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Conservador, conservador, conservador… cantaba la rana
Emiliano Monge, El País La mayoría lo tenemos claro. Nuestro presente transformó en realidad aquel viejo dicho que reza: si repites una y otra vez y una más una mentira, ésta terminará —casi siempre— convirtiéndose en verdad. Lo que casi nadie tenía claro (Donald Trump debe seguir dándole vueltas al asunto) era que esas falsas verdades contuvieran su propio tope de repetición, suerte de caducidad que terminaría convirtiéndolas en un eco esperpéntico, negándoles así cualquier sentido. Digo casi nadie porque, cuando menos Lorrie Moore, la extraordinaria cuentista y novelista norteamericana —para mí, la mejor de su generación, con permiso de Foster Wallace, Elizabeth Wurtzel, Jonhatan Franzen, Myla Goldberg o Jeffrey Eugenides—, supo advertirlo y supo también metaforizarlo, como queda claro cuando se lee ¿Quién se hará cargo del hospital de las ranas? Hay situaciones en que una palabra, repetida cien veces, puede volverse su contrario, pero, cuando esa palabra es repetida ciento cincuenta o doscientas veces, termina por romperse y se convierte en el croar de una rana, en el canto del fango. Y, como las palabras no pueden perderse para siempre, lo que sigue, por fuerza de realidad, es un largo silencio, silencio tras el cual, al volver a ser pronunciada, la palabra retornará con su sentido original. Evidentemente, en México aún estamos lejos de ese instante, de ese retorno, pues, en el que una palabra desnaturalizada —pensemos, por ejemplo, en un vocablo como “conservador”— emergerá del lodo recuperando, recobrando su sentido, pues aún estamos lejos de aquel silencio que, sin embargo, puede advertirse más allá, en el horizonte. A fin de cuentas, avanzamos —por más lento que lo hagamos— de manera ineluctable y firme hacia esa repetición que colmará y romperá las palabras y, con ello, la dictadura de la posverdad. Un juez que defiende un orden previo puede, sin lugar a duda, ser descrito como conservador, lo mismo que un medio de comunicación cuya línea general se adscribe a ese espectro político que agrupamos bajo el término de derecha y lo mismo, también, que un terrateniente que se opone al cambio del uso de suelo en su hacienda, para que el Estado no se apropie de sus tierras. Pero un defensor del territorio que se opone al cambio del uso de suelo en terrenos que pertenecen a todos los mexicanos y que, en nombre de la vida, la justicia social y la igualdad se opone a la construcción de una hidroeléctrica, no, no puede ser descrito como conservador. Como tampoco puede ser descrito así, como conservador, un medio de comunicación cuya única línea es la libertad de expresión de todos y cada uno de sus periodistas o un juez cuya acción defienda la ley de un pasado que, precisamente, la sociedad ya ha superado, un juez, pues, que se opone a que el pasado tome por asalto el presente, poniendo en riesgo el futuro común. Aunque, pensándolo mejor, claro que se puede. Por supuesto que se puede acusar de conservador —conservador, conservador, conservador— a quien sea, en tanto el discurso acusatorio, el mismo que abraza la posverdad y descompone las palabras, sea, como ha sucedido durante siglos y como sucede hoy en nuestro país, propaganda. Propaganda, esa forma de transmisión parcial de las ideas, a través de la cual se esconde al mismo tiempo que se devela parte de una realidad; esa forma de utilización de las palabras, a través de la cual se esconde, al mismo tiempo que se devela parte de un sentido. Puede parecer nueva, pero la posverdad no es sino la propaganda de toda la vida, aunque la posverdad ponga el acento en el vocablo y no ya en la oración. Y es por esto, porque conocemos la historia de la propaganda, que podemos advertir la de la posverdad, aventurando que ese silencio que al final habrá de restituir a las palabras no está tan lejos. Y es que hay un asunto que parece irrelevante, pero que es el corazón del logos del poder, del poder en tanto palabra: ese silencio reparador, ése al que se refiere Lorrie Moore, no deviene del callarse del poder, no deviene, pues, de un cambio de actitud del poderoso —él repetirá la palabra esa vez ciento cincuenta o doscientos— sino del hartazgo de la gente, del instante en el que ésta decide dejar de escuchar —lo mismo da que el poder lo encarne un padre que lee la Biblia, que un gobernante que apostola su evangelio— ya sea por cansancio, decepción, necesidad, supervivencia. Cuando uno duerme junto a un lago infestado de ranas, las primeras noches las pasa en vela; las siguientes, duerme a ratos, aunque a ratos se espabile. Luego llegan las noches en las que uno consigue dormir casi sin interrupciones. Y, al final, cuando los oídos dejan de escuchar, cuando filtran la realidad, se duerme de un tirón. Pero volvamos al croar del poder: cuando uno escucha, a todas horas y lanzada contra cualquiera que no sea su emisor, la palabra conservador, se puede perder el sueño, las primeras noches. Luego, sin embargo —cuando uno se da cuenta de que, para colmo, los liberales son aquellos que atan el futuro energético a los combustibles fósiles, los generales de un Ejército que tortura y desaparece ciudadanos, los empresarios que cenan en Palacio para no pagar impuestos o los candidatos formados en NXIVM que salen de misa endosando su voto—, se duerme, aunque por ratos el croar nos espabile. Después llegan las noches en las que apenas nos interrumpe el sueño uno de esos instantes de espabilamiento repentino, en los que uno mismo se descubre acusado de conservador por demandar, al gobierno, que no sea conservador ni en lo económico ni en lo social ni en lo cultural—. ¡Conservador, conservador, conservador! El coro seguirá ahí, aunque uno esté dormido y sueñe con un país en el que ciertos conservadores rezan para que las cosas acontezcan y los demás conservadores lo hacen para que no acontezcan. Por suerte, el oído se habrá habituado, las palabras se habrán retirado y dejaremos de escuchar al croar del poder. Sólo entonces, poco a poco, retornará el sentido de las palabras y acabará la posverdad. Y los conservadores serán los partidarios de los valores tradicionales. Valores tan tradicionales como el presidencialismo. JMRS |
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