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La violencia en el Capitolio pesará como una losa sobre el futuro de Trump
Por LUIS ESTEBAN G. MANRIQUE | Política Exterior La violencia en el Capitolio pesará como una losa sobre el futuro de Trump, sus expectativas electorales y las del propio Partido Republicano. El 'Grand Old Party' ha pasado de ser el garante de la ley y el orden a incubar milicias racistas, protegidas por la Casa Blanca. El asalto al Capitolio por una turba azuzada por Donald Trump, para impedir que los legisladores certificasen al ganador de las elecciones presidenciales, fue el lógico fin de su mandato. En 2016 ya advirtió que no aceptaría un resultado electoral negativo. Si el perdedor no concede, la credibilidad del sistema democrático queda tocada, aunque los resultados sean incontestables. Trump optó por la violencia porque quiso dejar la Casa Blanca como víctima de un supuesto fraude y no como un perdedor. La violencia en el Capitolio –al que Thomas Jefferson llamó “el templo de la soberanía popular”– fracturó una tradición del constitucionalismo estadounidense y pesará como una losa sobre el futuro de Trump, sobre sus expectativas electorales y sobre las del propio Partido Republicano. El Grand Old Party ha pasado de ser el garante de la ley y el orden a incubar milicias racistas, protegidas por la Casa Blanca. Los resultados están a la vista. La página editorial de The Wall Street Journal da por terminada la carrera política de Trump tras perder la Casa Blanca, ambas cámaras del Congreso y traicionar a sus votantes al mentirles sobre el resultado de las elecciones y la posibilidad de alterarlo. La presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, ha acusado a Trump de sedición al incitar un ataque contra el poder legislativo. John Allen, presidente de la Brookings Institution y general retirado, señala que los supremacistas blancos lograron algo que no pudieron hacer nunca los soldados sureños durante la guerra de Secesión: llevar la “odiosa bandera de la Confederación” a los salones del Congreso de Washington. La cizaña que sembró Trump el 6 de enero buscaba enmascarar dos derrotas: la confirmación por el Congreso de la victoria de Joe Biden y las de Raphael Warnock y Jon Ossoff en Georgia, lo que dará a los demócratas el control del Senado. Con ambas cámaras en su manos, pueden subir impuestos y elaborar presupuestos sin negociar. Biden, por su parte, será menos capaz de resistirse a las presiones del ala izquierda del partido, que reivindica como propia la victoria en Georgia: uno de los Estados fundadores de la antigua Confederación, que ahora tendrá su primer senador negro y también el primero judío. En The Atlantic, George Packer enumera los datos que ilustran la magnitud del fracaso de Trump. Desde febrero, la pandemia se ha cobrado más de 250,000 vidas: un 20% del total mundial y más que las guerras de Corea, Vietnam, Irak y Afganistán juntas. Entre abril y junio se paralizaron actividades económicas por valor de dos billones de dólares, un 10% del PIB. La crueldad ha marcado la era de Trump. El número de refugiados que aceptó el país cayó de 85,000 a 12,000. Nada se sabe de los padres de 666 niños detenidos en la frontera con México. En las últimas semanas de su mandato, Trump ordenó acelerar la ejecución de prisioneros federales, con 10 condenados a muerte en 2020: más que todos los Estados juntos. También indultó a cuatro contratistas de defensa responsables de la muerte de 14 civiles iraquíes. Entre los 220 jueces federales que nombró, incluidos tres del Tribunal Supremo, solo un 24% fueron mujeres y el 4% negros. La deuda pública aumentó en siete billones de dólares, un 37%. En 2020, el déficit comercial superó los 600,000 millones de dólares: la mayor cifra desde 2008. Su mayor triunfo legislativo, la reforma tributaria de 2017, redujo la tasa impositiva total de las 400 mayores fortunas a niveles por debajo de todos los demás sectores de contribuyentes. Trump, que derogó 80 normas de regulación medioambiental, retiró a Estados Unidos de 13 organizaciones, acuerdos y tratados internacionales. La superpotencia es hoy más débil y vulnerable, al haber visto minada su autoridad moral. Jugar con fuego El 17 de diciembre, el general Michael Flynn, primer asesor de Seguridad Nacional de Trump, declaró a la cadena ultraconservadora Newsmax que si el presidente quería, podía utilizar a los militares para “supervisar” un recuento electoral en los Estados en los que perdió. Nadie se toma a broma sus amenazas. Trump está acostumbrado a jugar con fuego. En el sector inmobiliario de Nueva York aprendió que la mejor defensa es un buen ataque. En 2016, USA Today publicó que en los últimos 30 años, Trump y sus empresas habían estado implicados en al menos 3,500 litigios judiciales. Desde 2016, siete de sus colaboradores han sido imputados y seis condenados, incluidos su asesor, Steve Bannon, su jefe de campaña, Paul Manafort, y su abogado, Michael Cohen. Si Trump hubiese logrado impugnar los resultados, muchos de los 81 millones electores que votaron por Biden habrían salido a protestar en masa y quizá con violencia. Para restablecer el orden, el gobierno habría recurrido a la fuerza militar, y la Guardia Nacional, dirigida por los gobernadores, se habría dividido. El mayor daño que ha causado, sin embargo, es intangible. Difundidos urbi et orbi por las redes sociales, sus tuits intoxicaron a la opinión pública como una nube radiactiva. El 3 de noviembre, Trump obtuvo más de 74 millones de votos, casi ocho más que en 2016. Según un sondeo de diciembre de YouGov, un 39% cree que las elecciones fueron fraudulentas. Antes de los disturbios, un 75% de sus votantes decía que Trump no debía conceder la derrota. El 45% aprobó el asalto. La gran mayoría (90%) quiere que sea el candidato del partido en 2024. No son los únicos síntomas de deterioro. Según dos estudios recientes de Party Project y Global Party Survey, las bases republicanas está hoy más cercanas a partidos de extrema derecha europeos como Alternativa por Alemania, el holandés Partido por la Libertad o el español Vox que a formaciones conservadoras tradicionales. Esos sectores radicales no van a desaparecer porque Biden los llame “terroristas domésticos”. De los líderes republicanos va a depender si quieren ser el partido de la violencia y las milicias supremacistas blancas. En un reciente artículo en The Washington Post, el exsecretario de Estado George Schultz recuerda que salvo la confianza pública en las instituciones, todo lo demás son “detalles accesorios”. El problema es que Trump ha enseñado a sus seguidores a no creer en nadie ni en nada y a vivir en un universo mediático paralelo, donde las evidencias y fantasías se confunden. Fortaleza democrática Pese a todo, ninguno de los peores escenarios previstos –un derrumbe de las bolsas, guerras con Irán o Corea del Norte, fraudes electorales masivos– se cumplió. Ni el país se convirtió en una régimen totalitario, ni Trump en un dictador fascista. Personajes clave como el secretario de Justicia, William Barr, y el vicepresidente, Mike Pence, terminaron dejando claro a Trump que no estaba por encima de la ley. Al menos en esta ocasión. El líder de la mayoría republicana en el Senado, Mitch McConell, advirtió el 6 de enero de que si las elecciones era rechazadas por alegaciones infundadas, “nunca volveremos a aceptar los resultados de unas elecciones”. El país no podía seguir dividido en “dos tribus” sin nada en común salvo la hostilidad mutua. En agosto de 2020, el general Mark Milley, jefe del Estado Mayor, señaló que “somos únicos entre los ejércitos del mundo. No prestamos juramento a ningún rey, presidente o dictador, solo lo hacemos a la Constitución”. Cuando en 1974 el presidente Gerald Ford anunció su perdón a su sucesor, Richard Nixon, advirtió de que si era procesado resurgirían las “pasiones perniciosas”, por lo que lo mejor para todos era que quedaran sepultadas en el pasado. Esos riesgos son similares en relación a Trump. No hay forma de saber si los daños serán duraderos o permanentes. Barack Obama solía decir que torturar prisioneros en sitios anónimos “no era lo que somos”. Como Martin Luther King, era consciente del lado violento y racista de EU y trató de apelar a sus “mejores ángeles”, como los llamó Abraham Lincoln. Trump quiso ser la imagen inversa. Fue su venganza contra Obama y todo lo que representaba. Biden ha prometido que pondrá fin a una era de vandalismo social y político. Nadie sabe si lo logrará. Es mucho más fácil destruir que construir, como ha demostrado, una y otra vez, Trump. maria-jose |
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