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Dos años de López Obrador: La desgracia de la realidad y el intento de esconderla
Carlos Loret de Mola A., Washington Post El martes 1 de diciembre, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cumplió dos años de estar en el poder. Su segundo año de gobierno ha estado marcado por un desastre real y por una retórica que busca esconderlo. El desastre real se venía gestando desde antes de la pandemia. En temas de salud, el gobierno decidió cambiar de golpe y sin transición adecuada la manera de organizar los hospitales públicos del país. Desapareció el Seguro Popular y dio paso al Instituto de Salud para el Bienestar. El resultado fue un desabasto de medicamentos y un repunte en las quejas por falta de atención médica. Después llegó la pandemia, con resultados aún más fatídicos para el país. En temas económicos, el triunfo electoral de AMLO y sus acciones en el gobierno generaron una epidemia de desconfianza entre los empresarios, que derivó en el freno de las inversiones, tanto pública como privada, que el año pasado provocó un decrecimiento de la economía. Su administración había llevado ya al país a esta casi recesión cuando llegó el COVID-19. Así pues, en el tramo inicial del segundo año de este gobierno, México tenía la guardia baja en su sistema de salud y su economía. Al llegar la pandemia, se atestiguó el colapso: México está evaluado como uno de los peores países del mundo en la gestión del COVID-19, prácticamente en cualquier métrica (muertes, número de pruebas, índice de positividad, mortalidad en hospitales públicos, fallecimientos de personal médico). Paralelamente, el Banco de México pronosticó que el país caerá este año el triple que las economías emergentes (-8.9%) y el próximo año solo crecerá poco más de la mitad (3.3%) que las otras naciones de su tipo. Según el presidente, “íbamos muy bien” hasta que llegó la pandemia. La realidad es que la caída estaba en marcha antes de la irrupción del coronavirus. Sin embargo, cuando el virus llegó a México, el gobierno se negó a implementar un gran programa de apoyo para aliviar a los más vulnerables frente al paro económico que trajo la crisis sanitaria. También, en el manejo epidemiológico, ha prevalecido el interés político del gobierno antes que la seguridad y la salud de la población. Frente a este desastre real, el presidente apostó por recordar las desgracias del pasado. Mientras la población ve cómo escala la cifra de personas muertas por la pandemia, el presidente se ha dedicado a hablar de lo grave de la corrupción de sexenios anteriores: hay un pueblo agobiado por una pandemia, y un presidente diciéndole que todas sus desgracias son culpa de que en el pasado se robaron dinero. Mientras suceden las muertes, los contagios, la pérdida de empleos y la economía paralizada, el presidente está dedicado a hablar de casos de corrupción como la empresa Odebrecht, el exfuncionario Emilio Lozoya, los sobornos en la reforma energética y otros expedientes escandalosos que, si bien deben procesarse institucionalmente para erradicar la impunidad, se han utilizado flagrantemente como cortinas de humo para esconder la trágica realidad de la pandemia, cuyos devastadores efectos han sido más profundos por la ineptitud del gobierno. Si algo dejó claro el segundo año de gobierno es que la justicia tiene acento político: se apresura en ajustar cuentas con los delitos del pasado mientras se tiende un manto de impunidad para la corrupción del presente, evidenciada en el nulo castigo a sus colaboradores, sus aliados y hasta su hermano, por actos similares. Cuando llegó al poder, la promesa era un cambio de régimen, una “purificación” de la vida política, una transformación a la altura de las más grandes gestas históricas mexicanas. Y junto con ella, el fin de la corrupción y la muerte del “neoliberalismo” para dar paso a la anhelada igualdad, a niveles de vida aceptables para todos, un sistema de salud como el de Noruega o Dinamarca y una era de paz que pusiera fin a la pesadilla de inseguridad, violencia y muerte de las dos décadas anteriores. Y todo, en tiempo récord. Esa era la promesa. La realidad, dos años después, es que no solo no se ha alcanzado lo prometido sino que todos los indicadores muestran que, en los temas centrales de su programa, lo que hay es un retroceso: la corrupción cambió de protagonistas, la insatisfacción económica del neoliberalismo es ahora una profunda crisis, la anhelada igualdad se topó con que este año habrá 12 millones de pobres más, el sistema de salud está peor que antes y la pesadilla de violencia alcanzó nuevos récords. En dos años, su gobierno acumula 70,000 homicidios. Pero nada de esta realidad parece importarle al presidente. Él insiste en tener otros datos, aunque nunca los presenta. Y frente al desastre, redobla la retórica épica, los lemas optimistas y las mentiras redondas sobre lo alcanzado. Por eso una parte central de su política es combatir, descalificar e incluso perseguir a quienes, con datos, desenmascaran la farsa: periodistas, científicos, intelectuales y organizaciones no gubernamentales. En sus conferencias las frases se acumulan: “Vamos muy bien”, “ya pasó lo peor”, “domamos a la pandemia”, “la economía va requetebién”, “se acabaron las masacres”, “el pueblo está feliz, feliz, feliz”. AMLO habla y habla y habla de un país inexistente mientras su gobierno destruye mucho y casi no construye nada. Frente a los datos, los eslóganes. Frente a la desgracia, la verborrea. AMLO prefiere hablar hasta tres horas diarias en su conferencia de prensa matutina que aterrizar las acciones de gobierno. Porque su gobierno es eso: una gran transformación construida de palabras y vacía de hechos. JMRS |
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