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Los retos de una profesora chilena para dar clases en línea
Por EVA VERGARA SANTIAGO (AP) — La profesora chilena Marcela García imparte clases de Ciencias sentada sobre tres cojines acomodados en una silla de su comedor, mientras sus alumnos la escuchan desde su cama porque ambas partes carecen de un espacio adecuado para enfrentar la enseñanza remota impuesta por la pandemia. Con el agravamiento de la emergencia sanitaria, profesores y alumnos tuvieron que asumir las clases en línea sin preparación previa y muchos sin las herramientas necesarias para dar y recibir la educación a distancia que, coinciden expertos, ha afectado negativamente el aprendizaje. Marcela, de 46 años y mamá de dos hijos, da clases en el colegio particular San José de Puente Alto, una de las barriadas más grandes y pobres de la capital chilena y que generalmente reporta la mayor cantidad de contagiados de coronavirus entre las 52 comunas del gran Santiago. En Chile hay más de una docena de fundaciones privadas que mantienen escuelas para menores vulnerables. Sus 405 alumnos se dividen en nueve cursos del nivel medio del bachillerato, casi todos son pobres y los padres de muchos no manejan el internet ni el computador, por lo que los niños trabajan sin ayuda. “La mayoría hace clases en sus dormitorios, sentados en la cama... Acá los niños no tienen espacio, comparten a veces los pocos metros cuadrados con sus hermanos, con su familia, o viven hacinados”, cuenta Marcela a The Associated Press. Ella, sus hijos y su padre comparten un departamento en el centro de la ciudad, por lo que también carece de un lugar adecuado para dictar clases. “Yo me siento en una silla del comedor, la tengo con tres cojines para sentarme, igual termino con la espalda molida, los pies se me hinchan y a veces las manos también”. “En casa de herrero cuchillo de palo” es el dicho que predomina en su casa. “Mi hijo en estos momentos debe cinco pruebas porque no he tenido tiempo para sentarme con él para hacer sus tareas porque estoy todo el día en función de mis estudiantes”, señala. Su hijo Eduardo, de 7 años, comparte un viejo computador con su hermana Sofía, de 21. Eduardo toma clase por las mañanas, pero cuando Sofía tiene alguna prueba o trabajo de la universidad al mismo tiempo, él se queda sin clases. Marcela pasa toda la mañana sentada en su silla con cojines, luego prepara el almuerzo y por la tarde organiza las clases del día siguiente. Dos veces por semana tiene reuniones con los directivos de su escuela, revisa pruebas y guías, y cuando tiene algo de tiempo extra hace las tareas domésticas. Ella y varios de sus colegas usan un computador que le prestaron en el colegio porque el suyo era demasiado lento para impartir clases y no le permitía tener muchos programas abiertos. La escuela también prestó tabletas electrónicas a los alumnos, pero no alcanzó para todos. “Los niños se conectan con lo que tienen, algunos con computador, otros con celular. Tengo el caso de una familia con dos niños y con un solo computador y no hay celular. ¿Qué hacen? Un día se conecta uno y al otro día el otro y así van turnándose por días. Tampoco están en todas las clases ni todas las horas”, relata. Los estudiantes sin conexión reciben una guía escrita con materias y preguntas y las entregan al colegio una vez por mes. Aunque las clases son en línea, la mayoría de sus alumnos no activan sus cámaras “no porque no quieran; les da vergüenza muchas veces mostrar su casa, el lugar donde viven”, dice Marcela. Organismos internacionales coinciden en que los estudiantes están aprendiendo menos con las clases en línea, especialmente quienes tienen dificultades de conexión. Un diagnóstico oficial sobre lo que aprendieron los estudiantes chilenos de bachillerato durante las clases en línea en 2020 mostró que en Lectura ninguno alcanzó el 60% de los conocimientos necesarios para aprobar la asignatura y en Matemáticas lograron sólo un 47%. A partir del segundo semestre del año pasado, la cantidad de conceptos a trabajar se redujo a la mitad. Sin embargo, la profesora dice que sus alumnos “están aprendiendo más, al menos en mi caso” porque como se aborda menos material “me permite explicar y extenderme más en cada contenido”. Cuenta que las cuatro semanas que en su escuela se hicieron clases presenciales --dos en marzo del año pasado y dos este año— “nosotros siempre estábamos con aforo máximo y con dos o tres grupos rotativos”. Agrega que los niños quieren estar en la escuela porque tiene problemas de conectividad o “porque sienten que en la casa aprenden menos”. La comunicación con los padres y apoderados también “es muy difícil” porque las reuniones también son en línea. Además, se les suma “otro trabajo que es súper pesado: ahora tengo que llamarlos por celular para saber cómo están ellos”. “Mis apoderados tienen mi celular y ahora me llaman a cualquier hora, y sábado y domingo me mandan mensajes. Es un bombardeo de preguntas. No piensan que también tenemos familia, que queremos descansar”, cuenta con voz cansada. Jamileth |
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