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Yuma se convierte en el epicentro de la COVID-19 en la frontera


2021-01-25

Por Miriam Jordan | The New York Times

Cada invierno, la población del condado de Yuma aumenta en 100,000 personas, hasta superar las 300,000, a medida que los trabajadores del campo llegan a las granjas y los migrantes del Medio Oeste acuden a los parques de casas rodantes.

El padre Emilio Chapa estaba dando su homilía un domingo reciente cuando hizo una pausa para lamentarse por algo que lo hizo estremecerse al entrar a la sacristía antes de dar la misa.

El pizarrón donde su personal escribe las solicitudes para servicios funerarios estaba repleto de nombres. “Nunca antes lo había visto tan lleno”, les dijo a sus feligreses en la Iglesia Católica de San Francisco de Asís en el centro de Yuma.

El condado de Yuma, que produce la lechuga, el brócoli y otras de las verduras que los estadounidenses consumen durante los meses de invierno, se conoce como la “ensaladera de Estados Unidos”. Ahora se ha vuelto un semillero de la COVID-19.

En el transcurso de la pandemia, Yuma ha identificado casos de coronavirus a un ritmo más rápido que cualquier otra región del país. Uno de cada seis residentes se ha enfermado del virus.

Cada invierno, la población del condado aumenta por alrededor de 100,000 personas y llega a ser de más de 300,000 habitantes, pues los trabajadores rurales llegan a las granjas y los migrantes del Medio Oeste se establecen en parques para casas rodantes. Este rito estacional conlleva la creación de empleos, gasto en la localidad y una alta recaudación tributaria. Pero este año, la afluencia se ha vuelto mortal.

La parroquia de Chapa enfrenta toda la magnitud del repunte de la pandemia. En inglés y español, atiende a las familias mexicoestadounidenses que se establecieron en la zona desde hace varias generaciones, así como a residentes temporales, todos ellos afectados. La iglesia está organizando tres veces más funerales de lo acostumbrado.

“Algunas familias han enterrado a más de un pariente”, dijo Chapa. “Es una situación grave”.

Aunque la curva de contagios por coronavirus en el país comienza a aplanarse, el virus sigue causando estragos en muchas comunidades fronterizas. Tres de las seis áreas metropolitanas con los mayores índices de casos conocidos desde el inicio del brote son pequeñas ciudades que colindan con México: Yuma, Eagle Pass (en Texas) y El Centro (en California). Y Laredo, Texas, está registrando casos a una tasa per cápita más de tres veces superior a la que se observa en Los Ángeles y Phoenix, zonas muy afectadas.

La migración estacional, el flujo diario de personas que entran y salen y las medidas laxas para contener la propagación del virus han creado una constelación explosiva. En las últimas dos semanas, Arizona ha registrado uno de los mayores aumentos en el número de muertes reportadas, casi más que cualquier estado, y no está claro cuándo disminuirá esta preocupante tendencia.

Yuma, ubicada a medio camino entre San Diego y Phoenix, pero aislada geográficamente de ambas, solo tiene un hospital. En vista de la falta de personal y la saturación por casos, este centro de salud ha estado transportando en helicóptero a los pacientes en estado crítico a otras ciudades. Y las consecuencias de las festividades de Navidad y Año Nuevo todavía no terminan.

“Es una ola de gente enferma en estado crítico que no cede”, dijo hace poco Cleavon Gilman, urgenciólogo en el Centro Médico Regional de Yuma, tras un turno de 12 horas.

Hay jornaleros, reacios a faltar al trabajo, que esperaron demasiado tiempo para buscar atención médica. Hay jubilados que se obstinaron en creer que podrían superar la COVID-19, como cuando se enfermaban de gripe, o que se negaron a usar mascarillas. Hay miembros de familias que viven en lugares reducidos o que no evitaron asistir a las reuniones para celebrar las fiestas.

Gilman culpa al gobernador, Doug Ducey, por no implementar medidas estrictas. “Todo está abierto: restaurantes, gimnasios, peluquerías”, dijo. “La gente está muriendo innecesariamente porque no hay un mandato a nivel estatal que lo evite”.

Mientras el virus continúa su acometida, el condado no ha logrado conseguir suficientes vacunas.

Luego de haber invitado hace poco a las personas de 75 años en adelante, a los maestros y agentes de policía a hacer citas para vacunarse, el departamento de Salud anunció que se había quedado sin vacunas, en parte porque las autoridades estatales no consideraron el aumento poblacional del invierno cuando asignaron las dosis.

“No había un plan para hacer llegar la vacuna a las personas que la necesitan”, dijo Amanda Aguirre, presidenta del Center for Border Health, una red de clínicas sin fines de lucro. “No tenemos tiempo para esperar. Tiene que ser ahora”.

Un riesgo especial para los agricultores

Entre octubre y marzo de cada año, hasta 40,000 “lechugueros” trabajan en Yuma, cuyo clima templado y tierra irrigada por el río Colorado hacen que sea el lugar ideal para cultivar verduras de hoja.

Miles de personas viajan a diario desde México a los verdes campos que se extienden hacia el horizonte, donde las montañas del bosque nacional Gila brillan como el bronce. Los trabajadores temporales se hospedan en moteles de la ciudad.

Hace poco, antes del amanecer los jornaleros mexicanos entraban por la garita y se subían por docenas a los autobuses blancos destartalados que esperaban cerca. Láminas de plástico colgaban entre las hileras; solo se permitía un pasajero en cada banca de asientos. “Si alguien tiene temperatura alta, lo regreso”, dijo Gabriel Talamantes, uno de los capataces.

Un par de mañanas después, unos trabajadores sanitarios ofrecían pruebas gratis con muestras de saliva a los labriegos en cuanto pisaban suelo estadounidense. “Es por tu bien y por el bien de tu familia”, un altavoz decía en español.

“Nos dimos cuenta de que la gente más joven evitaba hacerse la prueba”, dijo Flavio Marsiglia, director del Centro Global de Investigación Sanitaria Aplicada de la Universidad Estatal de Arizona. “Creemos que muchos de esos jóvenes son positivos asintomáticos y están propagando el virus”.

“Se suben a esos autobuses que están muy llenos, trabajan muy cerca uno del otro en el campo, comparten alimentos”, añadió. “Es muy fácil propagar el virus en esas condiciones”.

Yuma reportó su presunto primer caso de coronavirus el 20 de marzo, el mismo día en que el gobernador cerró bares, cines y gimnasios, y limitó el servicio de los restaurantes a la comida para llevar y el autoservicio.

“Habíamos visto lo grave que se había puesto todo en Nueva York, Seattle y en lugares más grandes. Pensábamos que en Yuma la cosa no se pondría tan mal”, dijo Rick Madrid, de 41 años, gerente de una distribuidora mayorista de alimentos quien tiene a 11 personas en su círculo de familiares y amigos que se han contagiado del virus.

La primera muerte en el condado sucedió a fines de abril.

A mediados de mayo, Ducey retiró las órdenes de permanencia en casa, por lo que Arizona fue uno de los primeros estados en reabrir tras el cierre de primavera. Conforme las temperaturas superaban los 37 grados Celsius y la gente se resguardaba del calor en los espacios interiores, el número de casos continuó su ascenso.

El 17 de junio, la junta de supervisores del condado emitió un mandato para el uso de cubrebocas. La medida exigía que todos los establecimientos comerciales pusieran un letrero en el que se pidiera usar protectores faciales y estipulaba que los infractores serían acusados de un delito menor. Pero el alguacil Leon Wilmot anunció que carecía de recursos para hacer cumplir la norma.

Se produjo un debate de gran carga política sobre la utilidad de las mascarillas y sobre si el virus suponía una amenaza real. El 26 de junio, un amigo de Madrid que había sido un franco opositor a los cubrebocas publicó una foto de NyQuil, un jarabe antigripal, en su página de Facebook con un texto que decía: “Esto es todo lo que necesito para combatir al bicho”.

El hombre murió el 11 de julio. Otro amigo murió días después. “En julio, yo estaba como… ¡no puedo creer esto!”, dijo Madrid.

El virus no tardaría en llegar a su propia familia.

Su padre, Richard, de 77 años, quiropráctico, y su madre, Carole, de 75 años, gerente de la oficina, habían estado yendo y viniendo a su clínica en el lado mexicano de la frontera cada día. Muchos de sus clientes, la mayoría de ellos migrantes estacionales, estaban en Yuma y contaban con él para aliviar sus dolores de espalda, hombros y caderas.

A mediados de noviembre, en contra de los deseos de su hijo, la pareja visitó un restaurante que había contratado a Rick para asar un cerdo en el patio trasero. “Era viejo y testarudo, y hacía gala de su machismo. Esa es la cultura”, dijo de su padre, un mexicanoestadounidense y firme partidario del expresidente Donald Trump. “No iba a dejar que el bicho lo dominara”.

Dos días después, la pareja comenzó a mostrar síntomas parecidos a los de la gripe que resultaron ser COVID-19.

Esa misma semana, los dos hermanos de Madrid y sus cónyuges dieron positivo en las pruebas del virus.

El 29 de noviembre, su padre murió. Cinco días después, Madrid cedió a la necesidad de visitar a su madre, enferma y afligida, en la casa de estilo rancho de color verde salvia en la que se había criado.

Pronto, Madrid no podía oler ni saborear, ni siquiera el filete con jalapeños de su hijo. Tenía el coronavirus. Una semana después, su mujer también dio positivo.

“Aunque estoy orgulloso de mi comunidad por haber sido dura al salir adelante, también me decepciona que la gente no se lo haya tomado más en serio”, dijo.

La temporada alta trae nuevos peligros

En parques para casas rodantes, los septuagenarios en pantalones cortos se reúnen con otros migrantes estacionales para disfrutar de cócteles y deportes, o para broncearse bajo los despejados cielos azules de la temporada alta.

Kristi y Timothy Getz han estado yendo desde hace más de una década a Country Roads RV Village, un amplio complejo para jubilados por donde cruzan calles con nombres en inglés como “Hora de la fiesta” y “Buenos tiempos”.

“Este lugar es un paraíso”, dijo Kristi Getz, quien vive con su esposo en una alegre vivienda prefabricada en la calle Off We Go (“Ahí nos vamos”). “Mis mejores amigos están aquí”.

Kristi Getz, una gerente jubilada de una concesionaria de camiones en San José, California, va a todas las fiestas para bailar y le encantan los espectáculos en el salón de baile. Timothy Getz, antiguo conductor militar, toca el piano eléctrico en sesiones de improvisación musical con sus amigos

Pero la pandemia ha socavado la armonía de la comunidad, y ha estropeado la diversión.

Apenas un par de días después de que unos 200 residentes celebraron la inauguración de la ampliación del salón de baile con una “fiesta de hamburguesas” en marzo, el gobernador emitió una orden de permanencia en casa.

“Pasamos de los abrazos, las felicitaciones y la emoción a decir: ‘¿Cómo que hay un candado en la cancha de pickleball y no puedo entrar a la piscina ni a la sala de ejercicios?’”, recordó Pat Tuckwell, ejecutiva de salud jubilada de Madison, Wisconsin y presidenta de la junta directiva.

Todas las actividades, desde los clubes de cartas hasta el de tallado en madera y el de confección de colchas, se suspendieron.

En la página de Facebook donde la gente publica quejas de Country Roads (llamada en inglés Country Roads Rants and Rages), hubo discusiones entre los residentes que creían que el virus era un engaño y los que no. “La mitad del parque estaba en negación”, dijo Timothy Getz, que estaba entre los que “luchaban por la ciencia”.

Para cuando se levantaron las restricciones a mediados de mayo, la mayoría de los migrantes habían regresado a sus ciudades de origen para pasar el verano.

De vuelta en octubre, se encontraron con la reapertura de las instalaciones recreativas, pero bajo ciertas reglas. Se limitó el número de personas permitidas en las piscinas y el gimnasio. Los clubes de cartas seguían prohibidos.

Ese mes se comunicaron a la junta los tres primeros casos del virus. En noviembre, la comunidad tuvo su primera víctima mortal.

A principios de enero se colocó un cartel en el exterior del gimnasio. Las instalaciones se cerraron para una profunda desinfección después de que alguien se negara a usar una mascarilla.

“Felicitaciones al tipo que no quiso llevar su mascarilla”, declaró un residente en Facebook.

Hasta el 8 de enero, se conocían 55 casos y tres muertes en la comunidad, pero Tuckwell dijo que la cifra real probablemente era mucho más elevada, dado que esos solo fueron los casos autodeclarados.

Kristi Getz se horrorizó hace poco cuando vio a ocho personas jugando a las cartas en una casa cercana y ninguna de ellas llevaba mascarilla. Su marido no le permitió confrontarlas.

“No entiendo por qué lo hacen cuando Yuma es un foco de contagio”, dijo.

En San Francisco de Asís, los feligreses rezan, pero las oraciones no han mantenido a raya el virus.

Armida López, una de las feligresas, dijo que había perdido la cuenta de los miembros de su familia que han sido afectados.

“Parece que todos los días muere gente de mi familia. Un primo hermano, un primo segundo, un tío, un cuñado…”, dice con la voz entrecortada. “Ahora mismo, es como, ¿quién va a ser el próximo en morir?”.



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