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Ante la blasfemia


2021-05-25

Fuente: Secretariado de Santa Columba de Segovia

Si eres creyente y blasfemas, piensa en el daño que produces al Señor y a la Virgen y corrígete. 

Hasta hace no mucho tiempo se podía leer en muchos bares un cartel en el que ponía que estaba prohibido blasfemar en ese establecimiento bajo multa de 100 pesetas. Eso es algo que ya ha desaparecido y sólo queda en el recuerdo, pero la mala costumbre de proferir blasfemias no.

Blasfemar es algo muy común entre la gente. En medio de una conversación con otra persona, enseguida se oye un exabrupto contra Dios. Muchos dirán que eso ya forma parte del lenguaje, que es una expresión más, que se dice sin pensarlo o sin malicia. Pero lo cierto es que sigue siendo una ofensa a Dios.

El segundo mandamiento de la ley de Dios dice: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. Prescribe claramente respetar el nombre del Señor. Regula el uso de nuestra palabra en las cosas santas. El nombre del Señor es santo, por eso el hombre no puede usarlo mal. Sólo lo debe emplear para bendecirlo, alabarlo, glorificarlo y adorarlo.

¡Qué ejemplos más bonitos tenemos en los salmos sobre la alabanza! 

Por ejemplo el salmo 96: “¡Cantad al Señor bendecid su nombre! Anunciad su salvación día tras día…”; el salmo 113: “¡Alabad servidores del Señor, alabad el nombre del Señor! ¡Bendito sea el nombre Señor, desde ahora y por siempre! ¡De la salida del sol hasta su ocaso, alabado sea el nombre del Señor!”, el salmo 8, tan popular y conocido: “Señor, Dios nuestro, que admirable es tu Nombre en toda la tierra”, o el salmo 148 pidiendo que alabe al Señor toda la creación: “…alaben el nombre del Señor. El único Nombre sublime; su majestad está sobre el cielo y la tierra”.

Por desgracia, ya no son muchos los sacerdotes que predican en sus homilías contra la blasfemia, pero hay ejemplos, como el apóstol Santiago en su epístola a una comunidad de cristianos, en la que reprueba “a los que blasfeman contra el hermoso nombre de Jesús” (St 2,7). Y otros muchos santos, como San Juan María Vianney, que lucharon por erradicar esa costumbre en las parroquias que les habían encomendado. Y lo lograron a base de oración, penitencia y predicación. 

Durante la persecución religiosa española, fueron cientos los católicos que murieron por su fe, simplemente por vivir una vida cristiana. A muchos de ellos la única condición que les ponían para salvar su vida era que blasfemaran contra Dios. Hay testimonios impresionantes de jóvenes que se negaban a ello con firmeza y en vez de proferir los insultos que los milicianos querían que dijesen, lanzaban alabanzas y vivas a Jesús y la Virgen. Uno de ellos es el de un chico de 16 años, Santiago Mosquera y Suárez de Figueroa, de la diócesis de Toledo, al que detuvieron y obligaron a blasfemar, al negarse a ello, los golpes y palizas empezaron a caer sobre él. Después de sufrimientos indecibles le llevaron a fusilar, no murió, fue herido gravemente. Al día siguiente escucha que se acerca el sepulturero, al cual le pide ayuda, la condición que le pone éste nuevamente es que blasfeme; la respuesta de Santiago “Prefiero morir antes que ofender a Dios”. El sepulturero coge un pico y de un golpe acaba con su vida. Impresio
nante. Merece la pena leer lo que se ha escrito sobre él y sobre otros tantos. 

Todos ellos predicaron con el ejemplo, de palabra y de obra, sobre la importancia que tenía el no blasfemar. 

Alguien me decía que en su trabajo era algo continuo el escuchar esta clase de juramentos contra Dios, la Virgen o los santos y que había hecho lo imposible por convencer a sus compañeros para que no las dijesen, pero todo en vano, así que decidió que cada vez que oyese a alguien insultar a Dios, él, interiormente, decía al Señor una alabanza o una oración de bendición, como acto de reparación por la ofensa hecha a Dios. 

Creo que es un buen ejemplo que puede imitar, cada uno en su lugar de trabajo o centro de estudio, en su casa o en la calle. Aunque nos parezca que no sirve de nada esa oración, claro que sirve, es un acto de amor hacia el Señor y todo lo que se hace con amor tiene su recompensa. 

La Virgen en su aparición del 13 de octubre en Fátima, pidió “que no se ofenda más a Dios, que ya está muy ofendido”. Y en Pontevedra le mostró su Corazón a la Hermana Lucía diciéndola: “Mira mi Corazón, cercado de espinas que los hombres ingratos me clavan sin cesar con blasfemias e ingratitudes. Tú al menos, procura consolarme y di que todos los que durante cinco meses seguidos en el primer sábado se confiesen, reciban la Sagrada comunión, recen el Rosario y me hagan compañía durante 15 minutos meditando en los misterios del rosario con el fin de desagraviarme, les prometo asistir en la hora de su muerte con las gracias necesarias para su salvación.” La Virgen pide expresamente que no se la ofenda más y que se haga un acto de reparación por esos pecados.

Frente a esas expresiones de odio o reproche a Dios, la Iglesia ha recogido otras, llamadas alabanzas de reparación, que reza durante la exposición del Santísimo, pero que pueden decirse en cualquier otro momento como acto de amor a Cristo: “Bendito sea Dios”, “Bendito sea su santo Nombre”, “Bendito sea el Nombre de Jesús”, “Bendito sea el Nombre de María Virgen y Madre”…

Si eres creyente y blasfemas, piensa en el daño que produces al Señor y a la Virgen y corrígete. Si no lo haces, a lo mejor son personas de tu familia o amigos cercanos a los que si que “se les escapa” en algún momento esas palabras; quizás con la confianza que puedas tener con ellos, les puedas comentar que no las digan. Seguramente que si se lo explicas bien y te tienen aprecio, se corrijan. 

Es por Cristo por quien sacas la cara y Él ya lo dijo: “El que se avergüence de Mí y de Mis palabras, de éste se avergonzará el Hijo del Hombre cuando venga en Su gloria” (Lc 9,6).

Ojalá salgan siempre de nuestros labios oraciones de alabanza al Señor, como la que dijo el profeta Daniel: “Bendito tu Nombre, santo y glorioso, a él gloria y alabanza por los siglos”.



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