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La montaña sagrada que se convirtió en un camino para migrantes que intentan entrar a Estados Unidos


2021-08-09

Miriam Jordan | The New York Times

SUNLAND PARK, Nuevo México — El monte Cristo Rey, que se eleva sobre la frontera, es la barrera natural entre México y Estados Unidos. Cada año, desde hace casi un siglo, atrae a miles de personas que suben por una constelación de curvas que representan el viacrucis, para rezar bajo el crucifijo de piedra caliza de 9 metros de altura que está situado en la cima.

La montaña sagrada ofrece una vista panorámica de tres estados —Texas, Nuevo México y Chihuahua, en México— y en estos días no solo atrae a los fieles, sino también a los desesperados: migrantes de todo el mundo que intentan entrar a Estados Unidos sin ser detectados, pues en ese punto no hay muro fronterizo.

Hace poco, pasada la medianoche, varios grupos de hombres partieron por las escarpadas laderas de la montaña, recubiertas de grava, mientras las luces de El Paso parpadeaban en la distancia. Sin embargo, mientras descendían, fueron descubiertos por agentes de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, que detuvieron a dieciséis de ellos junto a una carretera.

“La verdad es que la mayoría lo logró”, comentó Evandro, un inmigrante brasileño de 31 años, con los ojos rojos de cansancio, que vio cómo muchos de sus compañeros de viaje corrieron hacia la libertad a través de un conjunto de casas móviles y ranchos cercanos. “Tuvimos mala suerte”.

A casi 1,300 kilómetros al sureste, en el Valle del Río Grande, una escena similar se vivió antes del amanecer. Seis hombres que vadearon el río, con la esperanza de llegar a Houston, se encontraban ahora, con la ropa húmeda y hecha andrajos, bajo la custodia de los agentes. Después de viajar miles de kilómetros desde Honduras y saborear “la adrenalina de tocar este país”, como lo describió Elías Galindo, de 25 años, no irían más lejos.

Pronto, ambos grupos subieron a furgonetas blancas y verdes de la Patrulla Fronteriza que los trasladaron a estaciones de procesamiento. En pocas horas, fueron deportados a México.

En julio, las aprehensiones en la frontera suroeste alcanzaron sus niveles más altos desde el año 2000, con un promedio de más de 6,700 detenciones diarias. No obstante, las cifras son engañosas. Una medida sanitaria de emergencia contra el coronavirus, que el gobierno de Biden extendió la semana pasada, permite que muchos adultos que viajan solos sean expulsados con rapidez en vez de pasar por un largo proceso de deportación. Eso significa que muchos de los mismos migrantes acaban intentándolo una y otra vez, hasta que algunos lo consiguen.

“Los agentes están sobrecargados”, explicó Gerardo Galvan, agente a cargo de la estación de la Patrulla Fronteriza en Santa Teresa, Nuevo México.

En los días de verano los cruces de migrantes suelen disminuir, pero este año la afluencia ha sido incesante.

El número de migrantes detenidos en la zona de El Paso se ha triplicado este año fiscal, con 135.326 arrestos, casi el 80 por ciento de ellos son adultos solteros. Equipados con sensores de movimiento, cámaras infrarrojas de largo alcance y drones aéreos, los agentes de la Patrulla Fronteriza dicen que creen que la mayoría de los que cruzan la frontera son detenidos aunque, en realidad, nadie sabe cuántos logran escapar.

El calor en esta época del año es implacable y el terreno es peligroso. A mediados de junio, se descubrió el cadáver de una mujer mexicana cerca del monte Cristo Rey.

Jeremiah Blount, agente de El Paso, dijo que había encontrado migrantes con destino a casi todos los estados. Un grupo de personas, señaló, fue detenido en cinco días consecutivos. “Les pregunté: ‘¿Aún no han llegado a Nueva York?’”.

"Lo único que cargo conmigo es el cansancio"

Mientras despertaba el pueblo de Sunland Park, un agente a caballo y otro en un vehículo todoterreno vigilaban a tres hombres sentados en el suelo hasta que pudieran llegar otros agentes para llevárselos.

Ordenaron a los inmigrantes que se quitaran los cordones de los zapatos y que se pusieran de pie, con las manos en la espalda y las piernas abiertas.

“¿Llevas algo que pueda hacerle daño a alguien?”, preguntó Joel Freeland, uno de los agentes, mientras palpaba a uno de los hombres.

“Lo único que cargo conmigo es cansancio”, respondió el hombre, Obdulio, de 41 años.

Le sacó del bolsillo pasta dentífrica, un cepillo dental, un cargador de teléfono y una venda para el pie, y arrojó los objetos al suelo.

“¿De dónde son? ¿Tienen visa?”, preguntó Freeland, aunque ya sabía la respuesta.

Les entregó a los hombres unos cubrebocas y les pidió que metieran sus celulares y pasaportes en bolsas Ziploc. Uno de los inmigrantes, un escuálido joven de 21 años con camisa de camuflaje, tuvo problemas para quitarse la gargantilla de cordón negro que llevaba puesta, y el agente se la cortó.

Los tres eran hondureños.

“Vine a hacer cualquier trabajo honesto”, dijo Obdulio, un carpintero que no reveló su apellido. “No hay suficiente trabajo en mi país. Tengo tres hijos”.

Dijo que él y sus dos compañeros habían viajado dieciséis días en tren y autobús para llegar a Ciudad Juárez, la ciudad mexicana situada frente a El Paso. Pero habían llegado al final de su viaje.

"Habría hecho cualquier trabajo"

Poco después, a las 8 de la mañana en el Valle del Río Grande, Jesse Moreno vio a sus compañeros detenidos en la orilla de la carretera y se detuvo.

En la parte trasera de su camioneta, una mujer llamada Lillian López, de 30 años, se secaba las lágrimas.

Había comenzado su viaje desde Honduras hace dos meses, explicó, en los cuales abordó varios trenes, incluido el tristemente célebre La Bestia, que ha cobrado la vida de muchos migrantes que se aferran a la parte superior de los vagones en movimiento.

“Fue peligroso”, dijo, mientras levantaba una mano izquierda lesionada.

Había planeado trabajar en Houston para mantener a los tres hijos que había dejado con un hermano.

“Vine aquí para ofrecerles una buena educación”, comentó López. “Habría hecho cualquier trabajo”.

Minutos más tarde, la radio de Moreno emitió otro llamado. A menos de 800 metros, habían interceptado a un grupo de casi quince hombres, mujeres y algunos niños.

Muchos estaban sentados en el suelo bajo el sol abrasador, con aspecto abatido. Los agentes les entregaron cubrebocas y botellas de agua.

Esa tarde, un agente llamado Fernando Gomez escoltó a un grupo de casi veinte migrantes hasta el puente Paso del Norte, que conecta El Paso con Ciudad Juárez, y los retornó a México.

Después hubo otro grupo, y luego otro.

Más tarde, esa misma noche, la luna se alzó sobre el monte Cristo Rey, conocido en la cultura popular como el lugar donde el hombre de la clásica canción de Marty Robbins “El Paso” huyó de la escena de su crimen en la cantina de Rosa hacia el terreno ruinoso de Nuevo México.

Alrededor de las 10 de la noche, Blount se detuvo en su vehículo bajo la montaña. Poco después, dijo, los migrantes comenzarían a bajar de la cumbre.

“La música del circo está a punto de empezar”, comentó.

En las últimas 24 horas, habían atrapado a casi 400 personas.

Subió en auto casi un tercio de la montaña, donde otro agente estaba revisando la zona con su cámara de visión nocturna infrarroja después de que un sensor detectó movimiento.

No encontró a nadie. Quizá había sido un puma o un coyote. Por el momento, solo las polillas enormes revoloteaban alrededor de un proyector móvil de luz.

A la mañana siguiente, José Luis, un mecánico automotriz mexicano de 54 años, se presentó en la Casa del Refugiado, un albergue de El Paso. Dijo que logró salir de la montaña durante la noche. Había logrado eludir la captura.

“Tardé un día en cruzar la montaña”, narró.

“Dios me hizo invisible para llegar ahí”.



aranza


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