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Adiós a los cínicos


2021-02-04

Por Diego Fonseca |  The New York Times

Pocas dudas, si quedase alguna: los gobiernos de Brasil y México ocupan los fondos de la desvergüenza por su pésimo manejo de la pandemia. Y esa evidencia entraña un perturbador problema de fondo: en ambos casos, la ignorancia e improvisación de los funcionarios se alimenta con cinismo.

La administración de Jair Bolsonaro ha desafiado a la ciencia, desairado a los expertos y facilitado —cuando no alentado— comportamientos irresponsables que expandieron los contagios en una nación con un sistema sanitario debilitado desde antes de la pandemia. Andrés Manuel López Obrador y su zar anti-COVID, Hugo López-Gatell, se niegan a admitir el fracaso de su respuesta ante el virus. Desestimaron la severidad de la crisis y pronosticaron repetidamente el fin de la progresión de la enfermedad, solo para ser desmentidos, una y otra vez, por un número ascendente de enfermos y muertes.

Otra vez: que Brasil y México sean dos de las tres naciones con más muertes por la pandemia se explican por ignorancia, improvisación y, en el fondo, cinismo.

Y esto requiere tomar decisiones: si es una necesidad en condicionales normales, una crisis que ha derivado en más de 2,2 millones de muertes y redefinió al mundo demanda que saquemos a los cínicos del poder. Es un imperativo categórico: deben irse. A la primera oportunidad electoral, desmontarlos a votos. Precisamos una vacuna ética.

Donald Trump ya dejó la Casa Blanca, pero América Latina mantiene viva su innecesaria porción de gobiernos dantescos, la gran mayoría afincados en el culto del personalismo autoritario. El régimen de Daniel Ortega, por ejemplo, montó un cerco informativo impenetrable y decretó una “normalidad” que es incapaz de hacer creíble la cifra oficial de muertos del país, unos 170. Y hace unos días, Nicolás Maduro anunció que Venezuela tenía unas “goticas milagrosas” que podían detener el coronavirus. El arrebato llegó meses después de que su gobierno dijera poseer una ignota molécula cuya eficacia jamás demostró contra el virus y de que el propio Maduro promoviera un tratamiento con un té de hierbas.

No hay droga que hechice mejor las ambiciones personales que el poder. No hay droga más embriagante y tóxica capaz de convertir a individuos normales en semidioses, la encarnación de una embajada mesiánica. Esa embriaguez, en un cínico, es criminal y desdeñosa. Daña sin que le importe.

Populistas y autócratas mandan con cinismo porque creen que el ejercicio del poder es un derecho por simple mayoría. El peronismo, ese mutante político en apariencia inagotable, tiene a Argentina en permanente entredicho. Rafael Correa amenaza con regresar a Ecuador. Ortega convirtió a Nicaragua en una nación esotérica gobernada por una suerte de culto. Guatemala es rehén de la captura del Estado a manos de su clase empresarial y los militares y los políticos que les sirven de mandaderos. En El Salvador, quienes prometían acabar con el autoritarismo se mostraron tan duros y corruptos como sus predecesores y abrieron el camino a Nayib Bukele, otra expresión de la antipolítica con tan pocos principios como límites y una abundancia de autosuficiencia desdeñosa.

Autoritarios, dizque revolucionarios y constructores de cultos gobiernan inventando realidades alternativas: el virus no es peor que una gripe, se trata con gotitas, los cubrebocas no son imprescindibles.

Esos mundos de fantasía no son, obviamente, inocuos. Cuando gobiernos como los de AMLO o Bolsonaro niegan entidad a la peor pandemia del siglo, aceleran la degradación de la crisis sanitaria a niveles criminales. Los Maduros del mundo que engañan a familias desesperadas matan dos veces a abuelos, padres, hijos y hermanos: cuando no asumen la crisis como hombres de Estado y cuando reducen su combate posterior a un ejercicio de simulación de soluciones. Es cinismo el Maduro de las gotitas milagrosas, el Trump de la inoculación de lejía y las luces ultravioletas y el AMLO de los besos y abrazos contra el virus: menosprecian la demanda social porque se atraviesa en sus planes de ajustar la realidad a su deseo.

Ignorancia y prepotencia. Esos dirigentes irían a una guerra armados con varitas mágicas y diez horas de púlpito ilógico, trivial, bárbaro para justificarse. No podemos permitirnos más abuso de la cosa pública.

Una vacuna ética contra los cínicos, entonces. Una, como en los clásicos, que asocie las elecciones y el comportamiento a la virtud. Y eso no puede existir sin el involucramiento de la sociedad civil.

Pero no esperen una solución definitiva, mágica e instantánea y, por ende, simplista. Para librarnos de esos cínicos tenemos un pequeño problema inicial: la mayoría de ellos son hijos del hartazgo social con sus predecesores, hoy en la oposición. Muchas de esas oposiciones son flacas y torpes y una buena parte debe responder por la corrupción que facilitaron cuando gobernaron. El nudo gordiano es grueso: quitamos a los otros porque nos hundían, pero ¿quién nos salva de los salvadores?

La renovación política es lenta; la que es precipitada acaba mal. Gobernar demanda conocer las avenidas y vericuetos de la gestión. Debemos corregir la plana a gobiernos con oposiciones más maduras —y no existirán sin nuevas figuras—, reemplazarlos en la primera oportunidad —así sea con candidatos subóptimos que supongan una leve mejoría— y planear a futuro. Solo una ciudadanía que regrese a los partidos y a la vigilancia activa de sus elegidos puede poner en caja la propensión al albedrío atropellador del cínico.

No pasará mañana. Quizás tome una generación lograrlo. Y esa vacuna ética no produce inmunización permanente: hay una dosis en cada elección y refuerzos permanentes en el debate público, la organización civil, el control crítico y la participación. No podemos dejar que una crisis que debilite el cuerpo social —y ya no hablo de la pandemia— quede en manos de inescrupulosos.



Jamileth


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