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La aislada sierra de Guerrero resiste a la pandemia del coronavirus sin médicos
Por Micaela Varela | El País La puerta del centro de salud improvisado de Médicos sin Fronteras (MSF) rechina al abrirse y levanta una nube de polvo. Lleva cerrada dos meses, desde la última visita de los sanitarios. Entre los armarios con medicamentos viejos y vacunas caducadas, el equipo se apresura a montar la consulta en la oscura habitación de cemento enmohecido. Fuera, los pocos habitantes de esta región al oeste de la sierra de Guerrero, cerca de la frontera con Michoacán, sortean los retenes de los grupos armados para sentarse en la sala de espera, ansiosos por poder ver a un doctor después de tanto tiempo. A José Pérez, un agricultor que viene a una revisión, se le escapa una leve tos que alerta a un médico. Con un gesto calmado, le indica que tosa en su brazo. “Esperemos que no sea la enfermedad de la covid, esa que abunda tanto por ahí”, le indica entre las risas de los pacientes que presencian la escena. El virus no ha penetrado en esta comunidad, protegida por la falta de acceso por carreteras asfaltadas, los hostigamientos de los grupos armados y la buena salud de sus pobladores que no acostumbran a llevar cubrebocas. Pérez recuerda a la última enfermera que trabajó en el pueblo. “Antonia se llamaba. Buena gente, pero nos dejó solos”. Sus registros de pacientes, fechados en 2015 empapelan las neveras abandonadas de la consulta. Pérez ha oído hablar del coronavirus en las noticias. “Es una enfermedad muy mala, quién sabe cómo se contagia”, exclama. Sin embargo, no le teme a la covid-19, la enfermedad que se ha cobrado la vida de casi 118,000 personas en México, de las cuales alrededor de 2,600 han sido en Guerrero. El comisario del pueblo detalla desde el anonimato que Antonia dejó de visitarlos hace dos años. “El hospital para el que trabajaba le dijo que ya no era seguro subir a la sierra”, indica. El año pasado, su homólogo en el pueblo de al lado fue asesinado por los grupos armados, razón que le lleva a pedir que no se revele su nombre ni la localización de su pueblo por miedo a venganzas. El centro de salud de esta comunidad es uno de los seis reportados como unidades médicas cerradas en el municipio de Petatlán, en la Costa Grande. En toda la región hay un total de 11 clínicas que dejaron de operar por “motivos de seguridad”, según los informes de la subdirección de Atención Médica de este Estado. Pese a la imposibilidad de detectar casos y darles tratamiento, el comisario asegura que no les preocupa el virus. “Aquí no entra apenas gente y los pocos que somos nos conocemos, no necesitamos sana distancia”, sentencia. En el municipio de Petatlán y en el adyacente de Coyuca de Catalán, donde se encuentran las comunidades que visita MFS, hay actualmente activos 20 y 24 casos de coronavirus, respectivamente. El número podría ser mayor si los contagios no están siendo registrados por la falta de servicio sanitario. Al doctor Julio Violante le preocupa además que con los cambios de temperatura de esta época haya una ola de gripe o influenza y no sean capaces de distinguirlos de la covid-19 por la falta de pruebas. “No podríamos saberlo porque nosotros no tenemos equipo especializado, solo de atención primaria”, lamenta. A las dificultades técnicas se le suman las supersticiones de la población, víctimas de las noticias falsas que les llegan por WhatsApp. Muchos creen que el virus lo inyecta el Gobierno para diezmar a los pensionistas, que los médicos lo contagian a propósito o que en los hospitales se enfermarán de más gravedad. Además, para evitar encontrarse con grupos armados, evaden acudir al hospital pese a las consecuencias. –Entonces, en el caso de que apareciera un caso grave de covid, ¿qué se podría hacer? –Muchas veces los pacientes deciden quedarse en casa y es una forma de eutanasia, una muerte tranquila. Las razones para que el virus no haya atravesado los muros de la sierra son varias y relativas, según Violante. En primer lugar apunta al aislamiento crónico que sufren estás comunidades por la violencia. “Hay una disputa entre diferentes grupos armados que a veces consiguen el apoyo del crimen organizado para financiar sus batallas”, relata. Desconoce qué grupos son exactamente, ya que los pacientes hablan con mucho recelo de ellos, como quien vive bajo la amenaza de un enemigo omnipresente pero intangible. Las sospechas apuntan a militantes de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) y reyertas entre familias. La lucha por los territorios para controlar la producción de madera, aguacate o marihuana mantiene las rutas de acceso a los pueblos vigiladas y controladas a punta de fusil AK-47. “Aquí no llegan ni los docentes ni los sacerdotes por el hostigamiento”, asegura Violante. Además, esa violencia disuade a los propios vecinos de salir de las fronteras de sus comunidades, ya que atravesar zonas dominadas por el grupo contrario al que reina en su comunidad es un riesgo mortal. Al haber un tráfico casi nulo de personas, las probabilidades de que el virus entre en la vecindad caen en picado. El difícil acceso por las carreteras también juega a favor de la comunidad para prevenir los contagios. Los cientos de kilómetros de terracería que hay que atravesar suponen varias horas de viaje en vehículos especializados, solo accesibles para unos pocos. En la época de lluvias, cuando las rutas se convierten en ríos resbaladizos de lodo que desembocan en acantilados vertiginosos, solo unas contadas personas se atreven a aventurarse por ellos. Esta involuntaria protección es también una de las razones por la que los sanitarios que asignan a estos poblados renuncian a sus puestos al cabo de pocos meses. “Las embarazadas y los enfermos deben acudir al hospital más cercano, que está a unas diez horas de distancia”, puntualiza Violante. El coste de la travesía llega a alcanzar los 5,000 pesos (250 dólares) entre gasolina y alojamientos, el monto que una familia rural necesita para vivir tres meses. El estilo de vida y la dieta de la sierra también han jugado un papel importante en la resistencia de la población, según Violante. Al no tener acceso a grandes tiendas o supermercado, la mayoría se autoabastecen con sus cultivos de maíz, frijol y verdura mientras que la carne la obtienen de la caza o de su propio ganado. “Viven del cultivo, por lo que no hemos detectado pacientes graves con diabetes o hipertensión como pasa en las ciudades”, matiza. Sin embargo, los muros de contención naturales y la violencia no son infalibles. A cuatro horas del poblado en el que atiende Violante, el doctor Sibalahums Diaz recuerda cómo tuvo que hacer frente hace dos meses a los únicos casos de coronavirus en toda la región, unos campesinos que viajaron al mercado de la ciudad desafiando los retenes. “Fue raro porque aquí estamos aislados, la gente no sale por la violencia”, detalla desde su clínica, la única operativa en cientos de kilómetros a la redonda. Sus pacientes, asustados por los vídeos de hospitales de las redes sociales, se negaron a ir a un centro de especialidad y fueron tratados con aislamiento. Afortunadamente, evolucionaron bien y no iniciaron un brote. Díaz trabaja en la clínica solo. La última enfermera se fue tras unos incidentes violentos que atemorizaron a la comunidad. El poblado se encuentra en la línea de batalla de dos grupos armados y las balaceras son cada vez más frecuentes y sangrientas. “Sin ir más lejos, el pasado 25 de agosto empezó un enfrentamiento con disparos que duró desde las diez de la mañana hasta las seis de la tarde”, narra. A pocos metros de su centro, las ruinas carbonizadas de varias casas son la evidencia de una lucha que obliga a varias familias a convertirse en desplazados, diezmando la población de estas comunidades. Entre los restos negros de los muebles convertidos en ceniza, solo la cubertería de metal y algunas fotos han sobrevivido al fuego de los mensajes de poder de los grupos armados. Esta situación de violencia ha llevado a Díaz, que aceptó el trabajo hace 10 años por defender el derecho a la salud universal, a querer pedir el traslado. –¿Y qué pasará con sus pacientes si usted se va? –Quiero creer que enviarán a otro médico. Esa esperanza es la que aún conserva una comunidad aguacatera vecina. Los vecinos se organizaron para construir una clínica hace más de una década con sus propios recursos. Sin embargo, el médico que envió la Secretaría de Salud solo duró un año. Desde entonces, los habitantes del pueblo resisten con remedios caseros, como Juana Núñez Pérez. Es de las mujeres más ancianas de la comunidad, hasta el punto que dice no recordar su edad, pero con un gesto de desprecio dice que no le da miedo el virus. Desesperada, enseña unos granos que le han salido en el cuello y que pese a echarse mezcal todos los días no se le van. Deberá esperar al menos otro mes o dos hasta que MSF haga la visita al pueblo. José Luis Arriola Lagunas es uno de los líderes sociales de la comunidad. Ha salido en varias ocasiones a levantar el rastro de cadáveres que dejan los enfrentamientos en las calles y asegura que el virus es la menor de las preocupaciones para su pueblo. Ahora que el Ejército, que fue enviado para apaciguar la violencia, abandona la comunidad; esperan que los enfrentamientos vuelvan a protagonizar sus rutinas. “Cada vez les tenemos menos confianza [al Ejército], especialmente después del ‘caso Cienfuegos’, pero cuando los envían las balaceras se detienen por unos meses”, explica. Arriola reconoce que se ha planteado abandonar el pueblo para convertirse en un desplazado más tras tener que esconderse de las balas con sus hijos en la única habitación de cemento de la casa. Sin embargo, como todos los habitantes de esta zona rural, está decidido a quedarse y cambiar las cosas con el cultivo del aguacate. Con suerte, el comercio incentivará la construcción de carreteras de asfalto, promocionará el turismo de interior y permitirá a su descendencia quedarse en el pueblo sin sufrir tanta violencia. A la pregunta de si cree que con la construcción de carreteras enviarán a médicos y maestros para atender al pueblo, sonríe con paciencia. “Todo es posible”, sentencia. maria-jose |
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