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El relato olvidado de las mujeres que lucharon contra los nazis


2021-03-26

Por Judy Batalion | The New York Times

En 1943, Niuta Teitelbaum entró caminando a un apartamento de la Gestapo en la calle Chmielna en el centro de Varsovia y encaró a tres nazis. Niuta, una joven judía de 24 años que había estudiado historia en la Universidad de Varsovia, probablemente llevaba su característico atuendo de joven granjera polaca con un pañuelo atado a sus trenzas de cabello rubio.

Se sonrojó, sonrió con inocencia y luego desenfundó un arma y les disparó a los tres. Dos murieron, uno quedó malherido. Pero Niuta no estaba satisfecha. Encontró una bata de doctor, entró al hospital donde atendían al hombre herido y mató tanto al agente nazi como al policía que lo custodiaba.

“La pequeña Wanda de las trenzas”, como se le apodó en todas las listas de los más buscados de la Gestapo, fue una de muchas jóvenes judías que lucharon contra los nazis en Polonia con suprema astucia y valentía. Aun así, tal como lo comprobé tras varios de años de investigación sobre estas combatientes, sus historias han sido ignoradas en gran medida en el panorama más amplio de la historia de la resistencia judía durante la Segunda Guerra Mundial.

En 2007, cuando estaba viviendo en Londres y explorando mi identidad judía, decidí escribir sobre mujeres judías fuertes. Hannah Senesh me vino a la mente de inmediato. Según lo que aprendí en el quinto grado, Hannah fue una joven paracaidista de la Resistencia durante la Segunda Guerra Mundial. Dejó su natal Hungría para irse a Palestina en 1939, pero después regresó a Europa para luchar por la causa de los Aliados; la capturaron y se dice que miró a sus asesinos directamente a los ojos mientras le disparaban.

Ese relato de audacia me pareció muy emocionante. Yo era nieta de sobrevivientes del Holocausto que habían escapado de Polonia; en mi familia, huir era equivalente a vivir. Crecí para convertirme en alguien que huye de relaciones, carreras y países. Sin embargo, Hannah había regresado para luchar. Quería comprender qué había motivado su osadía.

Fui a la Biblioteca Británica, la busqué en el catálogo y solicité los pocos libros que había relacionados con su nombre. Me di cuenta de que uno de ellos era inusual, pues estaba encuadernado con una tela azul desgastada, rotulado con letras doradas y tenía bordes amarillentos: “Freuen in di Ghettos”, una frase en yidis que se traduce como “Mujeres en los guetos”. Lo abrí y encontré 180 hojas de texto diminuto, todo en yidis, un idioma que yo dominaba. Para mi sorpresa, solo unas cuantas páginas mencionaban a Hannah Senesh; el resto relataba historias de decenas de otras jóvenes judías que desafiaron a los nazis, muchas de las cuales tuvieron la oportunidad de escapar de la Polonia ocupada por los nazis, pero no lo hicieron; algunas incluso volvieron por voluntad propia.

Todo esto fue una revelación para mí. Donde esperaba encontrar duelo y tristeza, descubrí armas, granadas y espionaje. Esta era una trama de suspenso judía que narraba las historias de “chicas del gueto” judeopolacas que sobornaban a guardias de la Gestapo, ocultaban revólveres en osos de peluche y coqueteaban con los nazis para luego matarlos. Distribuían boletines informativos clandestinos, lanzaban cocteles molotov, bombardeaban líneas ferroviarias, organizaban comedores comunitarios y divulgaban la verdad sobre lo que les estaba pasando a los judíos.

Quedé impactada. Crecí en una comunidad de sobrevivientes del Holocausto y había hecho un doctorado en historia de las mujeres. ¿Por qué jamás había escuchado estas historias?

“Freuen in di Ghettos” fue una recopilación hecha en 1946 para judíos estadounidenses que hablaban yidis en un intento por compartir esta increíble parte de la historia con tanta gente como fuera posible. No obstante, en los años posteriores, estos relatos de resistencia, al igual que muchas de las contribuciones históricas realizadas por mujeres, fueron relegadas o ignoradas por una variedad de motivos políticos y personales.

A muchas de las mujeres que contaron sus historias en sus propias comunidades después de la guerra no les creyeron; otras fueron acusadas por sus parientes de abandonar a sus familias para pelear; a otras incluso se les acusó de haber tenido relaciones sexuales para mantenerse a salvo. En ocasiones, sus familiares temían que abrir viejas heridas los desuniera. Y muchas combatientes padecieron el síndrome del sobreviviente —pensaban que “les había ido bien” en comparación con otras personas—, así que en los años subsecuentes casi no hablaron de sus experiencias.

En las décadas posteriores a la guerra, varios otros factores tal vez contribuyeron a la relativa oscuridad en la que quedaron enterradas estas historias. Hay quienes dicen que muchos judíos tuvieron fatiga por el trauma en la década de los cincuenta, que los horrores emergentes de Auschwitz y otros campos de concentración se convirtieron en el tema predominante en los años sesenta, que las historias de rebelión violenta ya no estaban de moda en la época “hippie” de los setenta y que un aluvión de libros sobre el Holocausto en Estados Unidos opacó muchos de los relatos más antiguos en los ochenta.

Mi misión de averiguar más sobre estas mujeres se transformó en una travesía de doce años de investigación por Polonia, Israel y América del Norte; en archivos y salas de estar, monumentos conmemorativos y calles donde antes se ubicaban guetos. Descubrí la verdadera magnitud de la rebelión judía: más de 90 guetos europeos tuvieron unidades armadas de la resistencia judía. Alrededor de 30,000 judíos europeos se sumaron a las filas de la resistencia. Tan solo en Varsovia, redes de rescate apoyaron a unos 12,000 judíos ocultos. Todo esto a la par de actos diarios de resiliencia: llevar alimentos de contrabando, escribir diarios, contar chistes para calmar el miedo, abrazar a una compañera de barraca para conservar el calor. Mujeres de entre 16 y 25 años estuvieron al frente de muchos de estos esfuerzos. Aprendí sus nombres: Tosia Altman, Gusta Davidson, Frumka Plotnicka y cientos más.

Al centro de “Freuen in di Ghettos” había un testimonio sorprendente escrito por una mujer identificada solo como Renia K.; lo redactó al final de la guerra, cuando apenas tenía 20 años. Su prosa era descriptiva, incluso perspicaz. “Para ellos, matar a una persona era más fácil que fumar un cigarrillo”, contó sobre los oficiales nazis. Encontré su expediente en los Archivos del Estado de Israel y me valí del libro que publicó en 1945 y de testimonios adicionales para llenar los vacíos de su historia.

Su nombre completo era Renia Kukielka y creció en Polonia en la década de 1930 en un mundo sofisticado de teatro y literatura yidis, así como unos 180 periódicos judíos. Después de que Hitler invadió Jedrzejow, la ciudad de Renia, y encerró a su familia en un gueto, Renia escapó y se filtró por los prados. Saltó de un tren en movimiento cuando la reconocieron, negoció con la policía y fingió ser católica. Consiguió un trabajo como trabajadora del hogar y se arrodilló nerviosa en las misas semanales. “Ni siquiera sabía que fuera tan buena actriz”, reflexionó Renia en sus memorias, “capaz de imitar y hacerme pasar por alguien más”.

Con la ayuda de un contrabandista polaco, se reunió con su hermana mayor en la ciudad de Bedzin. Antes de la guerra, Bedzin era una comunidad de mayoría judía de clase media y un punto de encuentro para los partidos políticos judíos, que habían proliferado como respuesta a la cuestión de la identidad judía moderna. Una amplia red de grupos de jóvenes judíos estaba afiliada a estos partidos. Estos grupos habían capacitado a los jóvenes judíos (hombres y mujeres) para sentir orgullo, vivir en comunidad, mantenerse físicamente activos y cuestionar, criticar y planear. Los dotaron de las habilidades necesarias para “quedarse”.

Luego de que Hitler tomó Polonia, los grupos juveniles formaron milicias. Cuando Renia llegó, Bedzin era la sede de una unidad creciente de la rebelión organizada por adolescentes y adultos jóvenes judíos laicos de tendencia socialista. Aquellos que eran obligados a trabajar en las fábricas de uniformes nazis escondían notas en las botas para instar a los soldados en el frente de batalla a deponer las armas. Construyeron talleres en los que realizaban experimentos con explosivos caseros y diseñaban refugios subterráneos complejos. “¡Haganá!” era su grito de guerra: ¡Defensa!

Las mujeres elegidas para las misiones encubiertas debían verse “bien”, o poder pasar por una persona “aria” o católica, con cabello de color claro, ojos azules o verdes, buena postura y un andar confiado. Renia fue una de ellas. A sus 18 años, motivada por la ira y un sentido profundo de justicia, Renia se convirtió en una agente clandestina, una “mensajera”.

Aprendí que las “mensajeras” eran el vínculo entre los guetos cerrados donde los judíos estaban presos. Si las atrapaban en el lado ario, la consecuencia era una muerte segura; a pesar de ello, estas jóvenes se teñían el cabello de rubio, se quitaban los brazales que las identificaban como judías, sonreían con falsedad y entraban y salían a hurtadillas de los guetos. De esta forma, les llevaban a los judíos información y esperanza, boletines informativos y documentos falsos de identificación, y mantenían la comunicación entre los grupos juveniles de la resistencia en todo el país. Transportaban pistolas, balas y granadas de contrabando, ocultándolo todo en frascos de mermelada, costales de papas y bolsas de diseñador.

Al ser mujeres, estaban en una buena posición para realizar esta labor: sus hermanos estaban circuncidados y corrían el riesgo de ser descubiertos en un cacheo que los obligara a bajarse los pantalones. Antes de la guerra, era más probable que las jóvenes judías estudiaran en las escuelas públicas polacas que los jóvenes judíos (muchos jóvenes asistían a escuelas judías y yeshivás). Se integraban a la sociedad con mucha más facilidad que los jóvenes judíos y hablaban polaco sin acento yidis, lo cual las hacía espías excelentes.

También asumieron riesgos enormes. Bela Hazan consiguió un trabajo de traductora y recepcionista de la Gestapo; robó sus documentos y los entregó a falsificadores judíos. Vladka Meed introdujo dinamita de contrabando en el gueto de Varsovia pasando fragmentos de pólvora a través de un agujero en el muro de un sótano en la frontera del gueto. Después apoyó a los judíos que vivían escondidos llevándoles dinero en secreto y consiguiéndoles atención médica e identificaciones falsas con fotografías tomadas por fotógrafos de su confianza.

Hela Schupper, una mujer hermosa que estudió comercio, se vestía como una polaca adinerada para asistir a obras vespertinas de teatro, con ropa que había tomado prestada de la madre de una amiga no judía. En 1942, en la esquina de una calle de Varsovia, se reunió con el “Sr. X” de la organización clandestina polaca, lo siguió hasta un sitio seguro y llenó su elegante bolso de mano de yute con cinco pistolas y cartuchos cargados para llevarlos a los “Pioneros luchadores” de Cracovia, quienes más tarde, en la semana de Navidad, bombardearon una reunión en una lujosa cafetería que frecuentaban los oficiales nazis. El atentado causó la muerte de al menos siete alemanes y dejó heridos a otros más.

Estas mujeres eran tan distintas a mí —eran la lucha para mi huida—, y yo me obsesionaba cada vez más con ellas.

Renia realizó misiones entre Bedzin y Varsovia. Transportó granadas, pasaportes falsos y dinero atados a su cuerpo y ocultos en su ropa interior y zapatos. Trasladaba judíos desde los guetos hasta los escondites clandestinos. Llevaba una flor roja en el cabello para que la identificaran los contactos de la resistencia, se reunía con un traficante de armas del mercado negro en un cementerio, de noche dormía en una bodega y de día caminaba por la ciudad para recabar información. Sonreía con timidez durante los registros en los trenes y se hizo amiga de un guardia fronterizo a quien le “confesó” que había escondido comida para distraerlo del verdadero contrabando que estaba sujeto a su torso con cinturones. “Se debía ser fuerte en el comportamiento, firme”, escribió en sus memorias. “Se debía tener una voluntad de hierro”.

En una biblioteca en Vilna, Ruzka Korczak halló un panfleto finlandés sobre cómo fabricar bombas, el cual se convirtió en el recetario de la resistencia. En 1942, su compañera Vitka Kempner ocultó un explosivo rudimentario bajo su abrigo, se escapó del gueto e hizo estallar un tren de suministros alemán. La resistencia en Vilna huyó del gueto para luchar en los bosques, donde ambas mujeres estuvieron al frente de unidades. Otra compañera, Zelda Treger, hizo 17 viajes en los que sacó a cientos de judíos de los guetos y los campos de trabajos forzados para llevarlos al bosque. En un área boscosa distinta, una fotógrafa de 19 años llamada Faye Schulman se unió a la rebelión, participó en misiones de combate y realizó intervenciones quirúrgicas: una vez tuvo que amputar el dedo herido de un soldado con los dientes. “Cuando era el momento de abrazar a un novio, yo estaba abrazando un rifle”, dijo Faye sobre su adolescencia durante la guerra en un documental.

Con ingenio y suerte, Renia logró eludir a los nazis y a los polacos entrometidos que intentaban entregarla a cambio de una recompensa hasta que un guardia fronterizo notó el sello falsificado de su pasaporte. Cuando estuvo en las prisiones de la Gestapo, que se preciaban de sus estrategias medievales de tortura, Renia fue brutalmente golpeada junto con otros presos políticos polacos. Orquestó un plan de escape con la ayuda de otras mensajeras que atiborraron a los guardias de cigarrillos y whisky. Renia logró escabullirse, cambiarse de ropa y huir. Mediante una vía férrea subterránea montada por los judíos, cruzó los montes Tatras a pie, luego entró a Hungría oculta en la locomotora de un tren de carga. El maquinista expulsó una nube de humo adicional para ocultar su salida del motor.

Finalmente, Renia llegó a Palestina, donde fue invitada a dar conferencias sobre su experiencia y publicó sus memorias en hebreo en 1945, uno de los primeros recuentos completos del Holocausto. Sin embargo, en su vida tras la guerra, habló poco de sus vivencias. Para muchas sobrevivientes, el silencio fue una manera de sobrellevar el trauma. Sentían que era su deber crear una nueva generación de judíos. Las mujeres mantuvieron sus pasados en secreto por su deseo desesperado de formar una vida normal para sus hijos y para ellas mismas. Después de la guerra, la casa de la familia de Renia no se llenó de historias sobre la resistencia, sino de música, arte y noches de tango; ella se dio a conocer por sus gustos modernos y su agudo sentido del humor. Al igual que tantos otros refugiados, las mujeres que habían sido parte de la resistencia quisieron empezar de cero e integrarse a sus nuevos mundos.

Unos 70 años después de la guerra, fui a hablar con el hijo de Vitka Kempner, Michael Kovner, en la terraza exterior de una cafetería en Jerusalén. “Ella era alguien que avanzaba directamente hacia el peligro”, me dijo. “No le importaban las reglas. En verdad tenía ‘chutzpah’ (absoluta confianza en uno mismo o audacia)”.

Al investigar sobre las vidas de estas mujeres, he aprendido que el relato de mi familia no es la única manera de afrontar los pequeños y grandes peligros del mundo. En ocasiones, huir es necesario, pero, en otras, puedo detenerme y pelear o, al menos, hacer una pausa y conversar. Renia y sus camaradas fueron valientes y poderosas y allanaron el camino para las generaciones que les siguieron, no solo para las Ruth Bader Ginsburg, sino también para las mujeres como mis hijas y yo. Mis hijos deben saber que su legado incluye no solo huir, sino también quedarse e incluso avanzar directamente hacia el peligro.

Cuando me fui de la cafetería, caminé por una calle lateral tranquila. Miré hacia arriba y vi que el letrero de la calle tenía un nombre que hace unos años jamás habría reconocido: calle Haviva Reik. Junto con Hannah Senesh, Haviva se unió al ejército británico como paracaidista, ayudó a miles de judíos eslovacos y rescató a soldados aliados. Los increíbles legados de mujeres fuertes siempre han estado a nuestro alrededor; si tan solo nos diéramos cuenta, si tan solo conociéramos sus historias.



Jamileth


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