|
Formato de impresión |
Juego de tronos a la mexicana
Antonio Ortuño | El País La sucesión presidencial ha sido siempre tema de primer orden en México. Un buen ejemplo de su importancia histórica es que justo de ese modo, La sucesión presidencial en 1910, se llamó el libro en que Francisco I. Madero (ese prócer con el que tanto se compara el actual mandatario, Andrés Manuel López Obrador) cuestionó en 1908 las reelecciones indefinidas de Porfirio Díaz y llamó, entre otras cosas, a que las votaciones fueran, en adelante, justas y claras. Madero y su libro agitaron tanto el ambiente que en 1910 se celebraron las elecciones, sí, pero también se desató una revolución que sacó al dictador del poder. Y hay que recordar que muchos intelectuales porfiristas, en su día, sostuvieron que Madero “adelantó los tiempos”, porque “no era momento” de hablar de eso… Es decir, la misma cantaleta que oímos entonar desde la porra del mandatario en turno cada vez que el asunto toma vuelo. La sucesión cobra esas dimensiones porque somos un país devotamente presidencialista, en el que los comicios son vistos como una de esas pirinolas que, al que las gira y gana, le indican: “Toma todo”. Los presidentes mexicanos se consideran ungidos por la voluntad del pueblo y, mientras les dura el poder, lo ejercen como reyes. Esa es la norma y pocos, a lo largo de los años, han querido cambiarla. Porque no hay que ser demasiado perspicaz para darse cuenta de que quienes se dedican a la política en nuestro país suelen ser personas dispuestas a obedecer ciega y acríticamente a los que mandan… porque esperan con alevosía el turno de mandar ellas mismas. Los poderes omnímodos de los presidentes se recortaron, sin embargo, de forma relativa y paulatina, durante nuestra “transición democrática”. Pero ni mermaron demasiado ni la pretensión de restablecerlos ha dejado, por un segundo, de estar allí. Calderón y Peña Nieto mostraron rasgos autoritarios en numerosas ocasiones, y si no llegaron a más fue solo porque no contaron con mayorías en el Congreso que se los permitieran. Algo similar ha sucedido con López Obrador, con el agravante de que el actual presidente cuenta con más respaldo y, por ello, ha sido más agresivo que sus antecesores en la intención de acaparar poderes para sí, embistiendo cualquier contrapeso institucional. Solo que, en el juego del presidencialismo, el tiempo termina por devastar incluso la hegemonía más pintada. Estamos a mitad del sexenio, han pasado las elecciones intermedias y, aunque al presidente no le guste (él siente que apenas se está acomodando en la silla, pero el 2024, en términos políticos, está a la vuelta de la esquina), el tema de la sucesión ya arrancó e irá cobrando cada vez más fuerza en la esfera pública. El panorama que se abre al respecto es el más incierto en muchos años. Hace unos meses, parecía claro que el canciller Marcelo Ebrard y la jefa de Gobierno de la capital, Claudia Sheinbaum, se disputarían la candidatura de Morena, el partido en el poder. Pero la caída de la Línea 12 del metro, construida a trompicones durante el periodo de Ebrard en el Gobierno y colapsada en medio del escaso mantenimiento y los recortes de Sheinbaum, los ha dejado muy tocados a ambos. ¿Podrán reponerse o saltará un tercer contendiente, como el senador Monreal, cuyo propio poder es notable? Y, por otro lado, ¿quién podrá agrupar a la oposición acéfala, que apenas apiñada en una alianza incompleta y bendecida por millones de votos “útiles” de desengañados consiguió frenar un poco a Morena en los pasados comicios? Nadie parece tener el carisma y arrastre necesarios para hacerlo (aunque algunos gobernadores con mucha cola que les pisen anden de apuntados). ¿La debilidad de propios y ajenos llevaría a López Obrador a plantearse la opción de impulsar cambios constitucionales que le permitan buscar la reelección? Él ha sostenido siempre que no lo hará. Ya veremos si no cambia de opinión a medida que los tiempos se agoten y la caballada siga igual de flaca… Jamileth |
|
� Copyright ElPeriodicodeMexico.com |