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Cuba: el lenguaje de la protesta


2021-07-25

Carlos Manuel Álvarez, The Washington Post

Cuba se hunde en el pantano de la libertad, como una parada obligatoria en la estación del caos antes de seguir rumbo a territorio desconocido. El 11 de julio miles de manifestantes a lo largo de la isla se lanzaron a la calle y reclamaron sus derechos de un modo inédito. Nunca en la historia de la revolución cubana y su deriva la gente había volcado patrullas de Policía, insultado al presidente, roto fotografías de Fidel Castro y rodeado las sedes municipales del Partido Comunista. También saquearon las tiendas en dólares que abundan por todas partes, lunares del capitalismo de Estado que aparecieron en los últimos dos años sobre la piel maltratada del socialismo real.

Independientemente de que este episodio magnífico de desobediencia civil haya tenido detonantes como la crisis sanitaria del coronavirus y una escasez generalizada de alimentos, las protestas no pueden leerse por fuera de la desigualdad social y el carácter racista de un Estado centralizado que practica con sus ciudadanos constantes y muy variadas formas de violencia política: vigilancia, adoctrinamiento, desabastecimiento, detenciones aleatorias, amenazas explícitas o veladas, capitalización del miedo, interrogatorios, cárcel, así como la fractura arbitraria entre la vida nacional y la riqueza cultural de su diáspora.

El argumento de que las manifestaciones pueden funcionar como pretexto para que Estados Unidos invada el país no se sostiene. Afortunadamente, el senador demócrata cubanoestadounidense Bob Menéndez, presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado de ese país, declaró que “nadie ha considerado eso, así que vamos a dejarlo de lado, porque eso es lo que quieren los fidelistas, los que mantienen el poder en Cuba quieren promover eso (…) No va a haber intervención militar”.

Ha sido más de una semana de detenciones, disparos, allanamientos de viviendas, muertes, reclutamientos forzados y golpizas a civiles indefensos por militares disfrazados de civiles, pero también parece haberse perdido el miedo y ganado la confianza en el trazo vertiginoso de una nueva comunidad política, ampliamente popular, genuina en su composición y sus propósitos elementales.

Un salto en la historia, que es lo que acaba de suceder, significa que se rompe el consenso alrededor del cual se articula el tiempo del poder como dispositivo oficial de organización de los hechos y se abren, por un momento, rutas de aire, trillos de la imaginación. Las cosas ahora no se ven, se vislumbran. No se saben, se intuyen. Cualquier intento de restablecimiento del orden decapitado revela ante todo la magnitud del ajusticiamiento metafísico. Se ha guillotinado la costumbre, se le ha cortado la cabeza al hábito de la obediencia.

Los medios de prensa oficiales muestran fotografías de la tranquilidad de La Habana, una pausa casi bucólica, como si La Habana hubiera vuelto a la normalidad, como si hubiera una normalidad a la que volver. Las imágenes, sin embargo, se leen. Ese silencio es violencia, esa calma grita, ese vacío restalla de dolor y hartazgo. En realidad, sin saberlo, dichas fotografías revelan el hueco insonorizado del horror y documentan el tamaño del abuso.

Sobre la ciudad muda, entonces, la institución totalitaria dibuja su autorretrato cuando convoca a sus fieles y acarreados —so pena de sanciones administrativas, e independientemente de los estragos que el virus pueda causar— a lo que llaman “actos de reafirmación revolucionaria”. Pero la forma de nuestra cara no es tal. Lo que entendemos ahí por ojos, por pómulos, por la nariz de un pueblo, es el garabato de la injusticia, el manchón de una crayola que después de combinar varios colores alcanzó un matiz único y extraño, que no puede quitarse con jabón ni gasolina, que no es vinil ni aceite, y que no parece que se le pueda contar bien a otros ni tampoco a nosotros mismos. En la paleta de la historia, la sucia transparencia del castrismo.

Detrás de la protesta se desarrolla también un lenguaje de símbolos. Cuba carga con el estigma, como dijo el filósofo Slavoj Zizek, de vivir atrapada en el sueño de los otros. Si ya aprendimos el arte de la protesta, hay que aprender también el ejercicio de la traducción de la protesta.

El problema con la gramática que justifica, aunque sea parcialmente, lo que sucede en la isla es que perpetúa la disciplina del eufemismo, la única disciplina existente en el campo cubano de lo real, puesto que es la única que tiene detrás el cuerpo de la institución. La sintaxis es ideología, y el lenguaje se encuentra auscultando los hechos, no bordeándolos. Se nombra accediendo, entrando en el barro de las palabras incómodas que nos sacan de eje. El lenguaje no está en función de uno, sino al revés.

No podemos taparnos con las palabras como si fueran un toldo, la palabra es intemperie y la verdad empieza en el momento en el que el lenguaje nos deja al descubierto. Cierta vez leí que, entre dos puntos de dolor, la poesía es el camino más corto. Cuando alargamos ese camino, con curvas y más curvas, vueltas y más vueltas, estamos matando a la poesía y, por consiguiente, matamos también al hombre. Cuba es una ficción, los cubanos no. Quien trafica con la palabra, trafica con la vida de los otros.

Las discusiones alrededor del mundo se suceden sobre la pertinencia de llamar a Cuba dictadura o no. Quien discute si hay que llamarla así o no, siempre lo hace porque prefiere no llamarla así, y esa omisión no sería tan significativa si a partir de ahí no se desplegara como norma un malabar retórico elusivo que no tiene otro fin que demostrar por qué no se nombra así: una suerte de bucle envasado al vacío. Ante esto, que no tiene ya ningún sentido y que, como cualquier diálogo de sordos, no supone reto intelectual alguno, una anciana negra sale a la calle y le grita a la cámara una línea inobjetable: “¡Nos quitamos el ropaje del silencio!”.

No sabemos todavía adónde vamos pero, en cualquier caso, es preferible al hecho de saber que antes del 11 de julio no estábamos yendo a ningún lugar.



JMRS


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