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Biden quiere el retorno de la política tradicional, luego de cuatro años de caos


2021-01-22

Por David E. Sanger | The New York Times

Al final, la toma de posesión triunfó sobre la insurrección

El llamado a la unidad nacional que hizo el presidente Joe Biden en su discurso del miércoles se basó en la creencia —emanada de décadas de trabajo dentro de las conflictivas instituciones gubernamentales— de que Estados Unidos puede retornar a una era en la que “la cantidad suficiente de nosotros confluya para impulsarnos a todos”.

Fue un llamado al restablecimiento de la divergencia normal en la democracia, con un recordatorio de que “la política no tiene por qué ser un fuego furioso que destruye todo lo que se encuentra a su paso”. Esas palabras resonaron con fuerza porque fueron pronunciadas desde la misma escalinata de la entrada al Capitolio donde dos semanas antes un violento ataque sacudió al país y lo obligó a darse cuenta de hasta dónde llegarían algunos estadounidenses para anular el resultado de unas elecciones democráticas.

La toma de posesión de Biden se destacó por su normalidad y por la sensación de alivio que impregnó la capital al dar por terminada una era de constante turbulencia y falsedad. Sin embargo, está asumiendo el cargo en medio de tantos traumas entrelazados a nivel nacional, que aún no se sabe si podrá convencer a la cantidad suficiente de estadounidenses para que caminen juntos hacia una nueva era. Para hacerlo, tiene que lograr que el país supere las divisiones partidistas que hicieron que el uso del cubrebocas fuera un acto político y ganarse la aprobación de decenas de millones de estadounidenses que creyeron la mentira de que se robaron la presidencia.

Biden no es, en absoluto, el primer presidente en asumir el cargo en un momento de desesperanza y división a nivel nacional. Abraham Lincoln, cuya toma de posesión en medio del temor a la violencia flotaba en este momento, se enfrentó a un país que se escindía en una guerra civil. Franklin D. Roosevelt, quien estaba en su tercer periodo cuando nació Biden, tomó un país sumido en una depresión, con asentamientos irregulares a la sombra del Capitolio.

Pese a que Biden no enfrenta una sola crisis de igual magnitud, aclaró —sin hacer la comparación— que ninguno de sus predecesores enfrentó tal conjunto de dificultades al mismo tiempo.

Y las enumeró: una pandemia devastadora que en un año ha matado más estadounidenses de los que el país perdió en la Segunda Guerra Mundial (podría haber añadido las guerras de Corea, Vietnam, Irak y Afganistán), una desaceleración económica que ha provocado “desempleo y desesperanza”, una crisis de justicia racial y otra de cambio climático y el desplome de la confianza de decenas de millones de estadounidenses en la democracia misma.

Y, para terminar, señaló que la recuperación de Estados Unidos va a requerir poner fin al autoengaño del partidismo y a la era de los hechos alternativos.

Nunca mencionó al expresidente Donald Trump, pero sin duda hablaba de él —y de los más de 140 congresistas republicanos que votaron en contra de la certificación de los resultados de las elecciones, a pesar de la falta de pruebas de un fraude generalizado— cuando dijo que “debemos rechazar la cultura en la que los hechos son manipulados e incluso fabricados”.

La presidencia de Biden se basa en la apuesta de que no es demasiado tarde para “terminar con esta guerra poco civil”. Incluso algunos de sus partidarios y candidatos más fervientes, de una o más generaciones anteriores a él, se preguntan si sus llamados a que los estadounidenses se escuchen unos a otros, “no como adversarios, sino como vecinos”, no están llegando demasiado tarde.

“Al igual que Lincoln, Biden llega al poder en un momento en que el país está dividido entre visiones contrapuestas de la realidad y de la identidad”, señaló Jon Meacham, historiador de las presidencias que de vez en cuando asesora al presidente Biden y que colaboró en su discurso de investidura.

“Demasiados estadounidenses han sido marcados por la mentira de que, de alguna manera, les robaron las elecciones de 2020”, afirmó. “El reto —y la oportunidad— del nuevo presidente es insistir en que deben guiarnos los hechos y la verdad. Que podemos estar en desacuerdo con nuestros oponentes sin deslegitimar el lugar que ellos tienen en la república”.

El discurso del presidente Biden fue sobre la recuperación de ese mundo, uno que existía en el Estados Unidos donde él creció. Es el argumento de una persona de 78 años que ha superado una tragedia tras otra públicamente y que, de manera inversa al orden normal, asumió la actitud de estadista antes de regresar a la campaña como político.

No obstante, lo que millones de estadounidenses escuchan como un llamado sincero a recuperar el orden, millones de otros más creen que encubre un profundo partidismo o una candidez sobre lo que le ha sucedido a Estados Unidos durante los últimos cuatro años, o los últimos veinte.

De hecho, más allá del llamado a la unidad, el discurso de Biden estuvo plagado de frases dedicadas a reactivar esos argumentos.

Sus referencias a la “pesadumbre del racismo sistémico”, a la “supremacía blanca” y al “terrorismo interno”, y su insistencia en que la crisis climática está entre las principales amenazas del país iban encaminadas a mostrarle al bando progresista de su partido, que siempre lo consideró demasiado conservador y cauteloso, que ahora hay nuevas prioridades.

Pero también son detonantes para quienes lo combaten; apenas el martes, su último día completo en el cargo, el secretario de Estado Mike Pompeo lanzó una andanada verbal en Twitter, la red donde el expresidente Trump fue silenciado: “El despertar de la conciencia social y racial, el multiculturalismo y todos los -ismos no son Estados Unidos”.

Biden planeó su investidura para declarar lo contrario: que ese es el Estados Unidos moderno.

Además, las medidas que adelantó para sus primeros días en el cargo —reintegrarse al acuerdo de París sobre el cambio climático y a la Organización Mundial de la Salud, comprometerse a encontrar un camino hacia la ciudadanía para once millones de inmigrantes y volver a entrar al acuerdo nuclear con Irán— tienen por objetivo reforzar ese argumento.

Biden conectó eso con una advertencia a los adversarios de los estadounidenses, quienes se pasaron los últimos cuatro años, pero sobre todo 2020, llenando vacíos de poder en todo el mundo mientras Estados Unidos contaba sus muertos y tomaba las calles.

Biden les advirtió que no confundieran el alboroto de los últimos cuatro años con debilidad.

“Se ha puesto a prueba a Estados Unidos, y hemos salido fortalecidos por eso”, insistió, al prometer “recomponer nuestras alianzas y volver a comprometernos con el mundo”.

Sin embargo, ni una sola vez mencionó al país que plantea el desafío a más largo plazo a la supremacía de Estados Unidos —China— ni a ninguno de la serie de contrincantes de menor envergadura que pretenden desestabilizar, construir armas nucleares, debilitar a Estados Unidos al manipular sus redes computacionales o explotar las redes sociales.

Y en la parte del discurso que sonó más como una charla informal que como retórica de altura, reconoció que la situación mermada de Estados Unidos solo podría repararse dejando de dañar al país y remplazando la arrogante frase “Estados Unidos primero” con una dosis de humildad post-COVID.

El alcance de ese daño podía verse a partir del frente occidental del Capitolio. No había las multitudes de cientos de miles de personas que por lo general atestiguan, y vitorean, un ritual de la democracia estadounidense que Biden estaba decidido a que se viera como siempre ante los ojos de los millones de personas que lo siguieron.

Siempre que se pudo, las tomas de las cámaras fueron cerradas y se enfocaron en el nuevo presidente y la vicepresidenta, la gran Biblia familiar, el presidente de la Corte Suprema y los expresidentes. Pero la ausencia de Trump, la figura central y disruptiva en el drama de los últimos cuatro años de la nación, el primer presidente en más de 150 años que se niega a asistir a la toma de posesión de su sucesor, no puede borrarse. Tampoco la perspectiva del segundo juicio político de Trump, un evento que podría comenzar en algunos días, quizás reavivando las divisiones que Biden vino a sanar.

Cuando las tomas de las cámaras se ampliaban, la “matanza estadounidense” que Trump prometió terminar en su propio discurso inaugural hace cuatro años estaba en plena exhibición, de maneras que eran inimaginables el 20 de enero de 2017.

El campamento armado que se veía era el testimonio de las divisiones que Trump dejó a su paso, mientras sobrevolaba la ciudad por última vez el miércoles por la mañana en el Marine One, lo más cerca que ha estado un presidente estadounidense del exilio interno desde que Richard Nixon renunció en 1974. (Las últimas palabras de Trump a sus partidarios reunidos en la Base Aérea Andrews: “Que tengan una buena vida”, parecían subrayar su propia incapacidad para encontrar una manera de procesar el daño causado).

La Explanada Nacional vacía no fue lo que llamó la atención de los asistentes tanto como los kilómetros de vallas de hierro, rematadas con alambre de púas y rodeadas por miles de soldados de la Guardia Nacional. No hubo una ilustración más gráfica del estado del país que Biden estaba heredando.

En algún momento de los próximos días y semanas tendrán que quitar esas vallas. Tendrá que terminar el juicio de Trump en el Senado, el cual es muy probable que sea breve.

Luego vendrá la prueba de la declaración de Biden de que “sin unidad, no hay paz”.

Y aunque una serie de líderes de ambos partidos acudieron a la toma de posesión y aplaudieron esa postura, no es seguro que el país esté listo para pasar a otro capítulo.

En un país que, al parecer, no puede compartir un conjunto común de hechos, estar de acuerdo en la utilidad de los cubrebocas, en la inocuidad de las vacunas o en que las votaciones presidenciales no fueron fraudulentas, cumplir el sueño de Biden de restablecer de manera ordenada el debate sobre las políticas podría parecer como el triunfo de la esperanza sobre la experiencia vivida.

“No tengo palabras para agradecer que, a pesar del daño que el presidente Trump y sus cómplices han ocasionado estos últimos cuatro años, hayan prevalecido las instituciones de la democracia”, señaló Kori Schake, una republicana que trabajó en el Pentágono y en el Consejo de Seguridad Nacional y que ahora está en el American Enterprise Institute.

“Pero para el presidente Biden, el reto no solo será gobernar, sino devolver la solidez a las maltrechas instituciones de nuestra democracia”, señaló Schake. “Nosotros los republicanos tenemos la responsabilidad de recuperar la confianza de la población en la integridad de nuestras elecciones, puesto que somos los que la pusieron en duda”.



Jamileth


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