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La miseria de Argentina se hace más profunda durante la pandemia


2021-04-20

Peter S. Goodman and Daniel Politi, The New York Times

Before the pandemic, Carla Huanca and her family were making modest but meaningful improvements to their cramped apartment in Antes de la pandemia, Carla Huanca y su familia hacían modestas pero significativas mejoras a su pequeño apartamento en los barrios pobres de Buenos Aires, en Argentina.

Trabajaba como estilista. Su pareja atendía el bar en un club nocturno. Juntos tenían un ingreso de alrededor de 25,000 pesos (cerca de 270 dólares) a la semana, suficiente para agregar un segundo piso a su hogar, con lo que crearían espacio adicional para sus tres hijos. Estaban a punto de colocar el yeso en los muros.

“Entonces, todo cerró”, dijo Huanca, de 33 años. “Nos quedamos sin nada”.

Durante el confinamiento, la familia necesitó ayuda de emergencia del gobierno argentino para poder comprar comida. Se resignaron a los muros sin yeso. Pagaron el servicio de internet inalámbrico para que sus hijos pudieran tomar sus clases a distancia.

“Hemos gastado todos nuestros ahorros”, dijo Huanca.

La devastación económica global que ha acompañado a la COVID-19 ha sido especialmente desoladora en Argentina, un país que entró a la pandemia con una profunda crisis. Su economía se contrajo casi un 10 por ciento en 2020, lo que marcó el tercer año consecutivo de recesión.

La pandemia ha acelerado un éxodo de inversión extranjera, lo que ha hecho disminuir el valor del peso argentino. Eso ha incrementado los costos de importaciones tales como comida y fertilizante y ha mantenido la tasa de inflación por encima del 40 por ciento. Más del 40 por ciento de los argentinos están sumidos en la pobreza.

Voluntarios en un comedor de beneficencia en los barrios pobres de Buenos Aires, el 12 de abril de 2021. (Sarah Pabst/The New York Times)

Voluntarios en un comedor de beneficencia en los barrios pobres de Buenos Aires, el 12 de abril de 2021. (Sarah Pabst/The New York Times)

Sobre la vida nacional se cierne una inevitable renegociación dentro de unos meses con el Fondo Monetario Internacional (FMI), una institución que los argentinos detestan ampliamente por haber impuesto una austeridad presupuestaria paralizante como parte de un paquete de rescate hace dos décadas.

Con sus finanzas públicas agotadas por la pandemia, Argentina debe acordar un nuevo plazo de repago por los 45,000 millones de dólares en deudas al FMI. Esa carga es el resultado del rescate financiero más reciente del fondo y el más grande en la historia de la institución (un paquete de préstamos extendidos a Argentina en 2018 por 57,000 millones de dólares).

Ahora, bajo una nueva administración, el fondo ha disminuido su tradicional reverencia a la austeridad, con lo que ha aliviado algo de la habitual ansiedad. A pesar de eso, las negociaciones ciertamente serán complejas y políticamente tempestuosas.

El gobierno argentino, encabezado por el presidente Alberto Fernández, está lleno de discordia antes de las elecciones intermedias en octubre. La administración enfrenta un difícil desafío de parte de la izquierda, con Cristina Fernández de Kirchner (expresidenta y actual vicepresidenta) que exige una postura más combativa con el FMI.

Los negocios expresan que el gobierno ha fracasado en encontrar una estrategia que pueda generar un crecimiento económico sostenido. Liberar a Argentina del estancamiento y la inflación es un objetivo que los líderes del país no han podido alcanzar durante décadas. En un país que ha caído en el impago de su deuda soberana en al menos nueve ocasiones, el escepticismo persigue de manera perpetua las fortunas nacionales al limitar la inversión.

“No hay un plan, no hay un camino hacia adelante”, dijo Miguel Kiguel, un exsubsecretario en el Ministerio de Economía argentino que dirige Econviews, una consultoría con sede en Buenos Aires. “¿Cómo puedes hacer que las compañías inviertan? Todavía no hay confianza”.

La administración de Fernández está contando con los méritos de una relación más cooperativa con el FMI, pues busca asegurar un trato con la institución que le evite al gobierno recortes presupuestarios onerosos y le permita gastar para promover el crecimiento económico.

Tales esperanzas habrían sido poco realistas en otro momento. Desde Indonesia y Turquía hasta Argentina, el FMI ha obligado a los países a recortar el gasto en medio de crisis, con lo que ha eliminado el combustible para el crecimiento económico y ha castigado a aquellos que dependen del alivio público.

No obstante, el FMI actual, dirigido durante los dos últimos años por Kristalina Georgieva, ha moderado la tradicional obsesión de la institución con la disciplina fiscal. Ella ha exhortado a gobiernos a gravar la riqueza para financiar los costos de la pandemia (una medida que Argentina adoptó a finales del año pasado).

El análisis del fondo del panorama de deuda de Argentina, y su conclusión de que la carga no era sostenible, marcaron el trabajo preliminar para un acuerdo con acreedores internacionales el año pasado. Los inversionistas finalmente aceptaron una oferta de canje por alrededor de 66,000 millones de dólares en bonos, con lo que superaron la oposición del más grande administrador de activos en el mundo, BlackRock.

El gobierno argentino procede con base en la suposición de que puede asegurar un acuerdo con el fondo que le permitirá al país posponer de manera significativa sus deudas, lo que le brindará alivio de los pagos pendientes (3800 millones de dólares este año y más de 18,000 el próximo) sin requerimientos estrictos de recortar el gasto.

“El liderazgo del FMI ha dejado en claro que este es el marco de referencia”, dijo Joseph Stiglitz, Premio Nobel de Economía, en la Universidad de Columbia en Nueva York. El nuevo acuerdo reflejará al “nuevo FMI”, dijo, “que reconoce que la austeridad no funciona y que reconoce sus inquietudes sobre la pobreza”.

La esperada flexibilidad del FMI con Argentina refleja su confianza cada vez más profunda en Fernández y su ministro de Economía, Martín Guzmán, quien estudió con Stiglitz.

En la superficie, su administración representa un regreso a la forma de pensar que ha animado la vida pública de Argentina desde la década de los cuarenta durante el liderazgo de Juan Domingo Perón. Su presidencia tuvo una autoridad estatal poderosa, generosidad pública para los pobres y desprecio a las consideraciones presupuestarias.

Los políticos peronistas desde entonces han arrojado cascadas de ayuda a las comunidades en apuros y han gastado sin mesura, por lo que han tenido que imprimir pesos para pagar las cuentas. Eso con frecuencia ha producido inflación rampante, crisis y desesperación. Los reformistas han obtenido el poder de manera intermitente con mandatos para restaurar el orden fiscal mediante el recorte del gasto público. Eso ha enfurecido a los pobres, lo que ha sentado las bases para el siguiente resurgimiento peronista.

El presidente anterior, Mauricio Macri, tomó posesión como la supuesta solución a este ciclo de auges y crisis. Los inversionistas internacionales lo alabaron como la vanguardia de un enfoque de gobierno nuevo y tecnocrático.

No obstante, Macri exageró al explotar su popularidad con los inversionistas. Pedía préstamos de manera exuberante, incluso mientras causaba el disgusto de los pobres con recortes a los programas del gobierno. Su atracón de deuda combinado con otra recesión obligó al país a someterse a la máxima humillación: solicitar al FMI que le tendiera la mano.

En las elecciones de hace dos años, los votantes rechazaron a Macri y ascendieron al poder a Fernández, un peronista. Algunas personas sugirieron que Fernández podría mantener una posición amarga con los acreedores, incluido el FMI. Sin embargo, la administración de Fernández ha demostrado ser pragmática, al ganar la confianza del FMI mientras mantiene la ayuda para los pobres.

“Tenemos que evitar seguir los patrones del pasado que hicieron tanto daño”, dijo Guzmán en una entrevista. “Queremos ser constructivos y resolver estos problemas de una manera que funcione”.

El problema más pernicioso sigue siendo la inflación, una realidad que afecta a negocios y hogares, que se suma a las presiones de los pobres a través de precios más altos de los alimentos.

En el barrio pobre en las afueras del sur de Buenos Aires, la pareja de Huanca hace poco había obtenido de nuevo su antiguo trabajo en el club nocturno, pero los precios al alza de los alimentos y el combustible habían disminuido de manera efectiva sus ingresos.

Entonces, llegó una nueva ola de casos de COVID-19 a su vecindario. El gobierno impuso nuevas restricciones en medio de las preocupaciones por las variantes que se propagan con rapidez en el vecino Brasil. El empleador de su pareja redujo sus horas y recortó su pago a la mitad.

“Tengo miedo de qué pueda pasar ahora”, dijo ella. “Todos estamos muy preocupados”.



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