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El Estado mexicano usa acciones contrainsurgentes contra el movimiento feminista
Por Laura Castellanos | The Washington Post Reportera independiente que escribe de subversiones, autora de los libros ‘México Armado 1943-1982’ y ‘Crónica de un país embozado 1994-2018’. Durante la marcha de mujeres del 8 de marzo (8M) de 2020 en Ciudad de México, mientras veía a jóvenes embozadas arrancar una valla que impedía su paso a la plaza del Zócalo, detrás de mí sonó un estruendo que dejó una nube de humo y un griterío. En la esquina de avenida Juárez y Eje Central un puñado de activistas rodeaba a una mujer que yacía en el suelo, con el rostro ensangrentado y quemaduras leves en los brazos. “Los policías patearon un artefacto que traía un cohetón”, me dijo aún conmocionada. A unos cinco metros de la manifestante herida, una fila de mujeres policías permaneció sin inmutarse. “El artefacto” era un gran bote de basura de metal abollado. No hubo detenciones policiacas. Ese tipo de ataques son acciones contrainsurgentes directas que el Estado mexicano ha realizado contra las feministas, como parte del principal movimiento opositor del país. Entre otras, están: desacreditación social, represión policial en protestas, persecución judicial, y cateo ilegal y criminalización de activistas en la capital previo a la marcha del 8M de 2021, de acuerdo a la Brigada Humanitaria de Paz Marabunta. También el uso excesivo en las manifestaciones de la fuerza policiaca, así como de dispositivos químicos y balas de goma que no están regulados (lo cual fue negado por las autoridades). Los mecanismos contrainsurgentes han sido utilizados desde los años 1950 para sofocar movimientos o grupos radicales, como lo registró Carlos Montemayor en su libro La violencia de Estado en México. Ahora se usan para acometer a la beligerante cuarta ola feminista, que recurre a acciones subversivas de protesta contra la vorágine de violencia de género que ha provocado 20,000 mujeres desaparecidas y 10 asesinadas en promedio cada día. La tesis central de Montemayor es que la violencia institucional es la que provoca la violencia popular y no al revés, como hace más de medio siglo lo ha justificado la narrativa del aparato de Estado. Dice que la primera no solo comprende actos represivos, sino la ausencia de políticas públicas estructurales, corrupción, impunidad en la procuración e impartición de justicia, y legislación que criminaliza, entre otras. El descontento social brota para zanjarla. Pero Montemayor advierte que cuando un movimiento radical irrumpe con alguna exigencia, el Estado lo descalifica, niega la violencia institucional, y recurre a mecanismos contrainsurgentes para sofocarlo en defensa de “la paz social”, comprendida como la ausencia de descontento social. Estos son la violencia directa, desacreditación del movimiento y sus líderes, criminalización, persecución judicial, encarcelamiento, actuación de grupos paramilitares y la creación de programas sociales populistas, entre otros. Tales mecanismos escalan el descontento social a la violencia popular, que a su vez será combatida desde el Estado con los mismos mecanismos, como ha sucedido con las guerrillas, células anarquistas, autodefensas y guardias comunitarias, resistencias de pueblos originarios en defensa de su territorio, y el Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Dichas expresiones sociales fueron incluidas entre las diez principales amenazas de seguridad de la Agenda Nacional de Riesgos, documento reservado de seguridad nacional del gobierno de Enrique Peña Nieto. La revista Contralínea publicó sobre tales amenazas. Ignoro si el actual gobierno de Andrés Manuel López Obrador considera en la agenda a los movimientos sociales radicales —entre estos al feminista— como una amenaza de seguridad interior. Los mecanismos contrainsurgentes garantizan la permanencia del orden patriarcal, por lo que empleados contra mujeres inconformes llevan implícita la violencia de género. La socióloga Irma Saucedo me dijo en entrevista que las jóvenes feministas de la cuarta ola, que realizan acciones transgresoras de protesta, han sido acusadas por el gobierno de vándalas, manipuladas o infiltradas porque la violencia ha sido monopolio del aparato de Estado y de los hombres, mientras la sociedad espera que las mujeres actuemos con dulzura, docilidad y pasividad. Para el presidente las feministas son una amenaza para su gobierno porque dice que son “manipuladas” por sus adversarios. El 8M de este año cercó Palacio Nacional con enormes vallas de metal. Hubo denuncias de la golpiza policial dada a una adolescente detrás de las vallas; y de atropellos diversos realizados por policías, algunos vestidos de civil, entre estos provocar a las manifestantes con insultos de lenguaje sexualizado, así como esposar a mujeres fotoperiodistas. El presidente felicitó a los policías por su desempeño. “Resistimos”, dijo en una conferencia. Que el amplio movimiento de mujeres sea horizontal y combativo, sin líderes visibles, hace de cualquier activista que se inconforma, sobre todo las jóvenes, una enemiga en potencia para el aparato de Estado. En su informe La era de las mujeres: Estigma y violencia contra mujeres que protestan, Amnistía Internacional denunció que las autoridades mexicanas emplearon la fuerza ilegal y la violencia sexual para reprimir manifestaciones no solo en la capital, también en los estados de Sinaloa, Guanajuato, Quintana Roo y el Estado de México. A esta lista se sumó Aguascalientes en el 8M del 2021. En la capital 13 jóvenes feministas han denunciado ser foco de persecución por parte de la Fiscalía de Justicia local. Acusan que desde el 18 de noviembre les fabricó delitos de daño a la propiedad, lesiones y robo a negocio, expuso sus datos personales y vinculó con el grupo anarquista Bloque Negro. Una de ellas atestiguó el cateo que policías realizaron un día antes del 8M a una vivienda en la que un grupo feminista ensayaba un acto circense para la marcha. La Fiscalía informó que en el lugar decomisaron seis armas punzocortantes, nueve bombas molotov y 18 kilos de marihuana. Las jóvenes refirieron que los policías les sembraron esas evidencias. En el pasado, el Estado ha empleado mecanismos contrainsurgentes extremos, como la ejecución extrajudicial y la desaparición forzada. Otros han sido la cooptación e infiltración, pero se han hecho más sofisticados. Antes esas tareas quedaban a cargo de personal de inteligencia. El gobierno de Peña Nieto, por ejemplo, cooptó a universitarias de carreras sociales, con sueldos generosos, para infiltrarlas en el movimiento que exigía la presentación de los 43 estudiantes de la normal de Ayotzinapa desaparecidos en 2014, como señalé en Crónica de un país embozado 1994-2018. Hoy el Estado mexicano confronta, de forma inédita, un amplio y combativo movimiento de mujeres, entre ellas las que no se asumen feministas pero comparten una ideología antipatriarcal. Su pluralidad de frentes (institucional, electoral, autónomo, comunitario), y causas (contra la violencia de género, por la paridad de género, el derecho al aborto, en defensa del territorio de los pueblos originarios, antirracista, por los derechos de las personas trans y las migrantes, entre otros) trasciende el escenario de las protestas urbanas y diversifica los embates en su contra. Depende del aparato de Estado realizar los cambios estructurales exigidos o seguir usando acciones antisubversivas contra las inconformes, con conocimiento histórico de que con ello hace crecer la espiral que las violenta, pues a mayor violencia contrainsurgente podría corresponder más radicalidad y violencia popular protagonizada por mujeres. aranza |
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