|
Formato de impresión |
Ha pasado un año desde que surgió el COVID-19. Pero el mundo todavía no está preparado.
Por David Von Drehle | The Washington Post Aproximadamente por esta fecha, hace un año, los primeros pacientes chinos que se conocen estuvieron expuestos a una nueva mutación del coronavirus causante del síndrome respiratorio agudo grave (SRAG). Para diciembre, habían sido hospitalizados en la ciudad de Wuhan la cantidad suficiente de ellos como para atraer la atención de las autoridades sanitarias locales. Para el mes siguiente, el nuevo virus estaba tan extendido que toda la ciudad de 11 millones de habitantes a orillas del gran río Yangtsé ya estaba en cuarentena. En el espacio de un solo año, el nuevo virus se ha propagado por la mayor parte del mundo, produciendo más de 53 millones de casos identificados de la enfermedad de múltiples síntomas conocida como COVID-19. Al menos 1.3 millones de muertes, incluyendo al menos 242,000 solo en Estados Unidos, han sido atribuidas a la pandemia, la cual ha azotado la economía mundial, interrumpido la vida cotidiana y podría decirse que finalizado una presidencia estadounidense. Sin embargo —aunque la pandemia es sin duda alguna el evento de mayor impacto de 2020 y todo apunta a que seguirá siendo el hecho dominante el año que viene— sorprende lo poco que sabemos realmente al respecto. Este mes, la Organización Mundial de la Salud (OMS) inició lo que probablemente será una investigación de varios años sobre la génesis del brote. En cuanto a la reacción, es posible que no exista una interrogante mayor en la vida pública actual. La contaminación de la salud pública con la política ha logrado que incluso las medidas más simples para combatir la enfermedad sean muy cuestionadas. Según la OMS, lo que pensábamos que sabíamos sobre los orígenes de la pandemia podría no ser cierto en absoluto. Existe la presunción de que el virus inició entre los murciélagos en China, saltó a otra especie cuya carne o piel se vendió y entró en la población humana en un mercado de alimentos, donde se venden animales para el consumo, en Wuhan. La teoría podría ser correcta, pero tiene lagunas. Todavía no se ha encontrado ningún murciélago portando el virus. Ningún animal examinado del mercado de Wuhan se encontró infectado. Sin embargo, las muestras tomadas de las aguas residuales del mercado dieron positivo. Pero he aquí el comodín: en junio, un estudio publicado sin revisión por pares en un sitio web de ciencias médicas asegura haber encontrado el virus en muestras de aguas residuales tomadas en Barcelona meses antes del brote en Wuhan. De confirmarse, este resultado cambiaría drásticamente la comprensión del mundo sobre la historia del COVID-19. El hecho de que no podamos decir con certeza, tras un año viviendo en pandemia, de dónde provino el virus o cómo se propagó debería ser revelador. Eso nos dice que la próxima mutación letal de un virus muy contagioso podría estar desarrollándose incluso en este instante. Probablemente no lo sabríamos hasta que estuviera ya en marcha. Me siento como el Grinch por mencionar siquiera el próximo virus mortal cuando todavía estamos lidiando miserablemente con este, esperando la salvación en forma de una primera vacuna. Pero es que la próxima mutación no es una cuestión de si pasará, sino de cuándo. La naturaleza no ofrece garantías sobre la conveniencia en el tiempo o la intensidad. Podría suceder dentro de 10 años; podría estar sucediendo ahora. Cuando llegue el próximo virus, ¿estaremos un poco más preparados? En algunos aspectos, imagino que sí. Los que hemos vivido en la era del COVID-19 no olvidaremos pronto el valor de tener reservas adecuadas de equipos de protección personal. Las empresas y escuelas que han aprendido a funcionar de manera remota y a mantener a las personas distanciadas de forma segura podrían relajarse una vez que la pandemia esté bajo control, pero no perderán su conocimiento institucional. Sin embargo, en aspectos más importantes, me temo que hemos aprendido muy poco de nuestras lecciones mortales en la escuela del COVID-19. En cambio, los estadounidenses de diversas tendencias hemos aprendido a desconfiar de la OMS, los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, la Administración de Alimentos y Medicamentos, el Instituto Nacional de Alergias y Enfermedades Infecciosas, de Anthony S. Fauci, hasta llegar a nuestras autoridades de salud pública estatales y locales, e incluso nuestros hospitales, médicos y forenses. Las fuentes comunes de información sobre enfermedades —comenzando por los medios de comunicación— ya no son confiables ante los ojos de gran parte de la población. Incluso la idea del sacrificio compartido, la piedra angular de la salud pública, se ha visto perjudicada. Medidas como el uso de cubrebocas, el lavado de manos y el distanciamiento social son eficaces contra una pandemia solo si se practican de forma amplia y consistente. Sin embargo, para muchos estadounidenses (y otras personas alrededor del mundo), el supuesto derecho individual a decidir no participar en esas medidas relativamente sencillas supera incluso el riesgo de muerte de sus compatriotas. El liberalismo ha llegado a su límite lógico cuando la gente defiende la libertad de ser vectores de la enfermedad. La triste realidad es que no hemos lidiado bien con el virus de este año. A pesar de gastar billones de dólares, y la pérdida o interrupción de innumerables vidas, el nuevo coronavirus se está propagando más rápido que nunca. Ya veremos que aprende la OMS de todo esto, pero mi conclusión es la siguiente: la suerte nos protegió durante muchos años, y ahora la necesitamos más que nunca. maria-jose |
|
� Copyright ElPeriodicodeMexico.com |