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El resurgimiento de las autodefensas en México se debe a la impunidad del Estado
Laura Castellanos, The Washington Post El 9 de julio surgió la autodefensa del pueblo El Machete en Pantelhó, en la zona de Los Altos del estado de Chiapas. En su video de presentación, un indígena tzotzil embozado —escoltado por otros cuatro que portaban armamento largo— leyó un comunicado en el que anunció la toma de las armas en contra del cacicazgo político local, al que acusó de narcotráfico y le adjudicó 200 asesinatos en los últimos 20 años. Responsabilizó al gobierno estatal y a la Guardia Nacional de protegerlo. La declaración fue inaudita: es la primera autodefensa indígena surgida en Chiapas. El Machete irrumpió en medio del apogeo de la militarización en el país y del recrudecimiento de la violencia y la impunidad. En la zona de Tierra Caliente, Michoacán, grupos de civiles armados la semana pasada protagonizaron enfrentamientos contra la mafia dominante por el control territorial y para rescatar a uno de sus fundadores que había sido secuestrado, ante la inoperancia de las fuerzas de seguridad. Carlos Montemayor escribió en su libro La violencia de Estado en México que la impunidad es una forma de violencia institucional que puede radicalizar procesos de exigencia social que, históricamente, el Estado ha desdeñado, criminalizado y sofocado, provocando que algunos escalen a violencia popular. Pantelhó hoy tomó las armas como en 2013 y 2014 lo hicieron 36 municipios de Michoacán —56% del territorio del estado— que se rebelaron contra organizaciones criminales sostenidas por la complicidad, corrupción u omisión del Estado. Hipólito Mora, uno de los fundadores de las autodefensas en Tierra Caliente, me dijo en entrevista telefónica que hoy los pueblos y las cadenas de producción agrícola están siendo sometidos por las mafias, como sucedió antes del alzamiento de 2013. El productor limonero advierte que “la colaboración que está habiendo de las autoridades (de los tres niveles de gobierno) con el crimen organizado hoy es más descarada”. Tal impunidad estructural se extiende también a Chiapas. El 5 de julio, cuatro días antes del surgimiento de El Machete, fue asesinado Simón Pedro Pérez, activista de la asociación civil Las Abejas en Pantelhó, quien organizaba a las comunidades para que denunciaran la red criminal. La Diócesis de San Cristóbal denunció un día después en un comunicado la reactivación de grupos paramilitares que mutaron en crimen organizado. Informó que en la casa de los victimarios de Pérez se encontraron artefactos explosivos tan potentes que no pudieron ser desactivados por militares y provocaron la destrucción de cuatro viviendas. Pedro Faro, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas (Frayba), con sede en Chiapas, me dijo en entrevista telefónica que la espiral de violencia en el municipio indígena ha provocado el desplazamiento forzado de más de 3,000 personas. Las denuncias que Faro señala como detonantes del surgimiento de El Machete son las que mismas que escuché hace ocho años al reportear el levantamiento en Tierra Caliente: agresiones, asesinatos, secuestros, desapariciones, extorsiones y despojo de bienes; y el contubernio de autoridades políticas, judiciales, cuerpos policiacos y de las fuerzas armadas con las mafias. Entre 2013 y 2017 realicé alrededor de 15 coberturas en el territorio michoacano. Un año después de la rebelión, constaté que algunas de las comunidades alzadas impulsaban procesos comunitarios de organización, de los que formaban parte las autodefensas que les habían garantizado seguridad y cohesión social. Las comunidades seguían exigiendo al Estado que desarticulara las redes criminales y les brindara seguridad pública genuina, para así desintegrar a las autodefensas y posibilitar que sus integrantes regresaran a sus tareas productivas. Pero la respuesta del Estado fue la persecución y encarcelamiento de autodefensas, la colaboración con grupos acusados de actividades delictivas, la legalización inconstitucional de más de 13,000 armas, el cese de la interlocución con las autodefensas no integradas a sus fuerzas policiales y la impunidad judicial. También respondió con violencia, como sucedió con la masacre de Apatzingán del 6 de enero de 2015, en la que por lo menos 16 personas murieron a manos de fuerzas federales. El caso recibió una recomendación de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y será presentado ante la Corte Penal Internacional por la Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos (CMDPDH). En el informe de la organización, aún inédito, se evidencia que por lo menos 1,346 elementos de las fuerzas federales cometieron crímenes bajo la estrategia de seguridad militarizada entre 2007 y 2017, y que fueron ordenados, tolerados u ocultados por sus mandos sin que hayan sido sancionados. Michoacán fue el lugar del lanzamiento de esa estrategia por parte de dos presidentes: Felipe Calderón, en 2007, y Enrique Peña Nieto le dio seguimiento en 2013. El actual presidente, Andrés Manuel López Obrador, la mantiene y se opone a la actuación de las autodefensas, pues dice que pueden ser infiltradas por criminales y que la seguridad es responsabilidad del Estado. Asegura que la violencia se combate con programas sociales. “Abrazos, no balazos”, enfatiza cada vez que puede. Pero la violencia no cesa. Ni la impunidad. El colectivo Seguridad sin Guerra advierte que las tareas de seguridad pública realizadas por las fuerzas armadas no se subordinan al poder civil, carecen de controles externos y de mecanismos para rendir cuentas. No es de sorprender entonces que hoy se repitan las escenas pasmosas de ayer. En mis coberturas en Michoacán observé cómo a 200 metros de un retén de criminales de Tierra Caliente, instalado en la carretera, había otro de soldados, quienes no hacían nada por detenerlos. El periodista Pablo Ferri de El País atestiguó hace días la charla entre militares y criminales en la misma región. Tal actuación impune de las fuerzas armadas se replica en Chiapas. El Frayba ha recogido testimonios de que la Guardia Nacional ha prestado vehículos oficiales a los criminales o escoltado a algunos de ellos en sus desplazamientos. En tanto, la Parroquia de San Pedro Apóstol, de Chenalhó, denunció en un comunicado que el 8 de julio la Guardia Nacional, en su paso a Pantelhó, hizo detenciones arbitrarias y golpeó a 11 personas, entre ellas a Miguel Ángel Pérez Ortiz, integrante de la cooperativa Unión Majomut. Los agentes querían que se incriminaran por el despojo del armamento que tuvieron tras una emboscada realizada por un grupo civil autodenominado “Autodefensas de Chenalhó”. La violencia institucional seguirá arrojando comunidades a la vía armada mientras prosiga la estrategia de seguridad militarizada. El Estado podrá garantizar la seguridad pública si robustece y capacita a las policías municipales y estatales, depura al sistema de procuración de justicia, rompe las cadenas de complicidades, y tiende puentes de interlocución con las comunidades. De otra forma, la consigna presidencial de “abrazos, no balazos” seguirá sonando como una terrible ironía. JMRS |
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