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Lionel Messi enfrenta a sus fantasmas en la final de la Copa América


2021-07-10

Rory Smith, The New York Times

El partido contra Brasil es otra oportunidad para que Messi y Argentina consigan un título que persiguen desde hace una generación.

Apenas regresó al vestuario, lejos del resplandor de las cámaras y de los ojos del mundo, Lionel Messi se deshizo de él. En la cancha del Maracaná le habían entregado el Balón de Oro, el premio al mejor jugador en el Mundial de 2014, y lo aceptó porque era la única opción decente que tenía.

Sin sonreír, había sostenido el trofeo con cuidado, con delicadeza, durante todo el tiempo que lo pudo soportar como si fuera una bomba que pudiera estallar en cualquier segundo. Sin embargo, tan pronto como pudo, se lo entregó a Alfredo Pernas, uno de sus colaboradores de mayor confianza en el personal de la selección argentina, para que hiciera lo que tuviera que hacer con él. A Messi no le importaba.

Todo lo que sabía era que no lo quería. ¿Por qué querría tenerlo? Le habían entregado el trofeo solo unos minutos después de que Argentina perdiera la final de la Copa del Mundo, después de que el único galardón que más ansiaba en el fútbol se le había vuelto a escapar. No necesitaba grabar un recuerdo de esa noche en su cerebro. Luego dijo que lamentará esa derrota por el resto de su vida.

Siete años después, Messi regresa al Maracaná este fin de semana. Esta vez, podría ganar la Copa América, en vez de la Copa del Mundo, y es Brasil el que se interpone en su camino, en vez de Alemania. Sin embargo, la final del sábado se siente como la oportunidad de Messi, quizás su última y mejor oportunidad para “enfrentar los fantasmas” de 2014, como lo expresó Cristian Grosso esta semana en una columna del diario La Nación.

Lamentablemente, eso no siempre se cumple. No hay bálsamo para el dolor persistente de esa derrota ante Mario Götze y Alemania. Cuando Pernas se llevó el trofeo que no quería, cuando lo sacó de su vista, y de su mente, Messi se sentó en el vestuario y lloró, dijo su amigo y compañero Pablo Zabaleta, “como un bebé”. En eso, no estaba solo.

Messi ha dicho que nunca ha podido volver a ver el partido (aunque no está del todo claro por qué alguien esperaría que lo hiciera). En realidad, no hace falta: las cosas que podría haber hecho de otra manera, las ocasiones desperdiciadas por Gonzalo Higuaín y Rodrigo Palacio están grabadas en su alma. Lo perseguirán por el resto de sus días, ya sea que gane la Copa América este fin de semana o la Copa del Mundo el año que viene. Pero nunca ganará esa Copa del Mundo. Nunca volverá a tener esa oportunidad.

Eso no quiere decir que a Messi le haya faltado ímpetu durante las últimas tres semanas. Abrió el torneo con un brillante tiro libre contra Chile, no tiene sentido describirlo: sabes cómo se ve, porque era Messi, y fue un tiro libre, y puedes imaginar cómo se ve eso. Desde entonces, apenas se ha detenido para respirar.

Marcó dos veces más en una goleada contra Bolivia, agregó otro gol al final de la victoria de cuartos de final contra Ecuador y luego creó la oportunidad de gol para Lautaro Martínez en la semifinal contra Colombia. Sin embargo, nada simboliza mejor el estado de ánimo de Messi en el torneo como lo que sucedió durante la ronda de penaltis que resolvió ese partido.

Messi siempre ha sido un genio tranquilo y poco expresivo. Incluso sus compañeros de equipo reconocen que no es exactamente un líder demagogo enardecido. No conmueve corazones ni ciñe los lomos con su retórica altísima; no solo inspira con sus acciones sino también con su presencia.

A veces, puede ser tan sereno en el campo que casi parece distante, desapegado de lo que se desarrolla en el juego. Messi siempre ha dado la impresión de ver el fútbol de una manera diferente a casi cualquier otro humano: una perspectiva elevada, a vista de pájaro que le permite ver ángulos y pases y patrones de juego que eluden los demás. Hay ocasiones en las que es posible creer que ve el juego con tanta claridad que también puede percibir su falta de sentido.

Sin embargo, eso cambió contra Colombia. Messi estaba en la media cancha, con los brazos en los hombros de sus compañeros, cuando Yerry Mina —quien fue fugazmente su compañero en el Barcelona— ​​dio un paso al frente para cobrar el tercer penal de Colombia.

Falló, y cuando miró hacia otro lado, mientras le daba la espalda a la celebración de Emiliano Martínez, el portero argentino, vio a Messi caminando hacia él, gritando en su dirección. “Baila ahora, baila ahora”, parecía decirle en referencia a las celebraciones de Mina después de la victoria de Colombia en la tanda de penaltis previa.

Por decirlo suavemente, eso estuvo un poco fuera de lugar para Messi: se mostró más agresivo, más confrontativo y más vengativo que de costumbre. Pero no solo fue acorde con su enfoque del torneo, sino también con el de Argentina en su conjunto. Emiliano Martínez, por su parte, fue muy criticado en Colombia por burlarse de sus oponentes durante los disparos al arco; según más de un observador, había ido demasiado lejos.

Sin duda, su réplica, y la de Argentina, es que no es momento para medias tintas. No hay un solo jugador en la selección argentina que la haya visto ganar un Mundial. La mayoría nunca ha experimentado la sensación de levantar el trofeo de la Copa América, que Argentina no gana desde 1993.

Ha llegado a las finales, por supuesto, a muchas: perdió ante Brasil en 2004 y 2007, y ante Chile en 2015 y 2016. Debido a la frecuencia con que se ha jugado el torneo —una vez cada seis meses, podría parecer—, y debido a los recursos de Argentina, tener una generación sin victorias y ver su declive gradual de potencia mundial a subcampeón habitual, es una profunda fuente de vergüenza.

Sin embargo, para Messi es algo más personal. Durante los últimos años, en dos oportunidades ha considerado alejarse de la selección nacional llegando a declarar que le trae más problemas de lo que vale: una vez fue después de perder la final de la Copa América 2016 y lo volvió a decir, de manera más definitiva, tras la temprana eliminación de Argentina de la Copa Mundial 2018.

Fuera de Argentina, se le habría perdonado por hacerlo. Durante años, la federación de fútbol de su país parece haber tenido poca o ninguna idea de cómo construir un escenario adecuado para el mejor jugador de su generación, y posiblemente de la historia. Se esperaba que Messi cargara con las esperanzas de toda la nación en su espalda; se esperaba que cuando tropezara con el peso sería porque era demasiado débil, no porque la carga fuera demasiado pesada.

Además, a nivel personal, no necesitaba el éxito internacional. El fútbol ha pasado de la época en que la grandeza se forjaba al calor de las copas del mundo y los campeonatos continentales. Cada vez más, es la Liga de Campeones la que define no solo el estado de un jugador, sino también su legado. Allí es donde Messi, ganador de cuatro títulos con el Barcelona, ​​se hizo inmortal.

Y es posible que todavía no se retire. Messi regresó después de 2016 y regresó después de 2018 y sigue allí, a los 34 años, oficialmente como agente libre después de que expiró su contrato con el Barcelona. Incluso cuando los años restantes de su carrera se ven envueltos repentinamente en la incertidumbre (la precaria situación financiera del club hace que parezca que, en realidad, no podrá volver a ficharlo) Messi está haciendo lo que ha tenido que hacer durante una década y media: impulsar a la selección argentina.

En los primeros años de su carrera hubo momentos en los que ocasionalmente se afirmó que Messi no sentía mucha pertenencia por Argentina, y que Argentina tampoco sentía una pertenencia especial con Messi, como habría sido el caso si no hubiera vivido en Europa, en España, desde niño. Había una gran distancia entre él y su patria, lo que, teóricamente, significaba que no podía replicar su estilo de juego en la selección nacional.

Que Messi siga aquí, intentándolo, es la prueba definitiva de la falsedad de esa creencia. No está en Brasil porque quiere compensar su decepción personal en 2014. Eso, como él sabe, es imposible. Algunas cicatrices nunca se curan. Como siempre, está aquí porque quiere enfrentar los fantasmas de otros: todos los casi triunfos de Argentina, todas sus decepciones y todos sus años de espera.

Él sabe que se le acaba el tiempo. Tiene una oportunidad más, de manera realista, de ganar una Copa del Mundo, en Catar a finales del próximo año. No es imposible que vuelva a la Copa América también: tendrá 37 años cuando se juegue el próximo torneo, en 2024. Para ese entonces, habrá estado jugando con su selección durante dos décadas. Si tiene algún arrepentimiento, le acompañará el resto de su vida. Pero no quiere perder ni un segundo.

Dentro de la UEFA, la emoción predominante será el alivio. Alivio, hasta cierto punto, de que la Eurocopa haya sido un éxito. No se ha visto afectada por brotes de coronavirus. No se ha complicado con más cierres o restricciones de viaje. No se ha jugado con estadios vacíos como telón de fondo.

Sin embargo, muchos descansarán cuando termine. Incluso sin la pandemia, este torneo fue una pesadilla logística: 11 estadios en 11 ciudades repartidos en cuatro zonas horarias, todos sujetos a diferentes condiciones locales. Dentro del fútbol europeo no quedarán ganas de volver a organizar un torneo pancontinental.

Y eso, francamente, es algo bueno. No simplemente porque algo se pierde, por leve e insignificante que sea, cuando un torneo no es organizado por una sola nación —lo que ha atraído a fanáticos de todo el mundo, cambiando la estructura del lugar al que llaman hogar incluso si solo es por un mes— sino porque la difusión de los partidos ha comprometido la integridad de la competencia.

El extravagante programa español llamado El Chiringuito se sumergió en el terreno de las teorías de la conspiración cuando sugirió, el miércoles por la noche, que la Euro 2020 se había “moldeado” a favor de Inglaterra, pero que la estructura del torneo ofrecía una ventaja a ciertas naciones.

No fue casualidad que los cuatro semifinalistas jugaran los tres partidos de su grupo en casa, lo que redujo la cantidad de tiempo y energía que podrían haber perdido al viajar. Es probable que un factor relevante en el cansancio de Dinamarca durante su semifinal se deba a que tuvo que viajar a Bakú, Azerbaiyán, en la ronda anterior, mientras que Inglaterra hizo un viaje comparativamente más corto, su única aventura fuera de sus fronteras consistió en trasladarse a Roma.

Claro que siempre hay un país anfitrión, y eso siempre implica una ventaja. Pero, en circunstancias normales, todos los equipos del torneo tienen una base en ese país para reducir el tiempo de viaje. A nivel práctico, aunque no espiritual, el campo de juego está nivelado.

Eso no significa que Italia o Inglaterra serán campeones inmerecidos. Han sido los mejores equipos del torneo (en vez de ser las dos escuadras con las personas más talentosas). Ambos han garantizado su lugar en la final. Pero también disfrutaron de condiciones que están lejos de ser universales. Sería bueno que eso no volviera a suceder.



JMRS


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