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El legado envenenado de Trump


2021-01-15

Por George Packer | The Atlantic

Para juzgar el legado de la presidencia de Donald Trump debemos empezar por cuantificarlo. Desde el pasado mes de febrero han fallecido de covid-19 más de un cuarto de millón de estadounidenses [más de 376,000 al cierre de esta edición], la quinta parte de las muertes provocadas por la enfermedad en todo el mundo y la cifra más alta de todos los países. En los tres años previos a la pandemia, 2,3 millones de norteamericanos se quedaron sin seguro médico, lo que contribuyó a que fallecieran más personas (hasta 10,000 más). Varios millones han perdido su cobertura durante la pandemia. La puntuación de Estados Unidos en el índice anual elaborado por la organización de derechos humanos Freedom House pasó de 90 (sobre un máximo de 100) con el presidente Barack Obama a 86 con Trump, por debajo de Grecia y la República de Mauricio. Trump ha retirado a Estados Unidos de 13 organizaciones, acuerdos y tratados internacionales. El número de refugiados acogidos cada año en EE UU pasó de 85,000 a 12,000. Se construyeron más de 600 kilómetros de muro en la frontera con México. Se desconoce el paradero de los padres de 666 niños detenidos en la frontera por agentes federales.

Trump ha revocado 80 normas y reglamentos medioambientales. Ha nombrado a más de 200 jueces para tribunales federales, incluidos tres magistrados del Tribunal Supremo. De ellos, el 24% son mujeres; el 4%, negros, y el 100%, conservadores. Hay muchos más jueces “no cualificados” que entre los designados por todos los demás presidentes del último medio siglo, según la Asociación de Abogados de Estados Unidos. La deuda nacional ha aumentado en siete billones de dólares, es decir, un 37%. En el último año de su presidencia, el déficit comercial ha crecido hasta estar a punto de superar los 600,000 millones de dólares, la mayor diferencia desde 2008. Trump solamente ha firmado una ley importante durante su mandato, la ley tributaria de 2017, que, según un estudio, colocó por primera vez el tipo fiscal de los 400 estado­unidenses más ricos por debajo del de todos los demás grupos de renta. En el primer año de mandato, Trump pagó 750 dólares de impuestos. Durante su presidencia, los contribuyentes y los donantes políticos regalaron al menos ocho millones de dólares a negocios de su familia.

Con Trump, Estados Unidos perdió libertad, ganó desigualdades y se convirtió en un país más dividido, más solo, más endeudado, más hundido en la ciénaga, más sucio, más mezquino, más enfermo y más muerto. Y que también se engaña más a sí mismo. De los años de presidencia de Trump, la cifra que más consecuencias destructivas tendrá —durante mucho tiempo— es la de sus 25,000 afirmaciones falsas o engañosas. Difundidas de forma masiva por las redes sociales y las cadenas informativas de televisión por cable, han contaminado las mentes de decenas de millones de personas. Las mentiras de Trump persistirán durante años y envenenarán la atmósfera como el polvo radiactivo.

Los presidentes mienten de forma habitual, sobre todo tipo de temas, desde sus relaciones sexuales hasta su salud. Cuando las mentiras son de peso, tienen un efecto corrosivo en la democracia. Lyndon B. Johnson engañó a los estadounidenses sobre el incidente en el golfo de Tonkín [un supuesto ataque vietnamita a patrullas de EE UU en 1964] y sobre los demás aspectos de la guerra de Vietnam. La costumbre de tergiversar los hechos que mantuvo Richard Nixon toda su vida le granjeó el apodo de Tricky Dick (Dick el Tramposo). Tras Vietnam y el caso Watergate, los estadounidenses nunca recobraron del todo la confianza en su Gobierno. Pero esos casos de mentiras presidenciales se produjeron en momentos limitados y con propósitos lógicos: para ocultar un escándalo, para intentar que se olvidara un desastre, para confundir a la población en busca de un objetivo concreto. Por así decir, los ciudadanos contaban con cierta cantidad de mentiras por parte de sus dirigentes. Después de que Jimmy Carter hiciera la promesa “Nunca les mentiré” en su campaña de 1976 y cumpliera su palabra, los votantes no le reeligieron y lo mandaron de vuelta a Georgia. La gente prefirió las fantasías transparentes de Reagan.

Pero las mentiras de Trump son diferentes. Pertenecen a la era posmoderna. No han atacado un hecho concreto u otro, sino la realidad en sí misma. Se han extendido más allá de la política pública y han invadido el ámbito privado, han nublado las facultades mentales de cualquiera que compartiera su entorno y han disuelto la diferencia entre verdad y mentira. El propósito de sus mentiras nunca ha sido el deseo habitual de ocultar algo vergonzoso a la opinión pública. Siempre ha sido asombrosamente sincero acerca de cosas que otros presidentes se habrían esforzado en mantener secretas: su verdadera opinión sobre el senador John McCain y otros héroes de guerra, su prisa por deshacerse de los subordinados desleales, su deseo de que las fuerzas del orden protegieran a sus amigos y perjudicaran a sus enemigos, su intento de extorsionar a un líder extranjero en busca de datos que pudieran dañar a un adversario político, su afecto por Kim Jong-un y su admiración por Vladímir Putin, su opinión positiva de los supremacistas blancos, su hostilidad hacia las minorías raciales y religiosas y su desprecio por las mujeres.

Los predecesores más mentirosos de Trump habrían tenido la precaución de circunscribir esas reflexiones a conversaciones y grabaciones privadas. Trump las ha manifestado sin reparos, no porque sea incapaz de controlar sus impulsos, sino —de forma intencionada e incluso sistemática— con el objetivo de derribar las normas que podrían limitar su poder. Para sus partidarios, su desfachatez se ha convertido en signo de fortaleza y sinceridad. Se quedan con el mensaje de que ellos también pueden decir lo que les parezca sin tener que disculparse. Sus rivales se han convencido de que respetar las normas —incluso en algo tan pequeño como llamarle “presidente Trump”— es algo propio de ingenuos. Como consecuencia, el lenguaje político en Estados Unidos ha ido rebajándose hasta una falta de pudor increíble.

A la lluvia de mentiras de Trump —hasta 50 diarias en los últimos y febriles meses de la campaña electoral de 2020— se ha unido su descarada brutalidad. La mentira era otra forma de impudicia. Al mismo tiempo que decía en voz alta cosas que en teoría debía callar, mentía una y otra vez sobre hechos probados; cuanto más descarada y frecuente la mentira, mejor. Dos días después de las elecciones, cuando los resultados indicaban que iba a perder casi con toda seguridad, Trump, desde el podio de la Casa Blanca, se proclamó vencedor y dijo que su rival estaba tratando de cometer fraude electoral.

Esta teoría conspiranoica empujó a sus hijos malcriados, su obediente equipo y sus aduladores del Congreso y los medios de comunicación a hacer públicas docenas de declaraciones en las que aseguraban que las elecciones habían sido fraudulentas. Y la dirección del Partido Republicano, como ha hecho con todas las mentiras pronunciadas por Trump durante su presidencia, se unió a la campaña. Una semana después de las elecciones ya había, en la prensa y las redes sociales, casi cinco millones de menciones a un falso fraude electoral en los Estados decisivos. Según una encuesta, el 70% de los votantes republicanos pensaba que las elecciones no habían sido libres ni justas.

De esa forma, pues, el relato de una puñalada por la espalda tomó forma en la mente de millones de estadounidenses. Allí, ese fuego sigue vivo, tan inextinguible como un isótopo de carbono, mientras consume lo que quedaba de su fe en las instituciones y en los valores democráticos. Ese relato agranda el abismo entre los seguidores de Trump y sus compatriotas, que, aunque vivan en la misma ciudad, habitan un universo diferente. Y ese era precisamente el propósito de Trump: mantenernos encerrados en una prisión mental en la que es imposible conocer la realidad, para poder seguir ejerciendo su poder, dentro o fuera del cargo. Incluido el poder de destruir.

Los adversarios de Trump

Respecto a los adversarios de Trump, el objetivo era que las mentiras les desmoralizaran profundamente. Daba igual que se contaran y corroboraran los hechos y que se desmintieran las conspiraciones. Trump ha demostrado una y otra vez que la verdad no importa. Lo que ha provocado en las personas racionales es incredulidad, indignación, agotamiento y el impulso de escabullirse y dejar la política en manos de los fantaseadores.

Pero las consecuencias han sido peores para sus fieles seguidores. Han renunciado a su capacidad de juzgar los hechos y se han apartado del marco común del autogobierno. Se convirtieron en basura que revoloteaba empujada por cualquier afirmación grotesca que hiciera @realDonaldTrump. La verdad era aquello que sirviera para dañar a sus enemigos y reparar, así, el mundo; cuanto más descabellada la teoría, más poderosa y apasionante. Después de los comicios, cuando empezaban a acumularse las acusaciones de fraude electoral, Matthew Sheffield, un activista mediático de derechas hoy reformado, tuiteó: “Para los periodistas conservadores, la verdad es cualquier cosa que perjudica a ‘la izquierda’. No hace falta que sea real. Las numerosas mentiras de Trump sobre cualquier tema se justifican porque sus engaños apuntan a una verdad más amplia: que los progresistas son el mal”.

¿Cómo es posible que la mitad del país —gente práctica, pragmática, independiente, capaz de hacer un presupuesto familiar y seguir complejos manuales de instrucciones— haya sufrido tal deterioro cognitivo en cuestiones políticas? Decir que es todo ignorancia o estupidez sería un error. Hace falta una combinación de voluntad, energía e imaginación para sustituir la verdad por la autoridad de un estafador como Trump. Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, describe la vulnerabilidad ante la propaganda de las masas atomizadas, “obsesionadas con el deseo de huir de la realidad porque en su desarraigo esencial no pueden soportar sus aspectos accidentales e incomprensibles”. Buscan refugio en “un molde artificial de relativa consistencia” que tiene poca relación con la realidad. Si bien Estados Unidos sigue siendo una república democrática, no un régimen totalitario, y Trump es un demagogo típicamente norteamericano, no un dictador fascista, sus seguidores abandonaron el sentido común y encontraron en él su guía para manejarse en el mundo. Esto no lo va a cambiar la derrota.

Pero Trump también nos ha hecho daño a los demás. Ha llegado hasta lo que ha llegado apelando a la permanente hostilidad de las masas populares contra las élites. En una democracia, ¿quién decide qué es verdad, los expertos o el pueblo? La historiadora Sophia Rosenfeld, autora de Democracy and Truth (democracia y verdad), sitúa el origen de este conflicto en la era de la Ilustración, cuando la democracia moderna derribó la autoridad de reyes y sacerdotes: “El ideal del proceso democrático de la verdad ha sufrido amenazas constantes desde finales del siglo XVIII por los intentos de esos dos grupos epistemológicos, los expertos o el pueblo, de monopolizarlo”.

El monopolio de las políticas públicas por parte de los expertos —negociadores comerciales, funcionarios de la Administración, laboratorios de ideas, profesores, periodistas— contribuyó a desatar la reacción populista que reforzó el poder de Trump. El reinado de mentiras de Trump llevó a los estadounidenses más formados a colocar todavía con más certeza su fe e incluso su identidad en manos de expertos que no siempre lo merecían (los Centros para el Control y la Prevención de las Enfermedades, las empresas de sondeos electorales…). La guerra entre populistas y expertos eximió a ambos bandos de la obligación democrática de convencer. Y el pulso entre los dos los convirtió en caricaturas.

El legado de Trump consiste en un Partido Republicano radicalizado que intenta aferrarse al poder por medios descaradamente antidemocráticos y una oposición arrinconada en su propio extremismo. Deja una sociedad en la que los vínculos de confianza se han debilitado, su ejemplo da permiso a todo el mundo para defraudar a Hacienda y reírse de las desgracias. Muchas políticas que instauró podrán revertirse o mitigarse, pero será mucho más difícil limpiarnos la mente de sus mentiras y restablecer la interpretación común de la realidad —el consenso de que, aunque no nos convenga, A es A y no B— en la que se basa una democracia.

No obstante, ahora tenemos la oportunidad, porque dos acontecimientos ocurridos durante el último año del mandato de Trump rompieron el hechizo de su siniestra perversión de la verdad. El primero fue la aparición del coronavirus. El principio del fin de su presidencia llegó el 11 de marzo de 2020, cuando se dirigió por primera vez al país a propósito de la pandemia y demostró que se encontraba completamente superado por las circunstancias. El virus era una realidad que Trump no podía condenar al olvido ni transformar en arma política; era algo demasiado personal y aterrador, demasiado real. A medida que cientos de miles de ciudadanos fallecían — muchos de ellos, casos que habrían podido evitarse— y el Gobierno oscilaba entre el engaño, las exhortaciones sectarias y la negligencia penal, muchos estadounidenses empezaron a darse cuenta de que las mentiras del presidente podían causar la muerte de sus seres queridos.

El segundo acontecimiento tuvo lugar el 3 de noviembre. Trump llevaba meses en un intento frenético de destruir la fe de los ciudadanos en las elecciones, que constituyen la esencia del sistema democrático, la palanca de poder que pertenece de forma indiscutible al pueblo. Su campaña consistió en mentiras constantes sobre el carácter fraudulento de los votos por correo. Pero esos votos se emitieron e inundaron los colegios electorales; el primer día previsto para votar por adelantado la gente hizo cola desde antes del amanecer y algunos esperaron 10 horas para depositar su papeleta. Y, al terminar la jornada electoral, a pesar del peligro del virus, más de 150 millones de estadounidenses habían votado, la participación más alta al menos desde 1900. El presidente derrotado volvió a intentar mancillar nuestra fe y quiso anular nuestros votos. Las elecciones no acabaron con sus mentiras —no terminarán jamás— ni con los conflictos de fondo que revelaban esas mentiras. Pero descubrimos que seguimos queriendo vivir en democracia. Y eso también forma parte del legado de Donald Trump.



maria-jose


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