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Calma, experiencia y amor por la negociación: el secreto del triunfo de Biden


2021-01-24

Lisa Lerer, The New York Times

En los últimos meses, la moderación de Biden con las palabras y su negativa a morder el anzuelo político puesto por el presidente Trump demuestran un nivel de disciplina mientras el 46.º presidente se enfrenta a una cascada de crisis.

De niño, Joseph Robinette Biden Jr. batallaba con las palabras porque tartamudeaba en la infancia. Años más tarde, como joven político, no podía dejar de decirlas y pronto se hizo famoso por sus largos discursos.

Fueron las palabras las que perjudicaron sus dos primeras campañas para llegar a la Casa Blanca, con acusaciones de plagio que pusieron fin a su candidatura de 1988 y tropiezos verbales que obstaculizaron su salida en 2008 desde casi los primeros momentos. Y fue su autodenominada afición a ser una “máquina de meter la pata”, como dijo una vez, lo que cimentaría su apodo vicepresidencial de “tío Joe”, el entrañable pariente que provoca siempre algún que otro respingo.

A lo largo de una carrera política de casi medio siglo marcada por la tragedia personal y forjada en la agitación nacional, la lucha de Biden con sus propias palabras ha permanecido como un hecho central de su vida profesional y de la ambición que albergó durante casi el mismo tiempo: la Casa Blanca.

Sin embargo, Biden, el 46.° presidente de Estados Unidos, se ha transformado en una mano firme que elige las palabras con extraordinaria moderación.

El hombre que se describe a sí mismo como “un belicoso chico de Scranton”, Pensilvania, que llamó “payaso” al expresidente Donald Trump y le dijo que “se callara” durante su primer debate, se negó a morder el anzuelo político que Trump le puso durante semanas después de las elecciones con sus intentos de anular los resultados. En vez de dejarse arrastrar por el caos trumpiano, Biden se concentró en anunciar su gabinete y en ayudar a su partido a ganar dos contiendas de segunda vuelta en Georgia. Y con un segundo juicio político que se avecina en el Senado, Biden, de 78 años, se ha mantenido firme en su fe en el centro político, ya que se posicionó como el defensor de todos los estadounidenses y un negociador entre la izquierda y la derecha.

“Ahora hay más una sensación de resolución tranquila”, dijo la representante Lisa Blunt Rochester, demócrata por Delaware, que conoce a Biden desde hace décadas y fue copresidenta de su campaña. “Incluso las palabras apasionadas que utiliza, son ahora muy intencionadas. Está donde debe estar en este momento”.

El año que viene pondrá a prueba la autodisciplina de Biden, ya que asume el cargo en medio de la urgencia de su propio partido para romper de forma decisiva con la era Trump, al impulsar una agenda política agresiva frente a un Partido Republicano que busca unirse en torno a un nuevo oponente. Biden y sus ayudantes apuestan mucho en su capacidad para encontrar las palabras adecuadas para restaurar la reputación de Estados Unidos, ganar el apoyo bipartidista en el Congreso y unir a una nación ansiosa.

Gran parte del discurso de investidura de Biden del miércoles se centró en llamar al país a unirse en medio de muchos desafíos, y algunas de sus primeras palabras como presidente se centraron en lanzar un llamamiento a quienes no apoyaron su candidatura.

“Escúchenme mientras avanzamos. Intenten conocerme a mí y a mi corazón”, dijo. “Pero escúchenme bien: el desacuerdo no debe llevar a la desunión”.

Su habilidad para dirigir y mantener el rumbo con calma en tiempos tan turbulentos es un testimonio, dicen amigos y familiares, tanto de su optimismo infranqueable como de su profunda creencia en la importancia de las normas y tradiciones políticas estadounidenses. El hombre que llegó a Washington a los 30 años como uno de los senadores más jóvenes de la historia llega ahora a la Casa Blanca como el presidente de mayor edad en la historia, con más experiencia en el gobierno y en la legislación para guiar su camino que cualquier otro gobernante en décadas.

“Lleva tanto tiempo que ahora por aquí que va a ser el líder de este país, sabe que debe comportarse con la compostura presidencial”, dijo Chuck Hagel, un viejo amigo de Biden que fue secretario de Defensa en el gobierno del presidente Barack Obama y antes de eso fue senador republicano por Nebraska. “Sabe que la única manera de que podamos empezar a salir de este agujero es que el líder del país sea visto como justo y abierto y no se detenga en lo negativo”.

El hecho de que Biden se encuentre en este lugar es un giro improbable de acontecimientos para un hombre cuya carrera política pareció haberse estancado o terminado tantas veces, incluso cuando la tragedia lo golpeó justo después de ganar su primera elección al Senado en 1972. Sin embargo, después de 36 años en la cámara y ocho años como vicepresidente, se convirtió en una figura familiar en la conciencia política del país. Cuando los estadounidenses buscaban un camino de vuelta a la estabilidad tras cuatro años de tumultos, Biden pareció un consuelo para muchos votantes. Como suele decir el representante por Carolina del Sur James E. Clyburn, uno de los partidarios más importantes de Biden en la carrera de las primarias, y que repitió en una entrevista el martes: “Conocemos a Joe y Joe nos conoce a nosotros”.

Para los amigos y la familia de Biden, su éxito al ganar la Casa Blanca es la prueba de que hay algo fundamentalmente tranquilizador en su carácter —su lealtad, su empatía y su experiencia— que los estadounidenses quieren después de cuatro años de un gobierno impredecible y caótico. Incluso cuando se tropieza al hablar, argumentan, subraya su autenticidad, el trayecto de un hombre que salió de la oscuridad de las pérdidas de su joven esposa, su hija pequeña y su hijo adulto para seguir siendo optimista sobre la política, el país y su propio destino.

“Tiene un carácter de acero. Tiene una enorme empatía y busca los más justos en la humanidad”, dijo Valerie Biden Owens, hermana de Biden y su más cercana asesora política. “Su palabra es su vínculo”.

Los comentarios de Biden durante su candidatura presidencial no siempre marcaron un tono tan decisivo. El estribillo de la campaña de que “las palabras importan”, una frase que pretendía ser un ataque a Trump, parecía a veces un recordatorio para el candidato. Sus comentarios, a menudo incoherentes y llenos de tics verbales —como un indignado “vamos, hombre” y un suave “pobrecitos”—, oscilaban entre densas propuestas políticas, elogios a líderes políticos fallecidos hace tiempo, pequeños deslices y alguna que otra inexactitud factual.

Los republicanos se abalanzaron sobre su estilo retórico, caricaturizando a Biden como demasiado frágil mentalmente para el cargo. Incluso algunos miembros de su propio partido señalaron comentarios como sus elogios a los segregacionistas y sus interacciones excesivamente amistosas con las mujeres como una señal de que Biden no estaba a la altura de los tiempos.

Y, sin embargo, a lo largo de una larga campaña, una pandemia mundial, un ajuste de cuentas racial y un motín en el Capitolio, Biden nunca vaciló en el mensaje central de restauración moral y política: renovar la decencia estadounidense. Regresar al buen gobierno. Y sanar a una nación dividida. Desde los nevados campos de maíz de Iowa hasta los escenarios de debate socialmente distanciados, el exvicepresidente ofreció su “palabra de Biden” de que podría cumplir sus promesas de campaña.

Al final, tras unas primarias repletas de candidatos demócratas que abogaban por una transformación estructural y unas elecciones generales contra un presidente decidido a poner patas arriba el gobierno, los estadounidenses eligieron un nuevo presidente pero rechazaron un cambio radical.

Aunque Biden ha virado a la izquierda con su partido, sigue siendo un centrista de corazón, determinado a unir un maltrecho cuerpo político y convencer a algunos republicanos de apoyar su agenda. Durante gran parte del último medio siglo, Biden se ha encontrado en el centro literal de la política estadounidense: en el asiento central del Comité Judicial, en el centro de los debates políticos en el gobierno de Obama, en el centro de los debates presidenciales y ahora en la Casa Blanca. Al mismo tiempo pertenece y no a Washington, aunque está profundamente inmerso en las costumbres, los modales y las maniobras del Capitolio, incluso cuando pasó décadas yendo y viniendo a su casa en Delaware en el Amtrak.

“Tiene una visión única de lo que motiva a los políticos y de cómo piensan como nadie la ha tenido desde Lyndon Johnson”, dijo el senador Bob Casey, demócrata por Pensilvania, que conoció a Biden cuando era joven. “Ha pasado muchas décadas relacionándose con los políticos”.

Más esencialmente, dice Ted Kaufman, el antiguo jefe de personal de Biden y su sucesor a corto plazo en el Senado, Biden es un “sanador” decidido a salvar divisiones aparentemente insalvables.

Los rasgos políticos que definirían a Biden estuvieron presentes desde el principio. Como hijo católico de Scranton, Pensilvania, y Wilmington, Delaware, ha mitificado durante mucho tiempo su niñez en los relatos de discursos que dejan sin palabras sobre el “abuelo Finnegan” y en los virtuosos dichos de su padre, un vendedor de autos que luchaba por encontrar trabajo.

Incluso en los años sesenta, Biden era una especie de institucionalista en una generación de arrebatos. Con mocasines y chaquetas deportivas se paseaba por la Universidad de Delaware y la Escuela de Derecho de la Universidad de Siracusa, un estudiante regular con poca conexión con el movimiento por los derechos civiles y el otro activismo social de la época. Recibió cinco aplazamientos del reclutamiento estudiantil durante la guerra de Vietnam y fue apartado del servicio tras un examen físico en 1968 porque tenía asma cuando era adolescente, según su campaña.

“No me gustan los chalecos antibalas ni las camisas teñidas”, dijo a los periodistas en 1987: “Otros marcharon. Yo me postulé para un cargo público”.

Después de casarse, graduarse y trabajar durante un breve periodo en un despacho de abogados de Wilmington, Biden obtuvo un puesto en el Consejo del Condado de New Castle. Poco después de su elección, uno de sus colegas bromeó diciendo que Biden “era el único hombre que conocía que podía dar un discurso extemporáneo de 15 minutos sobre la parte inferior de una brizna de hierba”. El periódico local lo calificó de “hablador compulsivo”, y su carrera para el Senado en 1972 fue etiquetada como “El Sr. Simpático contra el Sr. Parlanchín”. Biden era, por supuesto, el parlanchín.

Entró en el Senado en 1972, apenas semanas después de la muerte de su esposa Neilia y su hija Naomi en un accidente con un tractocamión. Abrumado por la tragedia, Biden solo se comprometió a seis meses en el Senado, y tomó el juramento del cargo al lado de la cama de hospital de sus dos jóvenes hijos. Al final, se dejó absorber por los asuntos del organismo con un muy buen trabajo en la Comisión de Relaciones Exteriores, un paso temprano que más tarde cimentó su reputación como experto en la política exterior de Estados Unidos.

En Washington, el Sr. Parlanchín encontró muchos temas para discutir. En un legendario perfil por la futura biógrafa de celebridades Kitty Kelley en 1974, Biden hablaba abiertamente de las citas, el sexo y su difunta esposa. (Biden hablaría más tarde de ese período de su vida como una neblina de rabia y enfado, diciendo que se sentía como un “estúpido” por compartir tanto).

Su vida personal se estabilizó después de su matrimonio con su segunda esposa, Jill, y el nacimiento de Ashley, su cuarta hija. Sin embargo, su carrera política continuó por un camino desigual.

El mayor fracaso inicial y el mayor éxito de Biden se entrelazaron en 1987: la humillación de una candidatura presidencial fallida y su victoria como nuevo presidente de la Comisión Judicial del Senado al detener la nominación de Robert Bork a la Corte Suprema. Durante un receso de la audiencia, en la cual su estrategia se centró en convencer a los republicanos de que bloquearan al candidato del presidente Ronald Reagan, Biden anunció que pondría fin a su campaña presidencial.

Cuatro años más tarde, Biden volvería a hacer propuestas a sus colegas republicanos durante las audiencias de confirmación del juez Clarence Thomas, permitiendo un interrogatorio duro e invasivo de Anita Hill, la profesora de Derecho que acusó al candidato de acoso sexual. Biden expresaría más tarde su “arrepentimiento” por el trato que Hill recibió, pero insistió en que no la maltrató.

“Si revisas lo que dije, y no dije, no creo que la haya tratado mal”, dijo en una entrevista poco después de comenzar su candidatura presidencial en abril de 2019.

A medida que avanzaba en los que acabarían siendo seis periodos en el Senado, Biden se dio a conocer por su disposición a acercarse a sus opositores para legislar, con ejemplos como la Ley sobre la Violencia contra las Mujeres y el proyecto de ley sobre la delincuencia de 1994, y por ser una voz crucial en los conflictos de Estados Unidos en el extranjero. El Senado se convirtió en su hogar profesional, reforzando su inquebrantable creencia en el valor de las relaciones personales —el poder de sus palabras para hacer tratos— al servicio del compromiso bipartidista.

Otra candidatura presidencial en 2008 terminó en fracaso. Sin embargo, sus años en el Capitolio y en la política exterior, así como su conexión con los electores blancos de la clase trabajadora, le valieron más tarde un lugar en la lista de candidatos a la vicepresidencia del expresidente Barack Obama.

Durante el gobierno de Obama, Biden se asentó en el papel de viejo estadista y voz experimentada en política exterior. Dirigió las negociaciones con el senador Mitch McConnell y los republicanos del Congreso sobre el plan de estímulo económico y los acuerdos presupuestarios. Sin embargo, algunos de sus momentos más memorables surgieron de una honestidad no autorizada, como romper con la posición oficial del gobierno al decir en 2012 que estaba “absolutamente cómodo” con el matrimonio gay.

En 2015, Biden consideró la posibilidad de contender una vez más por la Casa Blanca, pero la muerte de su hijo, Beau, a causa de un cáncer cerebral en mayo fue un golpe devastador que, según Biden, lo dejó emocionalmente incapacitado para organizar una campaña eficaz.

Cuando Obama le otorgó la Medalla Presidencial de la Libertad en una ceremonia sorpresa al final de su segundo mandato, en la que elogió a su vicepresidente por ser un “león de la historia estadounidense”, el evento pareció marcar un final conmovedor para las ambiciones políticas de Biden.

Fue esa fe en su propio carácter y experiencia la que convenció a Biden de contender a la presidencia por tercera ocasión. Cinco meses antes de anunciar su candidatura con un video de tres minutos y medio en el que decía que las elecciones eran una emergencia nacional, Biden se describió a sí mismo como la “persona más calificada” para el trabajo. Cuando un moderador lo cuestionó con una lista de sus posibles responsabilidades políticas, las descartó todas como cuestiones menores en comparación con los enormes problemas que enfrenta el país.

“Soy buenísimo para meter la pata, pero por Dios, qué cosa tan maravillosa comparada con un tipo que no puede decir la verdad”, dijo durante una escala en su gira para promocionar su libro en 2018. “La pregunta es, ¿en qué clase de nación nos estamos convirtiendo?”.

Ese sentido de la historia no se le escapó a Biden el martes, cuando se despidió emocionado de su estado natal. Con comentarios que recordaban el malestar nacional antes de su victoria en el Senado en 1972, su viaje a Washington para su toma de posesión como vicepresidente en 2009 y los recuerdos de su hijo fallecido, Biden lloró incluso antes de pronunciar una frase.

“Siempre seré un orgulloso hijo de Delaware”, dijo, ahogándose mientras recurría a una frase de James Joyce y las lágrimas empezaban a brotar. “Disculpen la emoción, pero cuando muera, Delaware estará escrito en mi corazón”.

Los presidentes rara vez pronuncian palabras tan directas sobre su propia mortalidad. Pero el momento fue un clásico de Biden, al compartir su dolor mientras buscaba conectar con los demás.

El futuro presidente se limpió los ojos una vez más y se dirigió a Washington.



JMRS


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