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El presidente que quería ser expresidente


2021-07-14

Jorge Zepeda Patterson, El País

No hay ningún misterio en el destape explícito por parte del canciller mexicano Marcelo Ebrard, aspirante a la presidencia en las elecciones del verano 2024, pese a los tres años casi exactos que nos separan de esa jornada. Tras las reiteradas alusiones del presidente Andrés Manuel López Obrador a lo largo de las últimas semanas sobre posibles sucesores, no le quedaba de otra al responsable de Relaciones Exteriores. Las filas del obradorismo habían interpretado gestos, cábalas y señales y concluyeron que Claudia Sheinbaum, jefa de Gobierno de la Ciudad de México, sería en su momento la preferida del soberano, y actuaron en consecuencia. En los últimos días, las apariciones en público de Sheinbaum eran festejadas a gritos de “presidenta, presidenta”. Ebrard asumió, con razón, que si eso se instalaba unilateralmente en el imaginario del obradorismo, la batalla estaría perdida antes de empezar y el resto del sexenio sería un desfile en alfombra roja para la alcaldesa. Con su destape oficial, asumido con la venia presidencial, intenta pasar el mensaje de que el asunto todavía no está decidido. Convincente o no, muchos de los actores políticos se la pensarán dos veces antes de quemar naves y endosar cheques en blanco.

Lo que sí es un misterio, en cambio, son las razones que llevaron al presidente López Obrador a hablar de precandidatos a tres años de distancia, lo cual irremediablemente anticipa la contienda. Por lo general los presidentes en funciones retrasaban al máximo el período de las precandidaturas, sabedores de que, a partir de ese momento, comenzaba una lenta pero persistente declinación de su poder. Una vez que las “fuerzas vivas” perciben un posible ganador, la llamada “cargada”, hace pendular el poder al cuartel de guerra del futuro presidente, en detrimento de Palacio Nacional. Proyectos y activos políticos son guardados para congraciarse con quien será el mandamás en los años por venir. De allí las famosas consignas enviadas desde Presidencia destinadas a retrasar ese momento y que terminaron siendo reglas no escritas de la política mexicana tradicional: “El que se mueve no sale en la foto”.

Pues ahora fue el propio López Obrador quien los puso a moverse. Algunos críticos han querido ver en ese “destape” una mera estrategia para distraer a la opinión pública de otros problemas y escándalos de su Gobierno, pero es una explicación absurda. El tabasqueño nunca ha tenido dificultades para sacarse de la manga un tema que monopolice titulares en los medios de comunicación. No iba a sacrificar ese cartucho teniendo otras alternativas para resolver ese objetivo, si es que en realidad tal fuese su propósito.

A mí me parece, más bien, que obedece a la combinación de dos factores. Uno, la necesidad de arropar a sus dos principales cartas para la sucesión, Marcelo Ebrard y Claudia Sheinbaum, aun cuando muchos señalan que en realidad solo es esta última. Se trata justo de los dos funcionarios que salieron cuestionados en el desplome de la Línea 12 del Metro. Frente a la tragedia y siendo percibidos como los dos principales contendientes por parte de la llamada Cuarta Transformación, los actores políticos y medios de comunicación adversos asumieron que era la oportunidad para abatirlos por anticipado. Inmediatamente, López Obrador salió en defensa de ambos, particularmente de Sheinbaum, y entre otras cosas revivió el tema de los posibles sucesores, cuidando de encabezar las posibles listas con sus nombres. Simultáneamente, soltó una bola de humo al mencionar a otros posibles candidatos, a ninguno de los cuales se concede posibilidad alguna en los corrillos políticos (Juan Ramón de la Fuente representante en la ONU, Esteban Moctezuma embajador en Estados Unidos y Tatiana Clouthier ministra de Comercio). Al meter nombres en la lista de “contendientes” de alguna manera el presidente quería evitar que el desgaste se concentre en los dos destinados a la recta final. Con poco éxito; nadie se ha ido con la finta.

Sin embargo, no fue la tragedia lo que desencadenó el llamado del presidente. Semanas antes ya había presumido a sus principales jinetes y ridiculizado la flaca caballada por parte de la oposición. Lo de la Línea 12 simplemente intensificó estas menciones, pero no explica la razón por la cual rompió la regla no escrita del “manual del usuario de la silla presidencial”.

La explicación de fondo está en otro lado. López Obrador es un luchador social y político, profundamente nacionalista, obsesionado con la historia. Su insistencia en eliminar la residencia de Los Pinos por la cual pasaron personajes que considera menores, y su deseo de ser identificado con Palacio Nacional obedece a esta necesidad de vincularse a los símbolos consagrados y ser asociado al olimpo reservado a los grandes protagonistas de la historia patria. Héroes como José María Morelos, Benito Juárez, Francisco I. Madero. Prácticamente no pasa un día sin que el presidente mencione a uno o a varios de ellos. Su mayor anhelo, me parece, reside en hacer los méritos frente a la Nación para percibirse a sí mismo, y ser percibido, como uno entre ellos. Frases como “yo ya no me pertenezco” remiten a esta transfiguración que lo hace uno con la investidura presidencial. La noción misma de una Cuarta Transformación le une directamente a los líderes de las tres primeras, alzándolo por encima de la multitud de mandatarios secundarios y mediocres que a su juicio están entre medio. Lo cual no me parece reprobable en absoluto. Intentar emular a los mejores, convertirse en uno de ellos, no es un mal principio en cualquier oficio, sobre todo en uno con tantas responsabilidades como este.

Pero se advierten señales de impaciencia por formar parte del panteón de los héroes. Un presidente que de alguna manera tiene prisa por ser expresidente y pasar a formar parte de la historia. Pero para ser parte de la historia se necesita que esta transcurra. La anticipación con que lanza la lista de los precandidatos a sucederle va acompañada de otras señales de apresuramiento. Sus crecientes referencias al rancho que lo espera, su futuro como escritor de historia totalmente alejado de la vida política como corresponde a un símbolo y, sobre todo, su insistencia en que lo fundamental del cambio de régimen ya está hecho. No solo afirma que los cimientos han quedado establecidos sino que en su mayor parte son ya irreversibles. Habla de lo realizado como si se encontrara en el último tramo y solo le faltara atar un par de pendientes para emprender la retirada. Paradójicamente, tanto para él como para sus adversarios este será un largo fin de sexenio, que por alguna razón ha comenzado antes de llegar a la mitad.



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