiritual de oración, tareas y estudio. El no saber la lección podía resultar en una paliza.

Cuando tenía unos 20 años, saltó el muro de un monasterio para ver qué pasaba en el mundo. Jamás volvió.

El exmonje viajó a China para ayudar al negocio de importación de su padre, luego a Japón, donde trabajó en una fábrica de Toyota, y después, en 1996, a Estados Unidos, que él creía que era“un país de libertad”.

Gravitó hacia Jackson Heights, se casó con Sita Rai, una mujer que había conocido en una boda en Katmandú, y comenzó a armar un clásico currículum de inmigrante: empleado en una tienda de artículos escolares; cocinero en un restaurante chino; conductor de una empresa productora; repartidor de Domino’s Pizza; taxista con un turno nocturno de 12 horas.

Hace cuatro años, Dawa pasó a conducir para Uber, y lleva a los clientes por la zona triestatal en su camioneta Toyota negra. En las últimas semanas, ha escuchado constantemente las noticias de la emisora de radio 1010 WINS en su carro para obtener información actualizada sobre el avance de la pandemia.

Entonces, hace dos semanas, dos clientes tosieron en su asiento trasero. Condujo a casa y limpió sistemáticamente los asientos, las manijas de las puertas, todo, con nubes de Lysol en aerosol. No ha conducido para Uber desde entonces.

Y puede que su mente le juegue una mala pasada, pero Dawa no se siente al 100 por ciento.

A menos de un kilómetro de distancia, decenas de familias se reúnen en un tramo comercial a lo largo de la calle 73, a pocos pasos de la Avenida Roosevelt. Esta es la sección de la Pequeña Bangladés de Jackson Heights, una mezcla de tiendas de comestibles, restaurantes y tiendas que atienden a los inmigrantes de Dhaka, Chittagong, Khulna, Sylhet.

Por ahora han quedado atrás los días en que los hombres discutían las noticias en bengalí mientras comían samosas y bebían té, mientras que las mujeres miraban los saris en las boutiques y los niños tomaban difíciles decisiones en las tiendas de dulces. Se ha ido el aire tranquilo con olor a especias.

En cambio, la inquietud se ha instalado, mientras la gente se reúne en una búsqueda decidida de alimentos y provisiones. Con las escuelas cerradas, los niños se quedarán en casa y tomarán clases en línea por quién sabe cuánto tiempo. Así que las madres amontonan bolsas de arroz y latas de aceite en los automóviles familiares al tiempo que los padres llevan los trozos de carne para guardarlos en los congeladores recién comprados, como si estuvieran almacenando para un largo asedio.

Por todas partes, la gente se enferma. Un sargento que analiza las estadísticas de crímenes para el capitán Cermeli en la comisaría 110. Un joyero que ayuda a dirigir una liga de fútbol en Corona. El sacerdote de la Iglesia Católica San Bartolomé en Elmhurst.

A lo largo y a la redonda de la calle 73, las filas serpentean fuera de las tiendas de comestibles, y algunos estantes de las farmacias han sido vaciados. La misma escena se desarrolla en otras áreas cercanas: Pequeña India, Pequeña Colombia, Pequeña Manila. La gente que ha conocido conflictos lejanos se está armando para la guerra.

Viernes, 20 de marzo

“No hemos pasado por algo así en toda nuestra ciudad en generaciones”.

— Bill de Blasio, alcalde de Nueva York

En un edificio de ladrillos en Corona, once integrantes de una familia extensa de Ecuador, jóvenes y viejos, viven en un apartamento de tres habitaciones. Dos están enfermos: Rosa Lema, de 41 años, con fiebre, y su cuñado, con una tos violenta.

Ahora, a última hora de la tarde —en un día en que Cuomo anuncia el cierre de gran parte del estado— Rosa escucha por teléfono de que su madre, Vicenta Flores, se ha desmayado durante una sesión de diálisis en el Hospital Elmhurst, y que alguien de la familia tiene que llevarla a la sala de emergencias.

Rosa, una mujer menuda con pómulos altos y pelo oscuro y brillante, pasó días en la desinfección de la cocina y el baño, muy frecuentado, que tiene una manija en la ducha para que sus padres se sostengan. Animó a su madre, de 77 años, a quedarse en su minúscula habitación entre las citas de diálisis, y le compró Robitussin sin azúcar para diabéticos para tratar lo que pensaba que era un pequeño resfriado.

Estas precauciones fueron inútiles. Rosa llama a su hermano Jorge, que vive cerca. Él se apresura a ir al hospital.

El plan nunca fue meter a tanta gente en el apartamento de Rosa. Ni llenar de ropa las estanterías de la sala. Ni amontonar botas polvorientas y zapatos infantiles brillantes afuera de la puerta de entrada.

Pero hace unos meses, en la puerta de Rosa apareció su hermana Carmen con su familia, cubiertos con mantas de la Cruz Roja después de que perdieron su hogar en un incendio. Así que ahora seis adultos, cinco niños, dos gatos y un perro viven amontonados, entre las chucherías desechadas que Vicenta ha juntado mientras recoge latas que intercambia por dinero que envía a su madre en Ecuador.

Jorge vuelve a llamar, preocupado; una fila de más de 100 personas se despliega de la sala de emergencias. Rosa le dice que avise al personal del hospital que su madre está en una silla de ruedas, enferma y decaída.

Pronto el hermano de Rosa vuelve a llamar, esta vez con un médico que tiene preguntas. ¿Vicenta ha tenido fiebre? ¿Alguien más de la familia ha estado enfermo?

Sí. Tanto Rosa como su madre no se han sentido bien. Pero si su madre ha contraído el virus, Rosa se pregunta dónde. ¿En la clínica de diálisis? ¿Durante las visitas a otro hospital de Queens donde su marido de 83 años, José Redentor Lema —el padre de Rosa— se había estado recuperando de complicaciones de una cirugía de páncreas?

¿Y qué hay de la sala, donde Vicenta se sienta durante el día, jugando con los gatos o acariciando las colitas de caballo de sus nietas? Por la noche los sofás se convierten en camas para la hermana de Rosa, su marido y sus gemelos; él es un azulejero que se enfermó cuando el virus causó estragos entre su cuadrilla de construcción.

En Elmhurst, los trabajadores del hospital ponen a su madre sobre una camilla y se la llevan, mientras que Jorge se queda a apreciar el largo camino de los enfermos y los preocupados, algunos tan agotados que están tirados en el suelo.

Rosa piensa en la fortaleza de su madre. Cocinando tortillas de maíz sobre el fuego para la familia en su pueblo natal, Biblián. Criando seis hijos mientras su marido viajaba por el país construyendo carreteras. Luego, cuando sus hijos emigraron a Estados Unidos, criando a algunos de sus nietos.

Una vez que estuvo en Queens, la menuda mujer, de menos de un metro y medio de altura, aprendió a moverse por las calles de la gran ciudad mientras recogía latas. Incluso salió de un coma de seis semanas después de que un carro la atropelló.

Ella va a estar bien. Esto es lo que Rosa les dirá a sus hermanos. Estará bien.

Pero, ¿qué le dirá a su padre, que ha sido trasladado recientemente a un centro de rehabilitación? Está tan apegado a su esposa de 52 años que siempre pregunta lo mismo si ella llega un minuto tarde a casa.

¿Dónde está la Vicenta? ¿Dónde está la Vicenta?

Sábado, 21 de marzo

“Nueva York: necesito que te quedes en casa”.

— Dave A. Chokshi, jefe de salud poblacional del sistema de hospitales públicos de Nueva York

A dos kilómetros de distancia en Woodside, en otro edificio de ladrillos, Jack Wongserat, el chef, le ha hablado de sus temores sobre el coronavirus a su compañero, Joe Farris, que no ha estado tan ansioso. Hasta ahora. Jack tiene una fiebre de 39 grados.

El suyo ha sido un romance neoyorquino: un inmigrante tailandés llamado Jack, bajo y compacto, conoce a un nativo de Alabama llamado Joe, alto y delgado, en un bar del Bowery en 2005. Participan en el consabido intercambio de números de teléfono, pero entonces Jack sorprende a Joe al llamar.

“Me cortejó”, dice Joe.

En la unida comunidad de la cocina tailandesa de la ciudad, Jack, de 53 años, es conocido por ser exigente pero atento: rígido en cuanto a la higiene y la rapidez y luego, después de que se haya servido el último plato de curry, dispuesto para una copa de Riesling y una alentadora charla con sus colegas recién llegados a Estados Unidos.

Basándose en su propia vida —nacido en la ciudad tailandesa de Ubon Ratchathani, perdió a sus dos padres cuando era joven, emigró en 1990 sin perspectivas— Jack les dice que sean fuertes. Cuenta historias sobre su suerte en los casinos, y los invita a ver a sus amados Giants y a compartir la comida picante que ha cocinado y que los hace sentirse como en casa.

Lo apodan Mamá.

Su pareja, Joe, de 58 años, creció en la pequeña ciudad de Jasper y estudió música en la Universidad de Alabama. Enseñó inglés en Taiwán durante un año, y luego se mudó a Nueva York a principios de los 90. Después de un largo período como mesero, se dedicó a la investigación de mercado y ahora trabaja como director de proyectos desde el apartamento que ha compartido con Jack durante dos años.

En un rincón se encuentra el pequeño santuario de Jack a Buda y una vajilla desigual para el restaurante que espera abrir algún día. En otra esquina está el piano digital que compró para que Joe reavivara su pasión por la música.

Ahora, este sábado por la mañana, Jack le envía mensajes a Joe desde el dormitorio de ambos.

11:43 a.m.: Mi prueba es positiva

11:43 a.m.: El Dr. dijo que bebiera más agua

11:45 a.m.: Tomar la medicina para el Virus

11:50 a.m.: Comenzar a separar tenedor cuchara

11:50 a.m.: Usar la protección de la mascarilla

11:50 a.m.: Cada vez

12:07 p.m.: Lo siento

Lunes, 23 de marzo

“Las dificultades terminarán. Terminará pronto. La vida normal volverá”.

La fila afuera del Hospital Elmhurst, que quedó abrumado por los pacientes cuando la pandemia arrasó Queens

Los cielos son de plomo, cae una mezcla invernal. Todo en consonancia con el estado de ánimo de Queens.

Dentro del Hospital Elmhurst, Vicenta Flores está en un respirador, inconsciente y sola. No se permiten visitas, pero de todos modos muchos en el pequeño apartamento de su familia en Corona están demasiado enfermos para ir a verla, entre ellos dos nietos que comparten un nebulizador para el asma. Rosa Lema, la hija de Vicenta, está tan enferma que se ha hecho la prueba del coronavirus.

Mientras tanto, la artista Yimel Alvarado permanece sedada y con un ventilador en su capullo de plástico transparente. Con la ayuda de un integrante de la Familia Alvarado que habla inglés, su hermana Olivia ha estado llamando dos veces al día para saber cómo está Yimel, cuyo propio resultado de la prueba ha llegado finalmente: positivo.

Los casos de covid han sobrepasado el departamento de emergencias. Hace unas semanas, la opinión general era que las cuatro salas de aislamiento de presión negativa del hospital podían manejar cualquier caso infeccioso que se presentase. La idea ahora parece absurda.

Para Stuart Kessler, el director de urgencias, los días son una crisis prolongada bajo luces fluorescentes. Un nativo de Queens que creció en Bayside, 11 kilómetros al este, tiene grandes ojos dormilones y un aire de “haberlo visto todo” que ha ganado durante décadas como médico de urgencias en los hospitales de grandes ciudades.

Pero nunca ha visto progresar una enfermedad como este virus, y está instando a sus compañeros de todo el país a que rechacen el pensamiento convencional y se preparen para algo totalmente desconocido. Sus palabras de advertencia no parecen escucharse. Si no lo has vivido, decide, no puedes entenderlo.

Afuera del hospital, barricadas gris acero guían a un grupo de personas maltratadas por la lluvia hacia un lugar donde se hacen pruebas en una tienda de campaña cerca de la entrada de emergencias. Inclinados bajo los paraguas, encorvados contra el frío, forman una columna diaria de pavor.

Francisco Moya, el concejal local, pasa por la fila después de entregar 1000 mascarillas al hospital donde nació hace 46 años y donde una vez trabajó como administrador. Hijo de inmigrantes ecuatorianos que se establecieron en Corona, es una presencia familiar y barbuda por aquí, que también ha servido como organizador comunitario y asambleísta estatal.

Está desconsolado y enojado por ver a tantos —muchos de ellos inmigrantes sin seguro—, amontonados en la desesperación. Parece una escena de un país devastado por la guerra, no del suyo.

Cuando los casos confirmados de la ciudad se duplican cada semana, Moya está entre los que dan la alarma. En las redes sociales y en llamadas a la alcaldía, afirma que el Hospital Elmhurst está sobrecargado y necesita urgentemente médicos, enfermeros, ventiladores y equipos de protección personal.

Es cierto: a muchos en Queens les falta casi todo, menos desesperación. Pero docenas de organizaciones locales trabajan para llenar el vacío.

A pocas cuadras del Hospital Elmhurst, un joven imán de Bangladés convierte su mezquita, el Centro Cultural An-Noor, en un almacén improvisado; la alfombra de la sala de oración pronto se cubrirá con alimentos halal donados. Con la magia de su hijo de 13 años, también publica videos diarios en las redes sociales para mantener informados a sus feligreses aislados.

En Woodside, Luis Gaguancela, un contratista desempleado de Ecuador ofrece servicios voluntarios en Facebook a sus compañeros de la iglesia Aliento de Vida. “Mis hermanos, Dios los bendiga”, escribe. “Para los que necesitan salir a comprar víveres o alguna emergencia y necesitan transportación, me ofrezco a llevarlos completamente gratis”.

Y en Jackson Heights, una vieja iglesia luterana vibra con la precisión de una línea de montaje. El edificio es ahora un templo budista y sede de la Asociación de Sherpas Unidos, que asiste a los inmigrantes de Nepal, Tíbet y Bután. Entre sus miembros está Dawa Sherpa, el conductor de Uber, que participa activamente en su programa de deportes juveniles.

En el segundo piso, donde una bufanda blanca llamada khata cubre una viga en señal de bienvenida, los voluntarios hacen paquetes de cuidado para los enfermos, confinados en casa y asustados.

Han estado buscando a toda hora guantes, mascarillas y desinfectante para las manos, y los integrantes que se dedican al negocio de importación llaman a sus contactos en Asia a altas horas de la noche. Pero parece que no tienen suficiente de un artículo que antes abundaba: Tylenol.

Joe Farris, que vive a una corta cuadra del edificio Sherpa, ha estado en la misma búsqueda. Su pareja, Jack Wongserat, intenta mantenerse en forma durante su enfermedad, haciendo estiramientos en una manta que ha dejado en el suelo junto a la cama. Pero su tos seca es incesante.

En busca de aliviar el dolor de Jack, Joe camina por las calles extrañamente tranquilas de Queens en busca de alcohol isopropílico, zinc, tabletas de vitamina C y Tylenol. Nada en la farmacia Duane Reade. Nada en Walgreens. Lo mejor que puede hacer es conseguir dos termómetros.

Joe también está mal. Tose y ha perdido el sentido del olfato, que se dice que es un síntoma de covid. El otro día se puso la muñeca en la nariz y no pudo sentir su colonia.

Los dos hombres al menos tienen un plan. Limpian todo con hisopos de alcohol y guardan los cubiertos por separado en recipientes de plástico marcados con sus nombres. Joe duerme en la sala de estar.

La pareja empezó a mantener algunos artículos por separado para evitar la contaminación.

Aún así, Jack parece estar pensando en el futuro. Mientras Joe está en la cocina, donde las especias de Jack ocupan cuatro estantes, oye a su compañero murmurar palabras alarmantes mientras pasa de largo.

No tengo miedo de morir. Tengo 53 años. He tenido una buena vida.

Martes, 24 de marzo

‘El número de nuevos casos sigue aumentando sin cesar’.

— El gobernador Cuomo

A poco más de un kilómetro al norte, en East Elmhurst, Mahdia Chowdhury está en casa tras regresar de la Universidad de Cornell y se le va el sueño en el pequeño apartamento del segundo piso de su familia, en el dormitorio que comparte con sus dos hermanos adolescentes.

Afuera, las ambulancias son tan comunes que por la noche sus luces pintan de rojo el techo de su dormitorio. En el interior, su padre, Shamsul, se pone más enfermo cada día.

Hace unos días dejó de ir a su mezquita y devolvió el Toyota Prius amarillo que había rentado con un compañero a un garaje de taxis en la zona de Queens llamada Long Island City, tal como ella le rogó que hiciera por los riesgos para su salud. Demasiado tarde.

Ahora, todas las noches, viene a su habitación para preguntarle si su “disentería” —su término para fiebre y diarrea— significa que tiene covid.

No, miente la hija para tranquilizarlo. Estás bien.

Aunque sus padres duermen en la misma cama, Mahdia no está tan preocupada por su madre, Tarana, de 47 años, que sigue trabajando sirviendo comida y limpiando en la sala de United Airlines en el cercano aeropuerto de La Guardia. Está casi vacía ahora, el rugido constante de los aviones sobre la cabeza ha quedado prácticamente silenciado.

Su padre es el que le preocupa. Dejando a un lado sus tareas universitarias para investigar los síntomas de la covid, se ha convencido de que está infectado y, como es diabético y fumador, corre un gran riesgo. Tiene 48 años.

Hace unos días, Mahdia estaba en la biblioteca de su campus en medio de colinas a 380 kilómetros de distancia, estudiando para los exámenes de mitad de curso. Ahora está acostada pero despierta mientras sus hermanos duermen. Shamsul parece más débil. Apenas toca el arroz que la familia deja fuera de la puerta de su dormitorio, bajo un talismán de un ojo azul destinado a ahuyentar el mal.

Piensa en los silenciosos sacrificios de su padre. En la ciudad bangladesí de Sylhet poseía tierras y tenía una maestría. Era parte de la clase privilegiada.

Shamsul, serio y meticuloso, dejó todo eso en 2009 para dar más oportunidades a sus hijos en Estados Unidos, donde, en lugar de gestionar las operaciones en un banco de Sylhet, llevaba a Mahdia y a sus hermanos a la escuela todas las mañanas en el taxi que conducía 10 horas al día.

Ya no parece tan deprimido como cuando llegaron, aunque las finanzas de la familia siguen siendo una preocupación. Teme haberse convertido en un taxista de Nueva York una generación demasiado tarde; teme que la industria del taxi se estaba derrumbando incluso antes de la pandemia; teme que él y su esposa nunca puedan permitirse una casa.

Ahora Shamsul va al baño en pijamas sueltos y chanclas, protegiendo sus ojos de la luz. ¿Crees que lo tengo?

Mahdia, pequeña y práctica, con su gruesa melena negra a la altura de los hombros, suele encargarse del papeleo de la familia, una tarea habitual para los hijos mayores de los inmigrantes. Ella será la que decida qué hacer.

¿Debería esperar antes de enviarlo al Hospital Elmhurst, que se rumorea que está rebasado? ¿O debería llevarlo allí mientras pueda? Se imagina marcando frenéticamente el 911 alguna noche, solo para enterarse de que todas las ambulancias ya han sido ocupadas.

Otra ambulancia chillona se apresura a bajar su cuadra con otra persona enferma. Desde su ventana ha visto los guantes de goma usados que descartan los paramédicos en la calle.

Miércoles, 25 de marzo

‘Si pudiera decirle a todos los americanos: saldremos de esta’.

— Mike Pence, vicepresidente

Jack Wongserat exige que se le entregue un envase de comida para llevar para llenar una orden. Se molesta cuando no hay uno disponible, y luego se sienta a marcar el teléfono.

Pero no hay envases de comida para llevar. No hay teléfono. Tampoco está trabajando en un restaurante tailandés en Manhattan en esta fría y nublada mañana. Jack está en su apartamento en Woodside, en los estertores de una alucinación.

Para esta noche, gran parte del país se habrá deshecho de cualquier ilusión sobre el virus, en parte gracias a Jack.

Su pareja, Joe, lo coloca en una silla confortable en su dormitorio, y luego lo lleva a la cama, esperando que duerma. Pero pronto Jack está jadeando, le falta el aire. Cuando Joe lo gira rápidamente de lado, ambos se estrellan contra el suelo.

Joe llama al 911 e intenta seguir las instrucciones del operador para administrar la RCP. La ambulancia, por supuesto, parece tardar una eternidad.

Los paramédicos arrojan la silla beige sobre la cama para hacer espacio, luego bajan a Jack en camilla al atrio. Mientras cinco paramédicos lo llevan a la ambulancia, su estómago sube y baja en frenética medida de su búsqueda de aliento.

Dios mío, dice una vecina que mira desde su ventana. Ay no, ay Dios mío, que Dios lo bendiga.

Joe corre al Hospital Elmhurst, y encuentra a Jack intubado e inconsciente en una cama en el frenesí controlado del atestado departamento de emergencias. Las camas pasan rodando, incluyendo una que lleva a un paciente que parece estar muerto.

Una cortina corrida en un rincón proporciona una mínima privacidad para dos hombres que han compartido un vínculo entre Alabama y Tailandia durante 15 años. Ante la remota posibilidad de que Jack pueda oír, Joe habla.

Todo va a estar bien. Estás en paz.

Un médico explica que la pérdida de oxígeno ha causado un daño cerebral significativo y permanente. Se excusa para darle tiempo a Joe para decidir si se debe hacer todo o nada para mantener a Jack con vida.

Para Joe, la única opción es la que Jack querría. Acepta y firma el formulario de No Resucitar.

Sentado al lado de su compañero de vida, Joe pierde todo sentido del tiempo. En un momento el latido del corazón de Jack se vuelve errático, pero un colega le aconseja a un médico que se apresura a venir que no intervenga: el paciente no debe ser resucitado.

El corazón de Jack se detiene. Dos trabajadores sociales aparecen al lado de Joe para proporcionarle consuelo y una lista de funerarias. Uno de ellos recomienda que haga los arreglos inmediatamente, dada la repentina demanda.

Jack Wongserat es una de las 13 personas que morirán en el Hospital Elmhurst en el lapso de 24 horas. El código del hospital para la intervención de emergencia —Equipo 700— resuena por el altavoz, mientras que un camión refrigerado que ha llegado hace poco emite un zumbido afuera, preparado para recibir.

La cantidad de pacientes es tan abrumadora que los médicos y enfermeros de emergencia ya no se ponen mascarillas N95 nuevas cada vez que se acercan otro más. Llevaría demasiado tiempo y consumirían demasiadas.

La petición de ayuda de una médico del Hospital Elmhurst, transmitida en un video publicado por The New York Times, difunde la situación cada vez más sombría. La doctora, Colleen Smith, dice que el departamento de emergencias está atendiendo a 400 pacientes al día —casi el doble de lo normal— mientras que los suministros disminuyen y multitudes esperan evaluaciones médicas.

“Esto es malo. La gente está muriendo”, dice Smith en el video. “En el departamento de emergencias y en el hospital no tenemos las herramientas que necesitamos para atenderlos”.

Al anochecer, el distrito de Queens —y específicamente el Hospital Elmhurst— será conocido como el epicentro de la pandemia en Nueva York, si no en Estados Unidos. Para muchos estadounidenses, el coronavirus pasará de ser una amenaza abstracta a un horror de la vida real.

Epicentro. Una y otra vez, la palabra será repetida por el presidente y el gobernador, por los periódicos y las emisoras. Los funcionarios de la ciudad pronto darán a conocer datos que muestran que estos barrios, que entrelazan códigos postales que contienen el mundo, encabezan la lista de las zonas más afectadas de Nueva York.

Pero ahora mismo solo está Joe Farris solo, caminando a casa en una tarde gris. Se dirige por la Avenida 41, pasa una farmacia española, una iglesia china y la antigua iglesia luterana donde la gente de ascendencia sherpa está armando los paquetes de cuidado para covid.

Se encuentra en estado de shock, su mente es un revoltijo de cada pensamiento y ningún pensamiento. Todo lo que sabe con certeza es que una pandemia en Queens se ha llevado a su amor.

Viernes, 27 de marzo

‘Seguimos siendo el epicentro de la crisis de COVID-19 en Estados Unidos de América’.

Durante la pandemia, la doctora Laura Iavicoli empezó a ir en bicicleta al trabajo.

El día de las 13 muertes en el Hospital Elmhurst fue difícil, horrible, trágico. Pero para Laura Iavicoli, directora asociada del departamento de emergencias, no fue el peor día. El peor sucede dos días después: hoy.

Ella se describe a sí misma como una orgullosa chica de Filadelfia cuyo pelo negro hasta los hombros anula su bata blanca de laboratorio. Así es como ha querido ser desde la escuela primaria, después de que su mejor amiga fue atropellada por un coche y sufrió una lesión cerebral, y luego los médicos de emergencias la salvaron.

También es muy motivada, alguien que se descomprime batallando para conseguir un cinturón negro en artes marciales mixtas y cuya idea de relajarse es beber café colombiano, con mucha leche, mientras trabaja en su portátil en una cafetería.

La relajación es ahora un concepto extraño. Desde el brote del coronavirus, sale temprano del apartamento de su familia en el Upper West Side, regresa tarde y evita hablar de su día. No hay necesidad de preocupar a sus tres hijas, que tienen 12, 10 y 9 años.

Esta mañana, Iavicoli se pone su casco negro y monta su bicicleta, una Fuji Oval roja y negra que su marido compró hace una semana por 250 dólares. Es el reemplazo de los trotes relajantes para los que ya no tiene tiempo.

Va en bicicleta a través de Central Park, sobre el puente de la calle 59 y hacia Queens, con destino a su ahora famoso lugar de trabajo.

Su orgullo por el Hospital Elmhurst sigue fuerte, pero es testigo de que la institución está siendo probada hasta sus límites. Uno de sus colegas llama a la situación apocalíptica; otro la comparará con el Infierno de Dante

A última hora de la tarde, se apresura a unirse a Kessler para otra teleconferencia relacionada con la pandemia, pero en el camino se sorprende de cómo los enfermos de covid han sobrepasado al departamento de emergencias. En las camas, detrás de las cortinas, en el pasillo, en la sala de espera, en todas partes. Apenas puede ver el pálido suelo de baldosas.

Olvida la conferencia telefónica, le dice a Kessler.

Los dos supervisores se unen al grupo de profesionales de la salud que trabajan sin parar para mantener a raya un virus mortal en una esquina de Queens. Revisan las camas, llevan suministros, trasladan a los pacientes, lo que sea necesario. En este teatro de vida o muerte, el tiempo se vuelve eterno.

Cuando Iavicoli recuerde esta noche en los días venideros, su dura identidad de Filadelfia se quebrará al describir una escena simultáneamente frenética y metódica, estresante y genial: una escena de gente trabajando en concierto para mantener a otros con vida. Los médicos ajustando los ventiladores. Los enfermeros calibrando las gotas. Equipos corriendo para monitorear los niveles de oxígeno, reemplazar los tanques y cambiar la posición de los pacientes para facilitarles la respiración.

Pero darlo todo no siempre es suficiente.

Antes del amanecer de esta mañana, un teléfono celular que suena interrumpe el sueño en el apartamento del Bronx de Olivia Aldama, la hermana de Yimel. La persona que llama está hablando en inglés, así que le pasa el teléfono a uno de sus hijos adolescentes, ya despierto.

Es el Hospital Elmhurst. La presión sanguínea de Yimel ha bajado y su respiración ha disminuido, dice. Si su corazón se detiene, como lo hizo hace unos días, ¿deberían tratar de revivirla?

Sí, sí, sí, dice Olivia. Hagan todo lo posible.

Cuelgan, y Olivia espera en la oscuridad. La última vez que vio a su hermana fue hace casi dos semanas, el día después de que Yimel fue hospitalizada. Había esperado en vano durante 12 horas, aguardando una actualización de la condición de Yimel, antes de finalmente reunir su coraje y entrar en la UCI tarde esa noche.

Los enfermeros ni siquiera la miraron. No sé si Dios me hizo invisible, pensó Olivia.

Ahí encontró a su hermana, sedada en una habitación sellada con vidrio. Incluso con los tubos enrollados alrededor de su cara, Yimel lucía digna, con el mentón levantado, los ojos cerrados bajo unas cejas finas y arqueadas.

El teléfono suena de nuevo. Esta vez, un servicio de traducción del hospital llama para decir que Yimel —su Chiquis— ha muerto.

Olivia no puede volver a dormir. En unas pocas horas, piensa, le pedirá a alguien que hable inglés que llame al hospital para asegurarse de que es cierto.

Más tarde esta mañana, en una oscura habitación en Corona, Rosa Lema yace despierta en sábanas húmedas de otra noche febril. Su mente da vueltas.

Su cuñado, el de los azulejos, acaba de irse al hospital con síntomas graves. Los resultados de las pruebas de Rosa han mostrado no solo que tiene el coronavirus, sino también que está embarazada.

Débil y sin aliento, no quiere moverse. Pero desde su cama escucha un sonido que interrumpe el habitual murmullo de conversaciones del apartamento. Una de sus hijas, sollozando.

Rosa se las arregla para levantarse y entrar en la sala. Su marido, que acaba de perder su trabajo en la construcción, está llorando; la toma en sus brazos. Su hermana Carmen, que acaba de perder su trabajo limpiando casas, ha dejado de hacer el almuerzo y consuela a la hija de nueve años de Rosa.

Rosa asimila la escena, y lo sabe.

Su hermano Jorge ha llamado con una noticia devastadora: Se nos fue la vieja. Perdimos a nuestra madre.

La familia no ha sabido casi nada del Hospital Elmhurst desde que Vicenta fue ingresada e intubada hace una semana. No hubo ninguna advertencia de que su condición se había deteriorado. No hubo oportunidad de despedirse, ni siquiera por video.

Pronto, los seis hijos de Vicenta Flores van a batallar para encontrar una funeraria que recoja su cuerpo del hospital, que exige que lo retiren lo antes posible. Tendrán que mantener difíciles discusiones por videoconferencia sobre la cremación, que, según el consulado, es ahora la única manera de enviar los restos de las personas que murieron de covid de vuelta a Ecuador.

Y tendrán que decidir cuándo decirle a su padre, José, que permanece en un centro de rehabilitación local, que su esposa de medio siglo ha muerto.

Pero en este momento, todo el mundo está llorando por la pérdida de su abuelita. Carmen se mueve para abrazar a Rosa, pero su hermana se da la vuelta y se dirige de nuevo a su cama.

Pronto, desde detrás de la puerta de Rosa, viene el sonido del llanto.

Son casi las 3 de la mañana cuando Iavicoli se pone el casco. La doctora guía su nueva bicicleta fuera de la oficina, por un pasillo vacío y hacia fuera en la noche tranquila.

Con la tienda blanca y el camión refrigerado detrás de ella, pasa en bicicleta por una tienda de comestibles mexicana, un par de restaurantes tailandeses, un templo hindú, un centro cultural musulmán, un servicio de impuestos para hispanohablantes. Queens.

Sabe que cuando llegue a su apartamento, su marido habrá dispuesto el desinfectante de manos y las toallitas desinfectantes. Tirará su ropa en la lavandería y se dará una ducha caliente.

Tiene 50 minutos antes de llegar a su puerta para dejar atrás el día lleno de pandemia. Piensa en lo que ha ido bien, en lo que podría haber ido mejor y cómo. Se pregunta cuándo terminarán la muerte y la enfermedad.

La doctora gira a la izquierda en la Avenida Roosevelt, donde las vías elevadas del metro crean un techo esquelético. Se siente como si se estuviera moviendo a través de algún universo alternativo. Como si la gran metrópoli de Nueva York estuviera en un shock paralizante.

Va por calles de la ciudad tan tranquilas como las del campo, y luego al puente de la calle 59. Iavicoli puede ver el río Este a través de las rejas metálicas bajo sus llantas, y luego partes de Roosevelt Island, donde su querido lugar de trabajo comenzó a funcionar hace casi 200 años.

Sale del puente y se desliza como en un sueño por un Manhattan silencioso. El aire fresco de la ciudad le despeja la mente, le permite deshacerse del día como una bata de laboratorio tirada.

Arriba por la Primera Avenida. A lo largo de la calle 66. A través del oscuro santuario de Central Park hacia el Upper West Side.

A casa.

Domingo, 29 de marzo

‘Vamos a tener millones de casos’.

Antes de preocuparse por la propagación del coronavirus, Dawa Sherpa conducía un Uber.

Dawa Sherpa ha estado enfermo durante más de una semana. Tosiendo. Aletargado. Sin apetito. Con problemas para respirar. Su esposa, Sita Rai, lo persigue mientras va por el apartamento de Woodside, limpiando con desinfectante todo lo que toca.

Pero está tan débil esta noche que ella llama a una ambulancia. Se abre paso por los escalones alfombrados de gris, pasa por la fila descendente de los zapatos de la familia, y se queda sin aliento por el esfuerzo.

Dawa es trasladado al Hospital Elmhurst, a menos de un kilómetro, donde se siguen desarrollando protocolos en el momento para lo que ahora se considera un evento en curso con múltiples víctimas. La noticia de la última semana de 13 muertes en un día ha provocado una avalancha de apoyo en donaciones de mascarillas y otros suministros. Y, pronto, los traslados de pacientes aliviarán el hacinamiento.

Pero la publicidad también ha alimentado un preocupante malentendido entre algunos residentes locales, basado en cosas siniestras que han visto y oído. El camión refrigerador. Las sirenas de las ambulancias. Las largas filas. El rítmico ruido de los helicópteros de las noticias que revolotean.

Se corre la voz de que nadie que entra en el Hospital Elmhurst sale vivo. La fábrica local de rumores convierte las 13 muertes en 15, 25, 1000.

La información falsa ha convencido a algunos de enfrentar a la covid por su cuenta en casa, armados con poco más que té y, con algo de suerte, Tylenol. Puede ser una decisión fatal.

Pero como muchos otros, Dawa ha elegido confiar en los médicos de Elmhurst. Se le lleva a una pequeña zona donde otros, sentados en sillas disparejas, obtienen oxígeno de varios aparatos. El hospital no tiene otra opción que agrupar a los enfermos.

Algunos hablan en español por celular, otros lloran de miedo. Él comparte su terror. Sabe que otro conductor de Uber de Nepal, padre de tres hijos, murió hace poco a causa del virus en este hospital. Ese hombre era un año más joven que Dawa.

El exmonje está conectado a un generador de oxígeno. Para mantener la calma, recita una oración en su cabeza que invoca y evoca la encarnación de la compasión de Buda:

A Queens le vienen bien las oraciones.

Las calles están desiertas. Los letreros en el restaurante cerrado Himalayan Yak y en la Escuela Popular de Manejo, el Afghan Kebab and Grill y la tienda S.M. Digital Sign & Printing, todos ofrecen la misma razón: Debido a la crisis de COVID-19…

Trump hoy solo intensifica el estado de ánimo apocalíptico. Ha seguido restando importancia a la crisis, pero los informes de noticias de su distrito natal —se crió en una urbanización pudiente de Jamaica, a menos de nueve kilómetros del Hospital Elmhurst— parecen hacer pausar al presidente por un momento.

“Cuando veo que los camiones se detienen para sacar los cuerpos —y estos son camiones tan largos como el Jardín de las Rosas, y se están deteniendo para sacar los cuerpos— y miras dentro y ves las bolsas negras para cadáveres”, dice. “Y dices, ‘¿Qué hay ahí? Es el Hospital Elmhurst. Deben ser suministros’”.

“No son suministros. Es gente”.

Algunos funcionarios locales y defensores del vecindario están demasiado furiosos para ocuparse de reflexiones macabras. Han estado denunciando lo que ven como la falta de respuesta adecuada del gobierno a una pandemia en una comunidad de inmigrantes famosa por sus condiciones de hacinamiento.

Pero todos se ven obligados a adaptarse, incluyendo al capitán Cermeli de la comisaría 110 en Elmhurst, donde más de un tercio de los agentes están de baja por enfermedad.

Con su pelo corto y su impecable camisa blanca de uniforme, el capitán Cermeli, de 39 años, irradia orden. En su oficina de la comisaría, la disposición de las fotografías familiares, los dibujos con crayones, los premios y honores, es toda así.

¿Pero cómo se aplica el orden a una amenaza invisible? Al Queens en el que creciste, pero que ahora apenas reconoces: sin corrientes de pasajeros que bajen por las escaleras desde el tren elevado 7. Sin multitudes que peregrinan para animar a los Mets en Citi Field. Sin compradores en el centro comercial Queens Center.

Hoy en día, los oficiales de Cermeli protegen contra los robos en tiendas cerradas y sin vigilancia. Recorren el Flushing Meadows Corona Park, emitiendo recordatorios por altavoz para mantener el distanciamiento social. Hacen guardia a los que han muerto en casa hasta que los cuerpos puedan ser recogidos.

Cuando regresa a su casa de Long Island por la noche, el capitán Cermeli entra por el garaje, se ducha y se esfuerza por no abrazar a sus dos hijos, de 12 y 9 años.

Hace años, en una estancia anterior, el capitán encontró un crucifijo de cristal detrás de uno de los archivadores de la comisaría 110. Cuando regresó como comandante en febrero, lo colgó en una pared de su oficina. Ahora se toma el tiempo de pararse ante el crucifijo y, como Dawa Sherpa, rezar para que vengan días mejores.

Mantén a mi familia a salvo. Mantén a mis hombres y mujeres a salvo. Mantenme a salvo.

Dawa se sienta en un rincón de la sala de emergencias. Se sienta mientras el domingo por la noche se convierte en lunes, y el lunes en martes.

De vez en cuando estira las piernas y pone su chaqueta negra sobre su silla acolchada para reservarla. Le pregunta a las enfermeras que controlan sus signos vitales si hay una cama, solo para que le digan que aún no. Tiene hambre y le dan un sándwich, pero no puede comer. Se las arregla con jugo, agua, oxígeno y oración.

El martes se convierte en miércoles.

Finalmente, Dawa es llevado a una habitación en el tercer piso. Se despoja de su ropa marchita para ponerse una bata de hospital gris y se instala en la comodidad de una cama por primera vez en cuatro días.

Su compañero de habitación, un hombre con el mismo virus, solo habla español. Aún así, intercambian gestos sencillos de aliento. Un asentimiento. Un pulgar hacia arriba. Un signo de paz.

Miércoles, 8 de abril

‘Todo neoyorquino conoce a alguien que tiene el coronavirus’.

Tom Habermann, administrador de la Funeraria Guida en Corona rocía desinfectante luego de un velorio.

Una minivan Chrysler gris hace sus rondas diarias. Su conductor escucha cualquier cosa que le distraiga, desde deportes a hip-hop o Johnny Cash. Ahora bebe Gatorade en vez de café, ya tiene bastantes problemas para dormir.

Este es Tom Habermann, 34 años, gerente y funerario residente de Guida Funeral Home. Delgado y agotado, lleva jeans y un suéter en lugar de su habitual atuendo de trabajo de color negro sombrío. La muerte es demasiado común para cualquier formalidad.

Pasa estos días conduciendo de hospital en hospital, recogiendo cuerpos. No hay tiempo para embalsamar, o elegir arreglos florales, o reunir portadores de féretros. Solo tiene que deslizar bolsas para cadáveres en la parte trasera de la minivan, una y otra vez.

La funeraria Guida, una empresa familiar de Corona desde hace más de un siglo, suele encargarse de unas 100 muertes al año. Esta primavera en solo ocho semanas casi igualará ese número. Se ha contratado un servicio de telefonista para atender las numerosas llamadas de personas que piden ayuda, ahora que algunas funerarias se niegan a aceptar a las víctimas del virus o están demasiado ocupadas para siquiera contestar el teléfono.

Habermann y Eddie Guida Jr., el dueño de la funeraria y su mejor amigo de la secundaria, hacen lo que pueden. Se ven a sí mismos realizando un deber sombrío pero necesario en un momento en el que los rituales de luto se han puesto patas arriba. Los últimos en responder.

Pero el volumen es demasiado grande. Los hospitales y funerarias no tienen suficiente espacio para todos los cuerpos; los crematorios y cementerios no tienen suficiente tiempo. Un crematorio local ofreció hace poco: Puedes venir el próximo viernes, pero trae solo dos.

Guida, de 34 años, fornido y tatuado, ha recurrido a sus muchas conexiones. Un tío tiene un amigo en Long Island que ha proporcionado un camión refrigerado de 16 por 2 metros, y uno de sus primos es dueño de un lote vacío en las cercanías. Ahí es donde el camión estacionado ahora ronronea con la temperatura fija en 0 grados.

Pronto albergará casi 50 cuerpos.

Guida siente la presión de administrar el negocio de su familia, que tiene antigüedad suficiente para haber manejado las muertes durante la pandemia de gripe de 1918. Le preocupa que la funeraria no sea capaz de mantener el ritmo de la demanda.

Pero Habermann es el que tiene que recoger los cuerpos. Luego tiene que arreglar los rasgos del rostro de los muertos para hacer simples fotos de la cabeza que permitan tanto la identificación como un cierto cierre para las familias a las que se les ha negado el velorio y la última oportunidad de verlos.

Lleva su minivan al Hospital Elmhurst. Al Hospital Flushing. Al Hospital de Coney Island. Al Hospital Mather en Long Island. De vuelta a la funeraria. Luego al camión.

A veces Habermann escucha la radio mientras conduce. A veces piensa en las remodelaciones de su apartamento que él y su mujer nunca parecen poder terminar. A veces se pregunta cuándo volverá la muerte a la normalidad.

A veces, al final del día, la fachada profesional se agrieta y el agente funerario llora.

Las noticias de este día nublado no son solo malas, anuncia el gobernador Cuomo. Son terribles. El estado de Nueva York acaba de registrar la mayor cantidad de muertes en un solo día como resultado del coronavirus: 779. A medida que se cuenten más pérdidas en los próximos meses, el número cambiará ligeramente. Pero este lapso de días seguirá siendo un hito oscuro: el momento más mortal del virus en Nueva York.

La ciudad también ha publicado algunas nuevas e inquietantes estadísticas. El virus está matando a las personas negras y latinas al doble que a las blancas.

“Cada número es un rostro”, dice el gobernador

Desde que el brote comenzó hace poco más de un mes, el estado ha contabilizado 6268 muertes. Cuomo señala que esto es más del doble de las vidas perdidas en los ataques del 11 de septiembre al World Trade Center.

Pero, dice, también hay “buenas noticias”.

El concepto mismo parece tan alejado de la vida en Queens, donde los únicos sonidos durante esta sombría Semana Santa, cuando los cristianos conmemoran la crucifixión de Jesús, parecen ser las sirenas de las ambulancias y el canto de los pájaros de principios de la primavera. Pero los funcionarios de salud de la ciudad y el estado han encontrado un pequeño resquicio de luz en la envolvente oscuridad:

Las admisiones diarias en las unidades de cuidados intensivos han disminuido. Las intubaciones diarias han disminuido. Las hospitalizaciones están comenzando a aplanarse.

El hermanamiento de dos simples palabras —buenas noticias— da oxígeno a la esperanza.

Estas mismas tendencias las observa Israel Rocha Jr., el director ejecutivo del Hospital Elmhurst, cuya vida ha sido un lío de manejo de crisis y oración personal las 24 horas del día. Prácticamente vive en una sala de conferencias donde se comparten las últimas estadísticas, se proponen los últimos planes, se expresan las últimas preocupaciones.

El hospital hace pruebas a más de 200 pacientes al día para detectar el virus, con resultados positivos que ascienden a un asombroso 80 por ciento. Al mismo tiempo, los resultados de sus propios trabajadores son positivos a montones.

Pero Rocha, de 42 años, ha visto estadísticas similares a las que informan las alentadoras palabras del gobernador. Sentado en su oficina, donde una obra de arte en la pared declara que “Queens es el futuro”, ha analizado informes que muestran que los índices de positividad en Elmhurst se han estabilizado.

Por primera vez en más de un mes, el jefe del Hospital de Elmhurst encuentra que respirar es un poco más fácil.

Se acerca la noche, las nubes se separan y un paciente de covid en Elmhurst se prepara para salir. Dawa, el conductor de Uber que una vez fue un monje budista, ha pasado las últimas nueve noches en el hospital.

Mientras se recuperaba, su compañero de habitación, que siempre le devolvía el ánimo con el pulgar hacia arriba, había declinado. Una mañana Dawa se despertó junto a una cama vacía.

Se quita la bata de hospital para ponerse la ropa de calle y firma los papeles del alta. Contempla la posibilidad de caminar, pero se da cuenta de que no tiene fuerzas. Toma un Uber para recorrer los 800 metros hasta su casa.

Lunes, 20 de julio

‘Hicimos lo imposible, como neoyorquinos’.

Un homenaje para Yimel Alvarado en las afueras del restaurante El Trio donde actuaba a menudo

Un pequeño escenario aparece en un estacionamiento junto al restaurante El Trio en Corona. Su telón de fondo de tela escarlata oculta una vieja camioneta Chevy. Maniquíes con vestidos negros y fucsias se erigen como guardaespaldas en un exclusivo evento al aire libre.

Se trata de una celebración conmemorativa para Yimel Alvarado, quien creó estos vestidos para sus Noches de cabaret en el salón arriba del restaurante, donde ella hacía playback de baladas de amor.

Sus amigos cercanos, la Familia Alvarado, han adornado el escenario con alegres ramos que compensan el gris del pavimento. Recitan el rosario y levantan tragos para brindar. Muchos llevan mascarillas para protegerse de lo que pueda haber en el aire caliente de la noche.

Mientras el coronavirus continúa su propagación indiscriminada por todo el país, aquí en Nueva York ha hecho una inquieta pausa de verano que permite acercarse a algo así como la vida normal. Una pausa que ha permitido a la familia y amigos de Yimel reunirse en su honor, aunque sea al aire libre.

Pero la gran metrópoli sigue sacudida por la supremacía letal del virus; para esta noche, los funcionarios de salud habrán contado 18.787 muertes confirmadas. Y ningún rincón de Nueva York ha sentido su ira más que los barrios entrelazados de Corona, East Elmhurst, Elmhurst, Jackson Heights y Woodside en Queens.

Decenas de miles están sin trabajo. La gente hace largas filas en los bancos de alimentos y tratan de mantener una sana distancia. Muchos son indocumentados, y por lo tanto no son candidatos para recibir los beneficios y han recurrido a la venta ambulante en las aceras: tacos, chicharrones de cerdo, raspadillas, mascarillas.

Casi todo el mundo conoce a alguien que ha muerto. En este parche de veinte kilómetros cuadrados de Queens, cerca de 1400 personas habrán muerto por el coronavirus a finales de julio. En solo una escuela primaria en Elmhurst, casi 90 estudiantes ya han perdido a un padre o tutor.

La ausencia está en todas partes.

En un apartamento lleno de gente en Corona, la familia Lema no llora una muerte, sino dos. Días después del servicio fúnebre en Staten Island para Vicenta, la matriarca de la familia, su marido, José, murió del virus antes de que le informaran sobre la muerte de su esposa.

Dos pequeñas urnas que contienen sus cenizas se encuentran sobre una cómoda astillada en el dormitorio que compartían. Entre ellas, una estatuilla de la Virgen María. Su hija Rosa, que está embarazada, planea llevar las urnas a Ecuador. Está esperando el papeleo necesario y el nacimiento de su hijo.

En Woodside, Joe Farris continúa adaptándose a la vida sin su pareja, Jack Wongserat. Durante unas semanas durmió en el sofá de la sala, incapaz de entrar en su dormitorio, y mucho menos quitar el sillón que los médicos habían tirado en la cama cuando atendían a Jack.

Los muchos pares de tenis de Jack todavía llenan el estante de zapatos cerca de la puerta principal, y las piezas de la vajilla del restaurante que nunca abrió se encuentran en una vitrina de cristal. El collar de oro con la figura de Buda que Jack llevaba el día de su muerte ocupa un lugar de honor.

Pero Joe está logrando avances. Toca música de meditación budista, practica métodos de reducción del estrés y duerme en la cama que ya no comparte.

Muchos se recuperaron. Algunos experimentaron síntomas menores. Algunos soportaron lo que parecía una gripe especialmente mala. Algunos estuvieron tan cerca de morir que durante meses se quedarán sin aliento.

Después de que lo dieron de alta del Hospital Elmhurst, Dawa Sherpa pasó semanas recuperándose. Ahora, mientras su esposa trabaja, cuida de sus tres hijos —el más pequeño da volteretas por el apartamento— y es voluntario en la Asociación de Sherpas Unidos, preparando paquetes de cuidado para los que aún lo necesitan.

No ha vuelto a conducir para Uber.

Shamsul Chowdhury, el funcionario bancario de Bangladés que se convirtió en taxista en Queens, también se ha recuperado, pero su familia no ha salido indemne. Tres parientes murieron y todos los demás miembros de su familia se enfermaron: su esposa, su hija, Mahdia, y sus dos hijos.

Muchos de sus colegas taxistas perecieron por el virus, por lo que se habla de un monumento conmemorativo. Pero Shamsul también ha dejado de conducir por encargo; pronto tendrá un nuevo trabajo en el Servicio Postal de Estados Unidos.

Mahdia trabaja ahora como pasante no remunerada para la oficina de un senador estatal —sus tareas incluyen ayudar a los electores a solicitar el seguro de desempleo— y volverá a Cornell en otoño.

El virus ha provocado otros cambios. El Hospital Elmhurst ha realizado reuniones virtuales para tranquilizar a los residentes y disipar ideas erróneas. Ha mejorado las formas de proporcionar actualizaciones sobre las condiciones de los pacientes, y ha ayudado a establecer los protocolos clínicos para el tratamiento de la covid, forjados en los infernales días de marzo.

No es que esos días estén en el olvido. Aquí y allá hay modestos homenajes: una foto de un mecánico muy querido fuera de una tienda de reparación de bicicletas; una cinta negra en la ventana de una panadería; la llama temblorosa de una vela votiva.

Pero mientras la ciudad anticipa un resurgimiento del virus, uno que alcanzará niveles espantosos a finales del otoño, lo que preocupa es si las advertencias han sido atendidas. ¿Se habrá aprendido la lección de que la sobrepoblación ayudó a convertir a Queens en el epicentro de la peor pandemia del siglo?

Hacia arriba y hacia abajo de la Avenida Roosevelt, volantes pegados a las columnas elevadas del metro anuncian habitaciones recién disponibles en los sótanos, en apartamentos subdivididos, en viviendas dentro de viviendas. Revolotean en la brisa de la ciudad.

Fuera de El Trio, en esta calurosa y húmeda noche de julio, se han rezado los rosarios, ha actuado una banda de mariachis y se ha colocado una caja negra con las cenizas de Yimel en el escenario de tela roja.

Su hermana menor Olivia, el último integrante de la familia que la vio con vida, lleva una camiseta que muestra a Yimel como un ángel con un fabuloso vestido rojo. Olivia ha perdido su trabajo en la lavandería; sus brazos están ahora bronceados por vender agua embotellada en un parque.

Llama a su madre, Concepción Alvarado, en México. Pronto la mujer canosa aparece en la pantalla del celular, junto al altar que ha instalado en honor a Yimel fuera de una casa de bloques de cemento. Allí, en un plato, está el pan dulce favorito de su hija.

La madre llora, y se seca las lágrimas con un trapo.

Cuando la tarde azul celeste cede ante la noche cerúlea, el dolor cede un poco. Los miembros de la Familia Alvarado desaparecen, solo para volver con vestidos de lentejuelas y caftanes. Elevados por sus zapatos de plataforma, se muestran seductoras y cantan de amor y rebeldía.

Se alzan caballitos de tequila y se bebe mientras la gente estalla en gritos de ¡Que viva Yimel!. La celebración de la vida en un sombrío estacionamiento en Queens se prolonga mucho más allá de la medianoche, hacia la esperanza e incertidumbre de otro día.



maria-jose


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